Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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Lo veía iluminado por el resplandor de la farola de la calle, en el suelo junto al sofá. A los seis timbrazos se grabaría en el contestador. Dos…, tres…, cuatro…

«¡A lo mejor era Watson!»

– Diga -contestó tumbándose en el sofá con el auricular en la oreja.

¿Siobhan? Soy Grant.

– ¿Dónde estás?

Acabo de llamar a tu puerta.

– Será que no funciona. ¿Qué quieres?

Podrías abrirme, para empezar.

– Estoy cansada, Grant. Iba a acostarme.

Sólo cinco minutos, Siobhan.

– Pues no.

Oh.

El silencio era como un tercer interlocutor, opresivo, hosco, introducido unilateralmente.

– Vete a casa, ¿vale? Hasta mañana.

Será demasiado tarde para Programador.

– Ah, ¿has venido a hablar de trabajo? -preguntó ella metiendo la mano libre debajo del brazo con el que sujetaba el auricular.

No exactamente.

– Ya, eso me pareció. Escucha, Grant, digamos que fue un momento de locura, ¿de acuerdo? Vamos a olvidarlo.

Ah, ¿eso crees que fue?

– ¿Tú no?

¿De qué tienes miedo, Siobhan?

– ¿Qué quieres decir? -replicó ella endureciendo la voz.

Hubo una pausa.

Nada. No quería decir nada. Perdona.

– Nos vemos en el trabajo.

Bien.

– Que descanses. Mañana resolveremos la clave.

Si tú lo dices.

– Claro que sí. Buenas noches, Grant.

Buenas noches, Siob.

Colgó sin molestarse siquiera en decirle que detestaba que la llamasen «Siob», como las niñas del colegio. A uno de sus novios de la universidad también le gustaba llamarla así. Sí, sabía que era difícil pronunciar su nombre entero, incluso para los profesores de su colegio en Inglaterra.

«Buenas noches, Siob.»

«Imbécil de mierda.»

Oyó cómo arrancaba el coche y vio el haz de los faros bañar el techo y la pared del fondo. Siguió sentada a oscuras, acabando la ginebra sin saborearla. Cuando sonó de nuevo el teléfono lanzó una maldición.

– Oye -vociferó-, ya está bien, ¿no?

Bueno…, si es así -dijo la voz de Watson.

– Diablos, señor, lo siento.

¿Esperaba otra llamada?

– No…, es que…, ya se lo explicaré.

De acuerdo. Mire, he hecho algunas llamadas porque hay gente que conoce la Obra mejor que yo y pensé que podrían orientarme.

A juzgar por el tono comprendió que no había averiguado nada.

– ¿No ha habido suerte?

No, no es eso. Espero la llamada de un par de personas; yo he insistido pero no estaban en casa y les dejé un mensaje. La esperanza es lo último que se pierde, dicen.

– Sí, supongo que sí -replicó ella con sonrisa desmayada.

Así que le llamaré mañana. ¿Cuál es el plazo límite?

– A mediodía.

Pues al levantarme haré unas llamadas de seguimiento.

– Gracias, señor.

Me agrada poder ser útil de nuevo. -Hizo una pausa-. ¿Está deprimida, Siobhan?

– Lo superaré.

Estoy seguro. Hasta mañana.

– Buenas noches, señor.

Colgó. Había acabado la ginebra. «Todo eso es influencia de John Rebus, ¿verdad?», le había dicho Grant durante la discusión. Y ahora allí estaba: con un vaso vacío en la mano, sentada a oscuras y mirando por la ventana.

– Yo no soy como él -dijo en voz alta.

Cogió el teléfono y marcó el número de Rebus, pero respondió el contestador. Sabía que podía llamarle al móvil, pero a lo mejor estaba bebiendo; lo más seguro es que estuviera emborrachándose. Podía reunirse con él y recorrer los bares que abren tarde, guarecidos de la oscuridad de la noche en aquellos tugurios lóbregos.

Pero él querría hablar de Grant Hood y del abrazo en que creería haberlos sorprendido. Y si hablaban de otra cosa, el hecho, de todos modos, planearía sobre la conversación.

