Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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¿Decías…?

– Es que tengo una cita.

¿No encuentras una excusa mejor?

– Bueno, ¿qué es lo que quieres?

Necesito un masón listo.

– ¿Un qué?

Alguien que sea masón. Ya sabes, esos que dan la mano de un modo raro y se remangan los pantalones.

– Lo siento; yo suspendí el examen de ingreso.

Pero alguno conocerás.

Rebus reflexionó un instante.

– ¿Puede saberse de qué se trata?

Siobhan le explicó lo de la última clave.

– Vamos a ver -dijo él-. ¿Qué te parece Watson?

¿Él es masón?

– Sí, a juzgar por su modo de dar la mano.

¿Tú crees que le molestaría que le llamase?

– Todo lo contrario. -Hizo una pausa-. Ahora vas a preguntarme si tengo su número de teléfono; pues tienes suerte -añadió sacando su agenda y dándoselo.

Gracias, John.

– ¿Qué tal va la investigación?

Va bien.

Rebus detectó cierta reticencia.

– ¿Y Grant, qué tal? -preguntó.

Muy bien.

– Está ahí contigo, ¿no?

– Sí.

– Entendido. Ya hablaremos. Ah, espera.

¿Qué?

– ¿Se ha puesto en contacto contigo un tal Steve Holly?

¿Quién es?

– Un buitre del cuarto poder.

Ah, ése. Habré hablado con él un par de veces.

– ¿Te ha llamado alguna vez a casa?

No seas tonto. Ese número no se lo doy a nadie.

– Es curioso, porque lo tiene con una chincheta en la pared de su despacho.

Siobhan no dijo nada.

– ¿Tienes idea de cómo se habrá hecho con él?

Bueno, supongo que se las habrá arreglado de algún modo. No pienso darle ninguna información, si es eso lo que piensas.

– Lo único que pienso, Siobhan, es que hay que andar con cuidado con él porque es resbaladizo como la mierda fresca y huele igual de mal.

Una delicia. Tengo que dejarte.

– Sí, yo también -dijo cortando la comunicación y apurando la segunda copa.

Bien. Ya estaba: dos y no más. Lo malo era que en la tele iba a empezar otra carrera y él había puesto el ojo en el caballo castaño llamado Long Day's Journey. Tal vez, una más no le haría daño. Sonó de nuevo el teléfono y, con una maldición en la boca, salió a la calle entrecerrando los ojos por la fuerte luz.

– ¡Diga!

No ha estado nada bien.

– ¿Quién es?

Steve Holly. Nos conocimos en casa de Bev.

– Qué curioso. Estaba pensando en usted.

Suerte que nos conocimos allí porque, si no, no habría sabido quién era por la descripción de Margot. Margot es la telefonista rubia. La rubia lo ha delatado, Rebus.

– ¿Qué quiere decir?

Vamos, Rebus: el ataúd.

– Dijo que ya había terminado con él.

¿Así que es una prueba?

– No, voy a devolvérselo a la señorita Dodds.

Claro. Me huelo algo.

– Muy listo. Eso que «se huele» es una investigación policíaca. De hecho, estoy hasta el cuello de trabajo en este momento. Así que si no le importa…

Bev dijo algo sobre los otros ataúdes…

– ¿Ah, sí? A lo mejor oyó mal.

– No creo -dijo Holly haciendo una pausa, pero Rebus no añadió nada más-. Muy bien -agregó el periodista-. Ya hablaremos.

«Ya hablaremos.» Lo mismo que él acababa de decirle a Siobhan. Por una fracción de segundo pensó que Holly había escuchado la conversación; pero era imposible. Cuando se cortó la comunicación le intrigaron dos cosas: que Holly no le hubiera dicho nada de los números de teléfono que le había quitado, así que seguramente aún no lo había advertido, y que, si le llamaba al móvil, era que sabía el número. Él, generalmente, daba el número del busca, pero el caso es que no recordaba cuál le había dado a Bev Dodds.

