– Vamos -dijo Siobhan a Gandalf-. ¿Cómo se llama la tienda?
– La Tienda del Nómada.
Siobhan la conocía. Era más bien un almacén de venta de alfombras y objetos de artesanía estupendos; allí había comprado ella en un arrebato un kilim porque la alfombra que le gustaba estaba fuera de sus posibilidades. Tenían artículos de India y de Irán. Al entrar, Gandalf saludó con la mano al dueño, quien le devolvió el saludo y continuó examinando unos papeles.
– Buenas vibraciones -dijo Gandalf con una sonrisa, y Siobhan no pudo por menos de sonreír también.
– Aunque no estoy segura de que ayude a mi saldo en números rojos -repuso.
– Se trata de simple dinero -añadió Gandalf como quien enuncia una máxima filosófica.
Siobhan se encogió de hombros y fue al grano.
– Bien, ¿qué tiene que decirme sobre Programador?
– No mucho, salvo que puede tener otros nombres.
– ¿Como por ejemplo?
– Questor, Quizling, Myster, Spellbinder, OmniSent… ¿Quiere que siga?
– ¿Y eso qué significa?
– Son nombres de personas que plantean adivinanzas por Internet.
– ¿En juegos que están actualmente en curso?
Gandalf estiró el brazo y tocó una alfombra que colgaba de la pared.
– Podría uno pasarse años seguidos estudiando este dibujo sin acabar de entenderlo -dijo.
Siobhan repitió la pregunta.
– No, son juegos antiguos. Algunos implican adivinanzas lógicas; otros, la numerología; y hay otros en los que se asume un papel, como el de caballero o aprendiz de brujo -contestó mirándola-. Se trata de un mundo virtual y Programador tiene virtualmente a su disposición cualquier nombre.
– ¿Y no hay modo de localizarlo?
Gandalf se encogió de hombros.
– Tal vez si se pone en contacto con la CIA o el FBI…
– Lo tendré en cuenta.
Gandalf se rebulló nervioso.
– También averigüé otra cosa -dijo casi con un estremecimiento y moviéndose ligeramente.
– ¿Qué?
Sacó una hoja de papel del bolsillo de atrás del pantalón y se la dio a Siobhan, que la desdobló. Era un recorte de prensa de hacía tres años relativo a un estudiante que había desaparecido de su casa, en Alemania. En un monte del norte de Escocia apareció un cadáver que llevaba allí varias semanas o meses, mutilado por los animales. Había sido una identificación difícil, pues no quedaban más que la piel y los huesos, y sólo concluyó cuando los padres del estudiante alemán ampliaron la búsqueda y fueron ellos quienes aseguraron que era su hijo Jürgen. Una sola bala había atravesado la cabeza del joven y a siete metros del cadáver se halló un revólver. La policía lo consideró suicidio, argumentando que el arma podía haber sido desplazada por una oveja o cualquier otro animal. Siobhan pensó que era plausible. Los padres, no obstante, no quedaron convencidos de que no hubieran asesinado a su hijo, pues el revólver no era suyo; nunca se descubrió de dónde procedía y la principal incógnita era cómo había ido a parar a las montañas de Escocia. Siobhan frunció el entrecejo y releyó el último párrafo:
«A Jürgen le gustaban los juegos de rol y pasaba horas seguidas navegando por Internet. Sus padres creen que es posible que participase en algún juego con trágicas consecuencias».
– ¿Esto es todo? -preguntó alzando el recorte.
Gandalf asintió con la cabeza.
– ¿De dónde lo sacó?
– Me lo dejó un conocido y tengo que devolvérselo -dijo estirando el brazo.
– ¿Por qué?
– Porque está escribiendo un libro sobre los peligros del correo electrónico. Por cierto, que quiere hacerle a usted una entrevista un día de éstos.
– Tal vez más adelante -dijo Siobhan doblando el recorte sin intención de devolvérselo-. Gandalf, necesito esto. Cuando termine se lo devolveré a su amigo.
Gandalf puso cara de decepción, como si Siobhan no hubiese cumplido su palabra en un trato.
– Le prometo que se lo devolveré cuando concluya la investigación.
– ¿No puede hacer una fotocopia?