Lo pensó un minuto y finalmente marcó el número del móvil; pero estaba desconectado. Otro servicio de contestador, otro mensaje abortado. La última oportunidad era el busca, pero ya había perdido impulso. Se haría un té… y se lo llevaría a la cama. Enchufó la tetera y buscó las bolsitas, pero la caja estaba vacía. No tenía más que unas bolsitas de manzanilla; se preguntó si estaría abierta la gasolinera de Canonmills, o la tienda de patatas fritas de Broughton Street. ¡Sí, eso solucionaba su problema! Se puso los zapatos y el abrigo, comprobó que llevaba las llaves y el dinero, y salió, asegurándose de que cerraba bien la puerta; bajó la escalera y salió a la calle en busca del único apoyo posible: chocolatinas.

Capítulo 9

Apenas pasadas las siete y media la despertó el teléfono. Saltó de la cama, fue sin hacer ruido al cuarto de estar y cogió el auricular, llevándose la otra mano a la frente.

– Diga.

Buenos días, Siobhan. ¿No la habré despertado?

– No, estaba haciendo el desayuno.

Parpadeó varias veces y bostezó tratando de abrir los ojos. Watson hablaba como si llevase varias horas despierto.

Bueno, no quiero entretenerla, pero acabo de recibir una llamada muy interesante.

– ¿De uno de sus contactos?

Otro madrugador. Da la casualidad de que escribe un libro sobre los templarios relacionado con los masones, y tal vez por eso lo vio enseguida.

Siobhan estaba en la cocina y comprobó si había agua en la tetera antes de enchufarla. En el tarro quedaba café en polvo para dos o tres tazas; tendría que ir al supermercado. En la encimera había trocitos de chocolate; presionó el dedo sobre ellos y se los llevó a la boca.

– ¿Qué es lo que vio?

Watson se echó a reír.

No está despierta del todo, ¿verdad?

– Es que estoy algo mareada.

¿Se acostó muy tarde?

– Tal vez comí más chocolatinas de lo debido. ¿Qué es lo que ha visto, señor?

Que la clave encierra una referencia a la iglesia de Rosslyn. ¿Sabe dónde está?

– Hace poco estuve allí -contestó pensando en aquel otro caso en que había colaborado con Rebus.

Pues quizá reparara en ello. Por lo visto hay una vidriera decorada con tallas de planta de maíz…

– No lo recuerdo. -Siobhan ya estaba despierta.

– … pero la iglesia ya estaba construida antes de que el maíz se conociera en Gran Bretaña.

A corny beginning, es decir, «Aparece el maíz» -recitó ella.

Exacto.

– ¿Y lo de «el sueño del masón»?

Es algo que habrá advertido en la nave de la iglesia, donde hay dos columnas muy elaboradas. Una de ellas se llama la del masón, y la otra, la del aprendiz. Según la leyenda, el maestro cantero decidió partir al extranjero para estudiar el diseño de la columna que proyectaba construir, pero mientras estaba fuera uno de los aprendices soñó la forma que debía tener, se puso manos a la obra y alzó esa columna que lleva su nombre. Cuando el maestro regresó, lleno de envidia, persiguió al aprendiz y lo mató de un mazazo.

– Así que, ¿el sueño del masón acabó con la columna?

Exacto.

Siobhan reflexionó al respecto.

– Todo encaja -dijo-. Muchas gracias, señor.

¿Misión cumplida?

– Bueno, no del todo. Tengo que dejarle.

Llámeme en otro momento, Siobhan. Me gustaría saber el final de este caso.

– Desde luego. Gracias de nuevo.

Se pasó las manos por el pelo. A corny beginning where the masón's dream ended. «El maíz aparece donde acaba el sueño del masón.» La iglesia de Rosslyn estaba en el pueblo de Roslin, a unos diez kilómetros de Edimburgo. Volvió a coger el teléfono para llamar a Grant, pero no lo hizo, sino que fue al portátil y envió un mensaje a Programador.

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