– Aún no ha llamado -respondió ella, tratando de dominar su voz-. Estaba a punto de hacerlo yo.
– Sí, acabo de verlo.
– Creo -replicó ella sin alzar la voz aunque el corazón le latía aceleradamente- que ha habido un malentendido sobre lo que sucedía…
Rebus alzó una mano.
– Efectivamente, Siobhan. Yo no quiero saber nada. No se hable más.
– Pero yo creo que sí que hay que explicarlo -replicó ella alzando la voz y dirigiendo la vista hacia donde estaba Hood, que ya se había acoquinado y desviaba la mirada.
Siobhan comprendió que estaba avergonzado y atemorizado: el jovencito ingenioso, con un coche rápido, aficionado a los aparatitos de última generación… Casi le daban ganas de beberse una botella entera de ginebra sin baño ni nada.
– ¿Sí? -dijo Rebus, ahora realmente intrigado.
«Podría hundir tu carrera ahora mismo, Grant», pensó Siobhan, pero dijo:
– No, nada.
Rebus la miró, pero ella no alzó la vista de los papeles que tenía en la mesa.
– ¿Y tú dices algo, Grant? -inquirió Rebus en tono de guasa, sentándose.
– ¿Cómo? -dijo Hood ruborizándose.
– Que si has resuelto algo de la última clave.
– No mucho, señor -respondió él agarrado con fuerza al borde de una de las mesas.
– ¿Y tú? -preguntó Siobhan moviéndose en su asiento.
– ¿Yo? -respondió Rebus dándose unos golpecitos en los nudillos con el bolígrafo-. Creo que hoy he extraído la raíz cuadrada de cero -añadió dejando el bolígrafo-. Por eso os invito.
– ¿Ya has tomado un par de copas? -preguntó Siobhan.
– Unas cuantas -dijo él entornando los ojos-. Han enterrado a un amigo y estoy pensando en mi velatorio particular esta noche. Si queréis acompañarme, estupendo.
– Yo tengo que irme a casa -alegó Siobhan.
– Yo no…
– Vamos, Grant. Te vendrá bien.
Hood miró a Siobhan, como buscando consejo, permiso quizá.
– Bueno, me tomaré una copa -se decidió al fin.
– Buen chico -dijo Rebus-. Una sólo.
Cuando aún le quedaba algo de cerveza en la jarra y Rebus había dado cuenta de dos whiskies dobles y dos cervezas, a Hood se le cayó el alma a los pies al ver que volvían a llenársela.
– Tengo que conducir -dijo.
– Coño, Grant -espetó Rebus-, es lo único que sabes decir.
– ¿Perdón?
– Eso y las disculpas. No entiendo que tengas que disculparte por haber besuqueado a Siobhan.
– No sé cómo sucedió.
– No pienses más en ello.
– Creo que es este caso que nos… -Un pitido interrumpió su frase-. ¿Es el suyo o el mío? -preguntó metiendo la mano en el bolsillo; pero era el móvil de Rebus, quien le hizo una señal con la cabeza para indicarle que hablaría fuera del bar.
– Diga.
Era un atardecer frío, los taxis circulaban a la caza de clientes. Vio a una mujer que estuvo a punto de caer por dar un traspié en una losa partida y a la que un joven de cabeza rapada y anillo en la nariz ayudó a recoger las naranjas que se le habían salido de la bolsa de la compra. Un acto de cortesía; pero él permaneció alerta hasta que el joven se alejó. Por si acaso.
– John, soy Jean. ¿Está de servicio?
– De vigilancia -dijo él.
– Dios mío, lo siento…
– No pasa nada, Jean. Era broma. Estoy tomando una copa.
– ¿Qué tal el funeral?
– No asistí. Bueno, sí que fui pero no tuve fuerzas para quedarme.
– ¿Y ahora está bebiendo?
– ¿No será usted el teléfono de la esperanza?
– No -contestó ella riendo-. Es que estoy sola con una botella de vino viendo la tele…
– ¿Y?
– Y me gustaría estar acompañada.
Rebus sabía que no estaba en condiciones de conducir; ni en condiciones para nada, a decir verdad.
