En la comisaría vio que Ellen Wylie también parecía a punto de entonar un blues.
– ¿Qué te parece un viajecito? -dijo Rebus.
– ¿Adónde? -preguntó ella mirándolo.
– Profesor Devlin, usted también está invitado.
– Qué intrigante -dijo el hombre. Aquel día no llevaba chaqueta de punto, sino un jersey con cuello de pico dado de sí en las axilas y encogido por detrás-. ¿Un viaje sorpresa?
– No exactamente -contestó Rebus-. Vamos a una funeraria.
– No hablará en serio -dijo Wylie mirándolo.
Rebus asintió con la cabeza señalando los ataúdes que tenía en fila en la mesa.
– Para saber la opinión de un especialista, hay que acudir a un especialista.
– Evidentemente -añadió Devlin.
* * *
La funeraria no estaba lejos de Saint Leonard. Rebus no había vuelto a visitar ninguna desde el fallecimiento de su padre, ocasión en la que entró en la sala mortuoria para tocar la frente del viejo como él mismo le había enseñado al morir su madre: «Johnny, si los tocas nunca tendrás miedo a los muertos». En algún lugar de la ciudad, Conor Leary descansaba en otro féretro. Todo el mundo compartía los impuestos y la muerte, aunque él conocía delincuentes que en su vida habían pagado un penique de impuestos, si bien, de todos modos, también a ellos les aguardaba el ataúd un día.
Jean Burchill, que había llegado antes que ellos, se levantó de la silla de la recepción contenta de tener compañía. Era un ambiente tétrico a pesar de los ramos de flores frescas; Rebus se preguntó si harían descuento en las coronas. Las paredes de la sala estaban forradas de madera y se notaba un leve olor a cera de muebles; los picaportes de latón de las puertas brillaban y el suelo era de mármol a cuadros blancos y negros, como un tablero de ajedrez. Rebus hizo las presentaciones. Al estrechar la mano de Jean Burchill, Devlin preguntó:
– ¿Y qué conserva usted concretamente?
– Objetos del siglo diecinueve relacionados con creencias y asuntos sociales…
– La señorita Burchill nos está ayudando en el caso aportando la perspectiva histórica -terció Rebus.
– No estoy muy seguro de entenderlo -dijo Devlin como perdido.
– Yo fui la encargada de organizar la exposición de ataúdes de Arthur's Seat.
Devlin enarcó las cejas.
– ¡Ah, qué interesante! ¿Existe alguna relación con la avalancha actual?
– No creo que se pueda denominar «avalancha» a la aparición de cinco ataúdes en treinta años -respondió Ellen Wylie.
Devlin quedó un tanto desconcertado, quizá porque nadie objetaba nunca su modo de hablar. Miró a Wylie y se volvió hacia Rebus.
– ¿Es que existe una conexión histórica?
– No lo sabemos. Es lo que intentamos averiguar.
Se abrió la puerta del fondo dando paso a un hombre de unos cincuenta años con traje oscuro, camisa blanca impecable y corbata gris brillante. Llevaba el cabello corto y canoso y su rostro era alargado y pálido.
– ¿Señor Hodges? -preguntó Rebus. El interpelado asintió con la cabeza casi haciendo una reverencia y Rebus estrechó su mano-. Hablé con usted por teléfono. Soy el inspector Rebus.
A continuación hizo el resto de presentaciones.
– Esta es una de las peticiones más curiosas que he recibido en mi vida, inspector -dijo casi en un susurro-. En cualquier caso, el señor Patullo los espera en su despacho. ¿Les apetece tomar un té?
Rebus aceptó complacido y Hodges los invitó a pasar.
– Como le expliqué por teléfono, inspector, en la actualidad la fabricación de féretros se basa prácticamente en lo que podríamos denominar producción en cadena. El señor Patullo es uno de esos artesanos excepcionales que aún los realiza por encargo. Nosotros utilizamos sus servicios hace muchos años, todos los que yo llevo en la empresa, desde luego.
