Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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– Si no tuviera la impresión de que él también se divierte.

– ¿Manipulándote?

Siobhan asintió con la cabeza.

– Lo mismo que hizo con Philippa Balfour.

– Sigues pensando que es un hombre -dijo Rebus.

– Por pura comodidad -añadió ella. Se oyó sonar un móvil-. Es el mío -aclaró al ver que Rebus echaba mano al bolsillo. Ella lo llevaba conectado al pequeño cargador junto al casete; pulsó un botón y se oyó la comunicación a través de un altavoz incorporado.

– ¡Un manoslibres! -exclamó Rebus admirado.

– Diga.

¿La agente Clarke?

Siobhan reconoció la voz.

– ¿Señor Costello? ¿Qué desea?

Es que he estado pensando en lo que dijo sobre juegos y cosas similares…

– ¿Y?

Pues que conozco a alguien que es aficionado a esas cosas. Mejor dicho, lo conoce Flip…

– ¿Cómo se llama?

Siobhan miró a Rebus, que ya tenía el bloc y el bolígrafo preparados.

David Costello dijo el nombre, pero no se le oyó bien.

– Perdón -dijo Siobhan-, ¿podrías repetirlo? Esta vez lo oyeron los dos perfectamente: «Ranald Marr». Siobhan frunció el entrecejo y Rebus asintió con la cabeza. Sabía muy bien quién era Ranald Marr: el socio de John Balfour, el director del banco en Edimburgo.

* * *

La comisaría estaba tranquila. Los policías habían terminado su turno o estaban en Gayfield Square, aparte de los que andarían completando la indagación puerta por puerta, pero habían reducido los equipos porque casi no quedaba nadie por interrogar. Era una jornada más sin rastro de Philippa Balfour y con la incógnita de si estaba viva. No se detectaba ningún movimiento en sus tarjetas de crédito ni en sus cuentas bancarias, ni nadie se había puesto en contacto con los padres. En la comisaría se dijo que Bill Pryde perdió en un momento dado los estribos, haciendo volar la carpeta portapapeles por todo el departamento, y que todos tuvieron que agacharse para que no los golpease.

John Balfour presionaba y concedía entrevistas a la prensa criticando la falta de eficacia policial, y el jefe de policía había exigido un informe a su ayudante, lo que, en consecuencia, significaba que Carswell no dejaba en paz a nadie. A falta de nuevas pistas se repetían los interrogatorios por segunda y tercera vez, y en el cuerpo todos andaban nerviosos y crispados. Rebus trató inútilmente de hablar con Bill Pryde en Gayfield y llamó a la Central para hablar con Claverhouse u Ormiston, de la sección segunda de la Brigada Criminal. Fue Claverhouse quien cogió el teléfono.

– Soy Rebus. Necesito un favor.

¿Y qué te hace pensar que esté dispuesto a hacértelo?

– ¿Eres siempre tan amable?

¡Rebus, vete a la mierda!

– No es que no quiera, pero está llena de gente que enviaste allí, incluida tu mamá, que dice que te quiere mucho.

Era el modo de tratar con Claverhouse, exagerando el sarcasmo.

Hizo bien, porque sabe que soy un cabrón, lo que me hace volver a la primera pregunta.

– ¿La de tono amable? Bien, digamos entonces que cuanto antes me ayudes antes puedo irme al pub a emborracharme.

Hostia, hombre, ¿por qué no lo has dicho antes? A ver, dime.

– Necesito una información.

¿De quién?

– De la policía irlandesa de Dublín.

¿Sobre qué?

– Sobre el novio de Philippa Balfour. Quiero sus antecedentes.

Yo he apostado diez libras a dos contra uno a que es culpable.

– Razón de más para que me ayudes.

Claverhouse reflexionó un instante.

Dame un cuarto de hora, pero no te muevas de ese teléfono.

– Aquí estaré.