– No sé, Jean. No me conoce cuando estoy bebido.
– ¿Se transforma en Mr Hyde? -preguntó ella riendo otra vez-. Lo he vivido con mi marido, y no creo que sea muy distinto en usted.
Intentaba quitarle importancia, pero él notó una leve crispación. Tal vez fuera por el nerviosismo de invitarlo y el temor de que él rehusara. O quizás algo más…
– Bueno, puedo ir en taxi -dijo, pensando en que seguía vestido de luto, sin corbata y con los dos primeros botones de la camisa desabrochados-. Podría ir a casa a cambiarme.
– Bueno.
Miró a la acera de enfrente. La mujer que había dado el traspiés estaba en la parada del autobús y seguía mirando en el interior de la bolsa para comprobar que no faltaba nada. Era una de tantas escenas de la vida urbana; se desconfía siempre de las apariencias y no acaba uno de dar crédito a una buena acción.
– Hasta luego -dijo Rebus.
Al entrar en el pub vio que Grant Hood estaba de pie junto a la jarra vacía y que al acercarse levantaba las manos en gesto de rendición.
– Tengo que irme -dijo.
– Yo también -añadió Rebus.
Hood se quedó un tanto defraudado, como si hubiera deseado que Rebus se quedase allí para emborracharse.
– ¿Puedes conducir? -preguntó Rebus mirando la jarra vacía y pensando si no habría convencido al camarero para que tirase el contenido.
– Estoy bien -respondió Hood.
– Estupendo -dijo Rebus dándole una palmadita en el hombro-. Entonces, me llevas a Portobello.
* * *
Siobhan pasó una hora tratando de borrar de su mente todo lo relacionado con el caso, pero no podía. El baño no había servido de nada y la ginebra no le hacía efecto. La música del equipo de alta fidelidad, Envy of Angels, de Mutton Birds, no la arrullaba como de costumbre. Cada medio minuto volvía a resonar en su cerebro la última clave y se repetía la escena de Grant sujetándola de los brazos mientras John Rebus, ¡precisamente Rebus!, los sorprendía desde la puerta; y se preguntaba qué habría sucedido de no haberlos advertido de su presencia, cuánto tiempo llevaría observándolos y si había oído la discusión.
Se levantó del sofá y comenzó a pasear otra vez por el cuarto con el vaso en la mano diciendo «No, no, no», como si repitiéndolo pudiera conjurar lo que había sucedido. Pero ahí estaba el problema: que no se pueden deshacer las cosas.
– Imbécil de mierda -se vituperó a sí misma en voz alta, repitiéndolo una y otra vez hasta que las palabras perdieron su sentido.
«Imbécil de mierda…»
«No, no, no, no…»
«Flip Balfour… Gandalf… Ranald Marr…»
«Grant Hood.»
«Imbécil de mierda, imbécil de mierda…»
Estaba junto a la ventana cuando acabó una canción. En la pausa de silencio oyó un coche que daba la vuelta al final de su calle y supo por instinto quién era. Corrió hasta la lámpara y dio un pisotón al interruptor dejando el cuarto a oscuras. Había luz en el vestíbulo, pero no creía que se viera desde la calle. Tenía miedo de hacer algún movimiento que la delatara. El coche se había detenido. Comenzó a sonar otra canción y se agachó para coger el mando a distancia y apagar el tocadiscos. Ahora oía el coche al ralentí y el corazón le saltaba en el pecho.
Sonó el interfono. Alguien quería entrar; aguardó sin moverse con la mano tan tensa en el vaso que sintió un calambre. Se lo cambió de mano. Volvió a sonar el timbre.
«No, no, no…»
Olvídate, Grant. Sube al Alfa y vete. Mañana haremos como si no hubiese sucedido nada.
«Bzz, bzz, bzz…»
Comenzó a tararear para sus adentros, inventando una melodía; ni siquiera una melodía, sino simples sonidos para contrarrestar el zumbido del interfono y de los latidos en las sienes.
Oyó la puerta de un coche y se relajó un poco. Pero casi se le cayó el vaso de las manos cuando sonó el teléfono.
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