Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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Temblaba porque le costaba centrarse en lo fundamental. Era importante hacer bien el trabajo y también no cabrear a Gill Templer, pero ella no estaba tan endurecida como John Rebus. Aquel caso era importante y lo que le molestaba era no saber con certeza si Programador también lo era, aunque de una cosa estaba segura: el juego se estaba convirtiendo en una obsesión para ella. No hacía más que tratar de ponerse en el lugar de Flip Balfour y pensar como ella, pero era imposible saber si lo hacía bien. Además, estaba Grant, que cada vez le estorbaba más. Cierto que sin él no habría llegado muy lejos, por lo que también tenía su importancia contemporizar con él. No sabía con certeza si Programador era un hombre, aunque tenía la corazonada de que sí. Pero era un riesgo fiarse de las corazonadas; había visto a Rebus fastidiar más de un caso al fiarse de una corazonada respecto a la inocencia o la culpabilidad de una persona.

No dejaba de pensar en el cargo de enlace de prensa, diciéndose si no había quemado sus puentes. Gill debía su éxito al hecho de haber actuado como los jefes del cuerpo, hombres como Carswell, y aunque probablemente creyera habérsela jugado al sistema, a Siobhan le daba la impresión de que más bien el sistema se la había jugado a ella, moldeándola, cambiándola, amoldándola a su estructura de levantar barreras y guardar distancias, haciendo escarmentar a personas como Ellen Wylie.

Oyó la puerta y poco después llamaban discretamente con los nudillos en el cubículo.

– Siobhan, ¿estás ahí?

Era la voz de Dilys Gemmill, una agente de uniforme.

– ¿Qué sucede, Dilys?

– Es por lo de esta noche. ¿Vas a venir?

Era algo habitual. Cuatro o cinco agentes de uniforme y ella iban a un bar con música desenfrenada para hacer su tertulia tomando Moscow Mules, y ella era el único miembro honorífico de la policía secreta.

– No creo que pueda ir, Dilys.

– Vamos, mujer.

– La próxima vez, seguro. ¿De acuerdo?

– Tú te lo pierdes -dijo Dilys saliendo de los servicios.

– No es para tanto -musitó Siobhan levantándose y abriendo la cabina.

* * *

Rebus permaneció delante de la iglesia, en la acera de enfrente. Después de ir a casa a cambiarse, ahora no se decidía a entrar. Era una iglesia modesta, como era el deseo de Leary, quien se lo había reiterado en sus conversaciones: «Quiero un funeral modesto, rápido y sencillo». Llegó un taxi, del que se bajó el doctor Curt, quien reparó en él al detenerse para abrocharse la chaqueta.

Aunque el templo era pequeño, la asistencia era numerosa. Oficiaba el arzobispo que había estudiado en el colegio escocés de Roma con Leary y habían acudido decenas de sacerdotes y miembros del clero. El público sería modesto, pero Rebus dudaba mucho que fuera rápido y sencillo.

Curt cruzó la calle y Rebus tiró la colilla al suelo y, al meterse las manos en los bolsillos, advirtió que tenía ceniza en la manga, pero no se molestó en sacudirla.

– Hace un día muy a tono -dijo Curt mirando el gris cárdeno del cielo nublado, que incluso en la calle producía una sensación de claustrofobia.

Rebus se pasó la mano por la nuca y notó que sudaba. En tardes como aquélla, Edimburgo era como una ciudad-prisión, amurallada.

Curt se estiró unos centímetros la manga de la camisa para que se vieran los gemelos de plata antiguos. Llevaba un traje azul oscuro con camisa blanca y corbata negra, y había lustrado sus zapatos negros. El patólogo iba siempre impecablemente vestido, y Rebus se dijo que su traje, pese a ser el mejor y más serio de su vestuario, era andrajoso comparado con el de Curt. Lo había comprado hacía seis o siete años en Austin Reed, y se había visto obligado a meter barriga para abrocharse los pantalones, sin pasársele por la imaginación abrocharse la chaqueta. Quizás era ya hora de reemplazarlo. Ya no lo invitaban a muchas bodas y bautizos, pero sí a funerales de colegas y clientes de los bares que él frecuentaba, que iban cayendo. Tan sólo tres semanas antes había asistido a la cremación de un agente uniformado de Saint Leonard que había muerto apenas un año después de jubilarse; concluida la ceremonia, había puesto en una percha la camisa, la misma que llevaba ahora previa comprobación de que el cuello estaba presentable.