El pasillo por donde Hodges los conducía estaba también forrado de madera, aunque sin luz natural, y terminaba ante una puerta. El hombre la abrió y los hizo pasar a un despacho espacioso, en el que todo estaba recogido y no había nada a la vista. Rebus se esperaba, si acaso, muestrarios de tarjetas de condolencia o catálogos de ataúdes, pero el único indicio de que formaba parte de una funeraria era la ausencia de detalle alguno. Era de lo más discreto. Quizá para que los clientes que entrasen allí olvidasen el objeto de la visita, porque, indudablemente, dedujo, no convendría en absoluto a los intereses de la funeraria que rompieran a llorar cada dos minutos.
– Los dejo con él -dijo Hodges cerrando la puerta.
Había sillas para todos, pero Patullo estaba de pie junto a una ventana de cristal esmerilado. Llevaba una gorra de tweed que sujetaba por el borde con unas manos de dedos nudosos y piel apergaminada. Rebus calculó que tendría más de setenta años. Conservaba un abundante cabello blanco y unos ojos límpidos aunque recelosos. Se mantenía erguido, si bien algo encorvado, y su mano tembló al estrechársela Rebus.
– Señor Patullo -dijo-, le agradezco enormemente su presencia.
El anciano se encogió de hombros y Rebus pasó a presentarles a todos antes de tomar asiento. Llevaba los ataúdes en una bolsa de supermercado, y los fue sacando y colocando sobre la impoluta superficie del escritorio del señor Hodges. Eran cuatro: el de Perth, el de Nairn, el de Glasgow y el más reciente de Los Saltos.
– Le agradecería que los examinara y nos dijera lo que observa en ellos -pidió Rebus.
– Observo que son ataúdes en miniatura -contestó Patullo con voz seca.
– Me refiero a su opinión como artesano.
Patullo se sacó unas gafas del bolsillo y se situó delante de los ataúdes.
– Cójalos si quiere -dijo Rebus, y el hombre lo hizo para examinar las tapas y las muñecas, estudiando los clavos.
– Son tachuelas de alfombra y clavos pequeños de carpintero -explicó-. Los machihembrados son muy toscos pero, claro, en un trabajo a esta escala…
– ¿Qué?
– Pues que no es de esperar que haya colas de milano perfectas. -Volvió a examinarlos-. ¿Quieren saber si los hizo un especialista en ataúdes? -Rebus asintió con la cabeza-. No creo. Se advierte cierta habilidad, pero falla algo. Las proporciones no son adecuadas. Son muy romboidales -añadió dándoles la vuelta para examinarlos por debajo-. ¿Ven ustedes aquí, donde marcó el contorno con lápiz?
– Rebus asintió con la cabeza.
– Los marcó y los cortó con una sierra, pero sin pasar la máquina de aplanar, sólo los lijó. ¿Desea saber si son obra de la misma persona? -añadió, mirando por encima de las gafas a Rebus, quien volvió a asentir-. Éste es algo más basto -dijo el hombre alzando el ataúd de Glasgow- y la madera es distinta, porque es de balsa y en los otros es de pino, pero los machihembrados son iguales y las medidas también.
– Entonces, ¿cree que son obra de la misma persona?
– No me jugaría la cabeza -replicó Patullo cogiendo otro de los ataúdes-. Mire, en éste las proporciones son distintas y la ensambladura es algo más tosca. O está hecho más de prisa o yo diría que es obra de otra persona.
Rebus miró el ataúd y vio que era el de Los Saltos.
– Entonces, ¿serían obra de dos personas? -preguntó Wylie y, como el anciano asintió, expulsó aire y puso los ojos en blanco. Dos culpables representaban el doble de trabajo y la mitad de posibilidades de llegar a una solución.
– ¿Serían imitación de un modelo? -aventuró Rebus.
– No podría asegurarlo -respondió el hombre.
– Con lo cual… -añadió Jean Burchill sacando de su bolsa de bandolera una caja de la que extrajo envuelto en papel de seda uno de los ataúdes de Arthur's Seat.
Rebus le había pedido que lo llevase y ella lo miró para darle a entender lo que le había dicho en el café, que estaba arriesgando su empleo, porque si descubrían que sacaba objetos del museo o si ocurría algún percance tendría que dimitir. Rebus hizo un gesto afirmativo, y ella se levantó y puso el ataúd en la mesa.
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