Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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– ¿No lo son todos? -replicó Pryde cerrándose la cremallera del mono y yendo hacia el cadáver.

– Estrangulada -informó Gill Templer.

– De momento -precisó Gates-. Buenos días, John.

Rebus lo saludó con una inclinación de cabeza.

– ¿No ha venido el doctor Curt? -preguntó.

– Ha telefoneado diciendo que está enfermo. Últimamente ha estado enfermo muy a menudo -dijo Gates sin dejar de examinar el cadáver, que yacía en una postura antinatural con las piernas abiertas y los brazos separados del tronco.

Rebus pensó que las matas de tojo lo habrían ocultado bien y que, además, lo tapaba la hierba alta, de tal manera que sólo se veía a menos de dos metros; la ropa también contribuía al camuflaje porque vestía pantalones militares verde claro, camiseta caqui y jersey gris. Justamente la indumentaria del día de su desaparición.

– ¿Han avisado a los padres? -preguntó.

Gill asintió con la cabeza.

– Saben que hemos encontrado un cadáver.

Rebus dio una vuelta para examinar mejor a la muerta. Tenía la cara vuelta de lado, con hojas en el pelo y la estela brillante de una babosa. La piel era de color rosáceo morado. Gates debía de haber movido ligeramente el cadáver. Rebus observaba piel amoratada en las partes del cuerpo en contacto con la tierra, donde se había acumulado la sangre. Había visto muchos cadáveres durante años y todos le daban pena y lo deprimían. El movimiento era la clave de todo ser vivo y su ausencia, difícil de aceptar. Había visto en el depósito parientes condolidos rozando con la mano el cadáver, zarandeándolo como tratando de devolverle la vida. Philippa Balfour no recobraría la vida.

– Tiene los dedos roídos -dijo Gates, más para la grabadora que para los presentes-, probablemente por obra de animales.

Comadrejas o zorros, pensó Rebus. Eran datos sobre la naturaleza de los que no se habla en los documentales de televisión.

– Lo que nos plantea un buen problema -añadió Gates.

Rebus sabía a qué se refería: si Philippa se había defendido, en la punta de los dedos, bajo las uñas, habrían podido encontrar restos interesantes de piel o sangre.

– Es una lástima -dijo Pryde de pronto, y a Rebus le dio la impresión de que no se refería a la muerte de Philippa en sí, sino al esfuerzo que habían hecho desde el día de su desaparición vigilando aeropuertos, transbordadores, trenes…, trabajando con la suposición de que quizá, tal vez, seguía viva, cuando desde el primer día estaba allí muerta, sin que ellos tuvieran ninguna pista, ninguna clave.

– Menos mal que ha aparecido pronto -terció Gates, tal vez para contentar a Pryde.

No dejaba de tener razón, porque habían encontrado el cadáver de otra mujer hacía unos meses en otro lugar del parque muy cerca de un sendero concurrido, donde había pasado desapercibido más de un mes. El asesino era un «allegado», eufemismo empleado para referirse a los seres queridos de las víctimas.

Rebus vio que abajo llegaba un furgón gris del depósito de cadáveres. Meterían el cuerpo en una bolsa de plástico para trasladarlo al Western General, donde Gates haría la autopsia.

– Tiene señales en los talones de haber sido arrastrada – decía Gates a la grabadora-, pero no muy acentuadas. La lividez cadavérica concuerda con la posición de la muerta, por lo que aún vivía, o acababa de morir, al ser arrastrada hasta el lugar.

Gill Templer miró a su alrededor.

– ¿Hasta dónde cree que hay que rastrear?

– Cincuenta o cien metros como máximo -respondió Gates.

Ella miró hacia Rebus, quien advirtió que le preocupaba lo difícil, por no decir lo imposible, que iba a resultar determinar desde dónde la habían arrastrado; a no ser que se le hubiera caído alguna cosa.

– ¿No lleva nada en los bolsillos? -preguntó.

Gates negó con la cabeza.

– Sólo sortijas y un reloj caro.

– Un Cartier -puntualizó Gill Templer.

