Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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No era como ella. No tenían nada en común; pero allí lo tenía, compartiendo con él su tiempo libre, dejándole que convirtiese el tiempo de ocio en jornada de trabajo.

Siobhan cogió otra guía de las carreteras de Escocia. En la primera página, la cuadrícula B4 era la isla de Man. Aquello le fastidió, porque la isla de Man no pertenecía a Escocia. En la siguiente página, la B 4 correspondía a Yorkshire Dales.

– ¡Mierda! -exclamó.

– ¿Qué sucede?

– Esto es un mapa anexionista -dijo pasando a la siguiente página, en donde B4 correspondía a Mull of Kintyre, pero en la siguiente llamó su atención un «cerro Loch». Miró con mayor atención y vio que estaba cerca de Moffat y que la M 74 pasaba cerca. Ella conocía Moffat, un lugar pintoresco con un buen hotel en donde había parado en una ocasión a almorzar. En la parte superior de la cuadrícula, Siobhan vio un triangulito que señalaba un pico: cerro del Cervato. Tenía 808 metros de altura. Miró a Hood-. Un cervato es una clase de ciervo, ¿no?

Él se puso en pie y se le acercó.

– Claro; uno pequeño, macho.

– Pero ¿no se llaman cervatillos?

– Los cervatos son los que tienen más de seis meses, creo -respondió él mirando fijamente el mapa y tocando con el hombro el brazo de ella, quien a duras penas contuvo un estremecimiento-. Dios -exclamó Hood-, está en el quinto pino.

– Tal vez sea pura coincidencia -opinó Siobhan.

Hood asintió con la cabeza, pero ella notó que estaba convencido.

– Cuadrícula B4 -dijo-. Un cerro es otro nombre para un law. Un cervato, o hart, es una especie de ciervo, o deer… -La miró y negó con la cabeza-. No es una coincidencia.

Siobhan enchufó la tele y pulsó el botón de teletexto.

– ¿Qué haces? -preguntó Hood.

– Comprobar las previsiones meteorológicas para mañana. No voy a escalar el cerro del Cervato en medio de un temporal.

* * *

Rebus pasó por Saint Leonard a recoger las notas de los cuatro casos: Glasgow, Dunfermline, Perth y Nairn.

– ¿Se encuentra bien, señor? -preguntó un agente de uniforme.

– ¿Por qué no iba a estarlo?

Había tomado algunas copas, de acuerdo; pero no estaba incapacitado y tenía fuera un taxi esperando. Cinco minutos más tarde subía la escalera de su casa y otros cinco después estaba con un cigarrillo y un té abriendo el primer expediente. Se sentó en el sillón junto a la ventana, su pequeño oasis en medio del caos. Oyó una sirena a lo lejos por Melville Drive que le pareció de ambulancia. Tenía fotos de prensa de las cuatro víctimas, retratos sonrientes en blanco y negro. Le vino a la mente el verso del poema y pensó que las cuatro compartían la misma característica: habían muerto porque estaban disponibles.

Comenzó a pinchar las fotos con chinchetas en un gran tablero de corcho en el que tenía también una postal adquirida en la tienda del museo de un primer plano de tres de los ataúdes de Arthur's Seat sobre fondo negro. Dio la vuelta a la postal y leyó: «Figuras talladas, con vestimenta de tela, en ataúdes miniatura de pino, pertenecientes a un grupo hallado en un nicho rocoso en la vertiente nordeste de Arthur's Seat en junio de 1836». Pensó que si había intervenido la policía de la época seguramente existiría un expediente. Pero ¿cuán organizado estaría el cuerpo en aquella época? No se parecería en lo más remoto al moderno departamento de Investigación Criminal. A saber si en aquel entonces no recurrían al examen del globo ocular de las víctimas para obtener una imagen del asesino; un método nada alejado de la tesis de brujería, que fue una de las hipótesis del caso de las muñecas. ¿Habría habido brujas en Arthur's Seat? Sospechaba que en la época actual ya debían de tener hasta subvención oficial.