Rebus colgó y se recostó en la silla, pero advirtió algo al fondo de la sala; era el viejo sillón de Watson. Seguro que Gill Templer lo había dejado allí por si alguien lo quería. Lo llevó rodando hasta su mesa y se sentó cómodamente en él. Pensó en lo que le había dicho a Claverhouse: «… antes puedo irme al pub a emborracharme». Era pura broma, pero una parte de su ser lo ansiaba realmente, tenía necesidad de ese estado de olvido que sólo la bebida procura. Olvido era el nombre de uno de los grupos de Brian Auger, Oblivion Express, y él tenía su primer disco, A Better Land, que para su gusto era excesivamente jazzístico. Sonó el teléfono y lo cogió, pero no dejaba de sonar. Era su móvil. Lo sacó del bolsillo y lo arrimó a su oreja.

– Diga.

¿John?

– Hola, Jean. Iba a llamarle.

¿No le interrumpo?

– En absoluto. ¿Le ha estado dando mucho la lata ese periodista?

Sonó el teléfono de la mesa. Probablemente, Claverhouse. Se levantó de la poltrona de Watson, cruzó el departamento y salió al pasillo.

No se preocupe -dijo Jean-. He estado haciendo averiguaciones tal como me pidió, pero me temo que no be descubierto gran cosa.

– No tiene importancia.

Pues me ha ocupado todo el día…

– Si le parece, mañana me lo explica.

¿Mañana? Muy bien.

– A menos que esté libre esta noche…

Ah. -Se hizo una pausa-. Es que prometí a una amiga pasar a verla porque acaba de tener un niño.

– Me alegro.

Lo siento.

– No se preocupe. Nos vemos mañana. ¿Le parece bien venir a la comisaría?

De acuerdo.

Convinieron la hora y Rebus volvió al departamento de Investigación Criminal. Le daba la impresión de que a ella le complacía que le hubiera propuesto verse aquella noche. Seguro que era lo que esperaba; indicio de que seguía interesada y de que no se trataba exclusivamente de trabajo.

O a lo mejor se estaba haciendo ilusiones.

En la mesa llamó a Claverhouse.

Me has decepcionado, tío -dijo Claverhouse.

– Te dije que no me apartaba de la mesa y así ha sido.

Pues ¿cómo es que no cogías el teléfono?

– Es que he tenido una llamada en el móvil.

¿De alguien que significa para ti más que yo? Estoy muy dolido.

– Era mi corredor de apuestas, a quien debo más de doscientas libras.

Claverhouse guardó silencio un instante.

De eso sí que me alegro -dijo-. Bueno, pide hablar con Declan Macmanus.

– ¿No era ése el verdadero nombre? -dijo Rebus frunciendo el ceño.

Bueno, es evidente que se lo pasó a alguien que lo necesitaba. -Claverhouse le dio el número de Dublín, incluido el código internacional-. Aunque no creo que esos tacaños de Saint Leonard te permitan poner una conferencia internacional -añadió.

– Hay que rellenar formularios -dijo Rebus-. Gracias por tu ayuda, Claverhouse.

¿Vas ahora a tomarte esa copa?

– Creo que es lo mejor. No quiero estar consciente cuando dé conmigo mi corredor de apuestas.

Haces muy bien. Un brindis por los caballos perdedores y el buen whisky.

– Lo mismo digo -añadió Rebus colgando.

Claverhouse tenía razón; en Saint Leonard estaba prohibido hacer llamadas internacionales desde los teléfonos con línea exterior, pero Rebus decidió hacerla desde el del despacho de la jefa. El único problema era que Gill Templer había cerrado con llave. Reflexionó un instante y recordó que Watson tenía una llave de repuesto para casos urgentes, y se agachó para buscarla debajo del felpudo. Efectivamente, la llave seguía allí. Abrió y cerró con llave una vez dentro.

Miró el nuevo sillón, pero decidió permanecer de pie, recostado en el borde de la mesa, sin poder evitar pensar en el cuento de los tres osos. ¿Quién se ha sentado en mi sillón? ¿Quién ha llamado con mi teléfono?

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