* * *

La banca Balfour no parecía realmente un establecimiento bancario. En primer lugar estaba en Charlotte Square, una de las zonas más elegantes de la ciudad nueva. Frente a ella, la gente que había salido de compras aguardaba cola resignadamente en la parada del autobús, pero dentro del edificio el ambiente cambiaba: mullidas alfombras, una escalera impresionante, una araña enorme y paredes recién pintadas de un blanco deslumbrante. Nada de ventanillas con colas: las transacciones las efectuaban tres empleados jóvenes y bien vestidos en sus respectivas mesas bien separadas para garantizar la discreción. Los demás clientes aguardaban turno sentados en cómodos sillones, hojeando periódicos y revistas de las mesitas de centro. Era un ambiente muy especial, como si el dinero allí, más que de respeto, fuera objeto de adoración. A Siobhan le recordó a un templo.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Hood.

– Cree que debemos hablar con Watson -respondió ella guardando el móvil en el bolsillo.

– ¿Es ése su número? -preguntó él señalando lo que había anotado en su bloc.

– Sí -contestó Siobhan marcando una G delante de las cifras con objeto de hacer más difícil la identificación si el bloc caía en manos de alguien. G de Granjero, su apodo. Le fastidiaba que un periodista a quien apenas conocía tuviera su número particular, a pesar de que no le había llamado.

– ¿Te parece que alguno de ésos tiene números rojos? -dijo Hood.

– Los empleados, seguro. Los clientes, no creo.

Una mujer de mediana edad apareció por una de las puertas, la cerró suavemente y se acercó a ellos con no menos discreción.

– El señor Marr los recibirá enseguida.

Pensaban que los conduciría a la puerta, pero la mujer se dirigió a la escalera, adelantándoseles cuatro o cinco escalones sin decir nada más. En el primer piso llamó con los nudillos a una puerta doble y aguardó.

– ¡Adelante! -oyeron decir, al tiempo que la mujer abría las dos hojas de la puerta y los invitaba a pasar con un leve gesto.

Era un despacho enorme con tres ventanales cubiertos con persianas venecianas de lino blanco. Había una mesa de roble para juntas con bolígrafos, blocs y jarras de agua que ocupaba un tercio del espacio, y una zona de recepción con un sofá de cuero y sillón a juego y un televisor en el que aparecían las cotizaciones de bolsa. Ranald Marr estaba de pie detrás de su monumental escritorio de anticuario de nogal. También él lucía una tez bruñida que parecía más efecto del Caribe que de un solárium de Nicholson Street. Era alto, de pelo canoso perfectamente cuidado y llevaba un traje de raya diplomática con chaqueta cruzada hecho a medida. Se dignó acercarse a ellos para recibirlos.

– Soy Ranald Marr -dijo innecesariamente-. Gracias, Camille -añadió para la mujer, que cerró la puerta a su espalda.

A continuación, Marr les señaló el sofá, donde ellos se sentaron mientras que él lo hacía en el sillón y cruzaba las piernas.

– ¿Hay alguna novedad? -preguntó con un gesto obsequioso.

– La investigación avanza, señor -contestó Hood, mientras Siobhan hacía esfuerzos para no mirarlo de reojo por aquella frase hecha, que parecía copiada de las noticias de la tele.

– El motivo de nuestra visita, señor Marr -añadió lentamente ella-, es que, al parecer, Philippa participaba en un juego de rol.

– ¿Ah, sí? -replicó Marr con gesto de sorpresa-. ¿Y qué tiene eso que ver conmigo?

– Bien, señor -terció Hood-, es que nos hemos enterado de que a usted también le gusta esa clase de juegos.

– ¿«Esa clase de…»? Ah -exclamó Marr con una palmada-, ya sé a qué se refieren. Lo dicen por mis soldados. ¿Era eso a lo que jugaba Flip? -añadió frunciendo el entrecejo-. Nunca mostró interés…

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