Se levantó y puso música: The Night Tripper de Dr John. Volvió a la mesa y encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior. El humo le entró en los ojos y los cerró. Cuando los abrió tardó un instante en ajustar la visión. Era como si una muselina cubriera las fotos de las cuatro mujeres. Parpadeó un par de veces y sacudió la cabeza para despejar el cansancio.

Cuando se despertó dos horas más tarde, continuaba sentado a la mesa con la cabeza apoyada en los brazos. Allí seguían las fotos: unos rostros inquietantes habían invadido sus sueños.

– Ojalá pudiera ayudaros -dijo.

Se levantó, fue a la cocina y volvió con un té que se llevó hasta el sillón junto a la ventana. Tenía una noche por delante pero, extrañamente, no se alegraba.

Capítulo 8

Rebus y Jean Burchill paseaban por Arthur's Seat. Era una mañana espléndida, pero soplaba un viento frío. Decían de Arthur's Seat que era como un león preparándose para saltar, pero a Rebus más bien le parecía un elefante o un mamut con un cabezón protuberante y una depresión en el cuello que se prolongaba formando el lomo.

– En sus tiempos fue un volcán -explicó Jean-, igual que el peñasco del castillo. Después hubo granjas, canteras e iglesias.

– La gente venía aquí en peregrinación, ¿no es cierto? -dijo Rebus deseoso de mostrar sus conocimientos.

Ella asintió con la cabeza.

– Y aquí desterraban a quienes tenían deudas hasta que las pagaban. Hay mucha gente que cree que el nombre procede del rey Arturo.

– ¿Y no es así?

Ella dijo que no.

– Lo más probable es que sea gaélico: Ardna-Said, o Alto de los Pesares.

– Un nombre muy alegre.

Ella sonrió.

– El parque está lleno de nombres por el estilo: peña del Púlpito, rincón del Polvorín -dijo mirándolo-. Por no citar acre del Crimen y risco del Ahorcado.

– ¿Eso dónde está?

– Cerca del estanque de Duddingston y del ferrocarril de los Inocentes.

– Al que llamaban así porque utilizaban caballos a falta de tren, ¿no es cierto?

– Puede ser -respondió ella sonriendo-, pero hay otras teorías. Las Costillas de Sansón -añadió señalando hacia el estanque-. Ahí hubo un fuerte romano. ¿No sabía tal vez que habían llegado tan al norte? -añadió dirigiéndole una mirada picara.

Rebus se encogió de hombros.

– La historia nunca ha sido mi fuerte. ¿Hay constancia de dónde encontraron los féretros?

– La documentación de la época es algo ambigua. «En la vertiente nordeste de Arthur's Seat», dice el Scotsman, en una pequeña abertura de un afloramiento apartado -dijo ella encogiéndose de hombros-. Yo me he recorrido todo el monte y no he dado con el lugar. Otro detalle que mencionaba el periódico es que los féretros estaban dispuestos en dos gradas, ocho en cada una, y que había una tercera grada recién empezada.

– ¿Como si alguien pensara añadir más?

Ella se envolvió en la chaqueta, pero a Rebus le pareció que no era sólo el viento lo que la hacía temblar. Pensó en el ferrocarril de los Inocentes, que en la actualidad era una senda y camino de bicicletas en la que hacía un mes se había cometido un atraco, pero consideró que no era el momento más apropiado para hablar de ello. También podía hablarle de los suicidios y las jeringuillas a un lado del camino, pero vivían en mundos muy diferentes.

– Me temo que lo único que yo puedo aportar es historia -dijo ella de pronto-. He indagado en todos los departamentos pero no recuerdan a nadie que mostrara interés por los ataúdes, con excepción de algún estudiante o turista. Esos ataúdes formaron parte de una colección privada y después pasaron a la Sociedad de Anticuarios, que los donó al museo. -Se encogió de hombros-. No le he sido de mucha ayuda, ¿verdad?

– Jean, en un caso como éste todo es útil; cualquier dato, aunque no aporte nada, sirve para descartar otros.

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