– ¿Entramos? -preguntó Curt.

Rebus asintió con la cabeza.

– Sí, ahora entraré -dijo.

– ¿Qué sucede?

– Nada -respondió Rebus-. Es que no sé… -añadió sacando las manos de los bolsillos para coger el paquete de cigarrillos, del que ofreció uno a Curt, quien lo aceptó.

– ¿No sabes, qué? -preguntó el forense dándole fuego.

Rebus aguardó a encender el suyo, dio un par de caladas y expulsó humo con profusión.

– Es que quiero recordarle tal como lo conocí -dijo-. Y si entro ahí tendré que oír discursos y recuerdos de otras personas; no será el Conor que tengo en mi cabeza.

– Sí, fuisteis muy amigos en otra época -repuso Curt-, pero yo no lo conocía tanto.

– ¿Va a venir Gates? -preguntó Rebus.

– Tenía un compromiso -respondió Curt.

– La autopsia, ¿la habéis hecho vosotros?

– Murió de una hemorragia cerebral.

Seguía llegando gente a pie y en coche, y se paró otro taxi, del que bajó Donald Devlin. A Rebus le pareció atisbar una chaqueta de punto debajo de la del traje. El viejo profesor subió a buen paso la escalinata de la iglesia y cruzó la puerta.

– ¿Te ha servido de ayuda? -preguntó Curt.

– ¿Quién?

– El veterano -dijo Curt señalando con la cabeza el taxi.

– No mucho, pero ha hecho cuanto ha podido.

– Pues ha cumplido igual que Gates o yo hubiéramos hecho.

– Supongo -dijo Rebus pensando en Devlin inclinado sobre la mesa, examinando los informes, y en Ellen Wylie manteniendo las distancias.

– Estuvo casado, ¿verdad? -preguntó.

Curt asintió con la cabeza.

– Sí, es viudo. ¿Por qué lo dices?

– Realmente, por nada.

Curt consultó el reloj.

– Yo voy a entrar. ¿Vienes? -preguntó tirando el cigarrillo.

– No, creo que no.

– ¿Vendrás al cementerio?

– Creo que tampoco -contestó Rebus mirando las nubes-. Ya veremos.

– Hasta luego, pues -dijo Curt.

– Hasta la próxima vez que haya un homicidio -replicó Rebus dando media vuelta y alejándose.

En su mente se agolpaban imágenes de la sala de disección y de las autopsias; del bloque de madera que colocaban bajo la cabeza de los muertos; de los canalillos de la mesa para el drenaje de los líquidos corporales; del instrumental y de los especímenes en tarros; lo que le hizo pensar en los que había visto en el museo del Colegio de Médicos entre el horror y la fascinación. Sabía que algún día, tal vez no muy lejano, él también acabaría en la mesa de disección, quizá para que lo examinaran Curt y Gates: sería uno de sus cadáveres rutinarios, una rutina igual que la que en aquel momento tenía lugar en la iglesia de la que se alejaba. Imaginaba que parte de la misma se desarrollaría en latín: a Leary le gustaba mucho la misa en latín y solía recitarle trozos enteros porque sabía que él no lo entendía.

«¿Cuando tú eras niño no enseñaban latín?», preguntó en una ocasión a Rebus.

«Tal vez en los colegios de ricos -contestó él-. Al que yo fui sólo enseñaban carpintería y metalistería.»

«¿Formaban trabajadores para la religión de la industria?», había replicado Leary conteniendo la risa que pugnaba por salir de su pecho. Aquel era el sonido que Rebus recordaba, igual que aquel chasquido de la lengua cuando el cura consideraba que le decía alguna sandez, o el gruñido exagerado cuando se levantaba para coger otra Guinness de la nevera.

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