Siobhan lanzó un suspiro. Esperaba poder darse el ansiado baño al cabo de una hora, tal vez con una ginebra con tónica en vez del vino.
– De acuerdo -contestó-. Vamos a la comisaría y…
– Aquí tiene fotocopiadora -dijo él señalando hacia el rincón donde estaba el dueño.
– De acuerdo, como quiera.
A Gandalf se le iluminó el rostro como si le hubieran dado la mayor de las alegrías.
El hombre se quedó en la tienda y ella volvió a la comisaría, donde encontró a Grant Hood, que acababa de hacer una pelota con otra hoja y la lanzaba a la papelera.
– ¿Algo nuevo? -preguntó ella.
– He estado dándoles vueltas a diversos anagramas.
– ¿Y qué?
– Nada. ¿Y si le decimos a Programador que estamos atascados?
– Casi se nos ha agotado el plazo -dijo Siobhan mirando otra hoja por encima de su hombro y viendo que había combinado diversos anagramas con las letras de «el sueño del masón».
– ¿Lo dejamos? -preguntó Hood.
– No sé…
Hood notó algo en su tono de voz.
– ¿Tienes algún dato?
– Gandalf me ha dado esto -respondió ella tendiéndole el artículo. Observó que lo leía moviendo despacio los labios y pensó si sería una costumbre.
– Interesante. ¿Indagamos?
– Yo creo que debemos hacerlo, ¿tú no?
Hood negó con la cabeza.
– Lo pasamos al expediente de la investigación del caso. Nosotros tenemos centrado el trabajo en esa maldita clave.
– ¿Pasarlo…? -exclamó ella pasmada-. Esto es nuestro, Grant. ¿Y si resulta crucial?
– Dios, Siobhan, recapacita. Es una investigación en la que intervienen muchas personas. No es algo «nuestro», no seas egoísta.
– No quiero que nadie se aproveche de nuestro esfuerzo.
– ¿Aunque ello signifique encontrar con vida a Flip Balfour?
– No seas idiota -dijo ella tras una pausa y torciendo el gesto.
– Todo eso es influencia de John Rebus, ¿verdad?
– ¿Cómo dices? -replicó ella encendida.
– Eso de querer quedártelo tú, como si la investigación fuese algo personal e intransferible.
– Gilipolleces.
– Sabes que sí. Lo leo en tu cara.
– No puedo creerme lo que estoy oyendo.
El se levantó y arrimó su cara a la de ella. Estaban solos en el departamento.
– Sabes perfectamente que es verdad -repitió Hood despacio.
– Oye, yo lo único que pretendía…
– … es que no quieres compartirlo y, si ése no es el estilo de Rebus, ya me dirás.
– ¿Sabes lo que te pasa a ti?
– Me da la impresión de que estoy a punto de saberlo.
– Que eres un cobarde y siempre actúas según las normas.
– Siobhan, eres una policía; no un detective privado.
– Y tú eres un cobarde con anteojeras que sólo mira al frente.
– ¡Los cobardes no llevan anteojeras! -replicó él entre dientes.
– ¡Tú sí las llevas! -vociferó ella.
– Vale -dijo él, algo más calmado-. Vale. Yo siempre cumplo las normas, ¿no es eso?
– Mira, yo sólo quería…
Hood la cogió por los brazos y la atrajo hacia sí para besarla. Siobhan se puso tensa y apartó la cara, pero como él no la soltaba optó por recostarse en la mesa.
– Me encanta ver tan buena compenetración en el trabajo -retumbó una voz desde la puerta.
Hood la soltó y Rebus entró en el cuarto.
– Por mí no os reprimáis -añadió-. Aunque yo no incurra en esos innovadores métodos policiales, no quiere decir que los censure.
– Estábamos… -empezó Hood.
Siobhan había rodeado la mesa y se dejó caer temblorosa en su sillón. Rebus se acercó.
– ¿Puedo cogerlo? -dijo señalando el sillón de Watson. Hood asintió con la cabeza y Rebus se lo llevó rodando hasta su mesa; advirtió que en la de Ellen Wylie estaban los informes de las autopsias atados de nuevo con cuerda y pensó que era para devolverlos-. ¿Os dio Watson alguna solución? -preguntó.
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