– Al menos podemos descartar completamente el móvil de robo -musitó Rebus, provocando una sonrisa en el patólogo.

– No hay indicios de alteración en las ropas -reveló Gates-, así que probablemente también cabe descartar un móvil sexual.

– Cada vez mejor -ironizó Rebus mirando a Gill-. El caso es pan comido.

– Mira cómo me río -replicó Gill Templer muy seria.

* * *

En Saint Leonard, todos comentaban la noticia, pero Siobhan no sentía más que una especie de atontamiento. Seguir el juego de Programador, como quizás había hecho Philippa, le hacía sentir una afinidad con la estudiante desaparecida, que, lamentablemente, ya no lo era.

– Era de suponer, ¿no? -dijo Grant Hood-. Encontrar el cadáver era cuestión de tiempo.

Tiró en la mesa el bloc de notas con tres o cuatro páginas llenas de anagramas, se sentó y pasó a una página en blanco bolígrafo en mano. En el departamento estaban también George Silvers y Ellen Wylie.

– Este fin de semana estuve con mis hijos en ese parque -dijo Silvers.

Siobhan preguntó quién había encontrado el cadáver.

– Creo que una mujer de mediana edad que daba su paseo habitual -respondió Wylie.

– Tardará un tiempo en volver a pasar por ese lugar -opinó Silvers.

– ¿Y el cadáver ha estado allí todos estos días? -preguntó Siobhan, que observaba cómo Hood combinaba letras.

Quizá tuviera razón en seguir trabajando, pero ella no podía vencer cierto reparo. ¿Cómo podía él distanciarse de ese modo de la noticia? Hasta el cínico George Silvers parecía afectado por neurosis bélica.

– Este mismo fin de semana estuvimos en Arthur's Seat -repetía.

Fue Wylie quien decidió contestar a la pregunta de Siobhan.

– La jefa así lo cree -dijo pasando la mano por su mesa como si la limpiara de polvo.

«Está dolida porque se acuerda de la conferencia de prensa y se reconcome», pensó Siobhan.

Sonó un teléfono y Silvers fue a cogerlo.

– No está -dijo-. Un momento, que mire a ver -añadió tapando el auricular con la mano-. Ellen, ¿tienes idea de cuándo vuelve Rebus?

Ella negó despacio con la cabeza. De pronto, Siobhan comprendió que Rebus estaba en Arthur's Seat, mientras que Wylie, que trabajaba en equipo con él, no se había desplazado allí, y se imaginó que Gill Templer habría llamado a Rebus y él habría salido disparado sin pensar en Wylie. Ahora lo veía como un desaire calculado por parte de la jefa, porque tenía que suponer cómo se sentiría Wylie.

– Lo siento, no tengo ni idea -dijo Silvers al teléfono-. Un momento -añadió tendiendo el auricular a Siobhan-. La señora quiere hablar contigo.

Siobhan cruzó hasta la mesa del teléfono vocalizando «¿quién es?», pero Silvers se encogió de hombros.

– Agente Clarke al habla. Diga.

Siobhan, soy Jean Burchill.

– Hola, Jean, ¿qué desea?

¿La han identificado ya?

– Prácticamente. ¿Cómo se ha enterado?

Me lo dijo John antes de salir corriendo.

Siobhan se quedó boquiabierta. John Rebus con Jean Burchill; vaya, vaya.

– ¿Quiere que le diga que ha llamado?

He probado el número de su móvil…

– Lo habrá desconectado. En el locus no apetecen las interrupciones.

¿Dónde?

– En el escenario del crimen.

Es en Arthur's Seat, ¿verdad? Ayer por la mañana estuvimos allí.

Siobhan miró a Silvers. Por lo visto, todo el mundo había ido a Arthur's Seat últimamente. Fijó la vista en Grant Hood y vio que miraba atentamente el bloc como hipnotizado.

¿Sabe en qué sitio de Arthur's Seat? -preguntó Burchill.

– En el camino del lago Dunsapie; un poco más arriba, hacia el este.

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