Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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Sonrieron y asintieron con la cabeza, y a Rebus le pareció que disfrutaban. Otra vez víctimas, y felices por su suerte. Igual que en la escena de los punks y aquella mujer mayor, habían llamado la atención y ahora era un grupo con más cosas que compartir y batallitas que contar. Otros chicos con uniforme de colegio que volvían a casa se habían parado a escucharles. Rebus llevó a Teri calle arriba hasta el primer pub que encontró.

– ¡No servimos a gente como ella! -espetó la mujer de la barra.

– Sí si viene conmigo -replicó Rebus.

– Pero es menor -insistió la mujer.

– Tomará un refresco. ¿De qué lo quieres? -añadió volviéndose hacia Teri.

– De vodka y tónica.

Rebus sonrió.

– Sírvale una coca-cola y a mí un Laphroaig con muy poca agua.

Pagó las consumiciones, capaz ya de manejar calderilla y sacar billetes del bolsillo.

– ¿Qué tal las manos? -preguntó Teri Cotter.

– Bien -contestó él-. Pero lleva tú las bebidas a la mesa.

Mientras encontraban una y se acomodaban, varios clientes les miraron indiscretamente. El recibimiento pareció halagar a Teri, que le dirigió un beso a uno de ellos que respondió con un aspaviento de desdén y apartó la vista.

– Si me montas aquí un jaleo, te dejo sola -dijo Rebus.

– Sé defenderme.

– Sí, ya te he visto refugiarte en las faldas de mamá en cuanto aparecieron los Perdidos.

Ella le miró furiosa.

– Por cierto que es una buena estrategia -añadió Rebus-. Hay que defender lo de más valor, como se dice. ¿Es cierto lo que afirma tu madre de que estos incidentes son frecuentes?

– No tanto como ella cree.

– ¿Y, a pesar de ello, seguís viniendo a Cockburn Street?

– ¿Por qué no íbamos a volver?

Rebus se encogió de hombros.

– Por nada, claro, un poco de masoquismo no hace mal a nadie.

Ella le miró, sonrió y bajo la vista al vaso.

– Salud -dijo Rebus alzando el suyo.

– Esa cita no es exacta -dijo ella-. Lo de más valor es la discreción. Shakespeare, Enrique IV, acto primero.

– No se puede decir que tú y tus amigos seáis precisamente discretos.

– Yo procuro no serlo.

– Y lo haces muy bien. Cuando te mencioné a los Perdidos no me pareció que te sorprendieras. ¿Los conoces?

La joven volvió a bajar la vista y el pelo cubrió parte de su rostro mientras acariciaba el vaso con los dedos con las uñas pintadas de negro. Tenía manos y muñecas finas.

– ¿Tiene un cigarrillo? -dijo.

– Enciende dos -dijo Rebus sacando la cajetilla del bolsillo.

Ella le puso en la boca el pitillo encendido.

– La gente hará comentarios -dijo expulsando el humo.

– Lo dudo, señorita Teri -replicó Rebus.

Vio abrirse la puerta y Siobhan entró. Al verle levantó las manos y señaló con la cabeza a los servicios para decirle que iba a lavárselas.

– Te gusta ser una inadaptada, ¿verdad? -preguntó Rebus.

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Y por eso te gustaba Lee Herdman, porque él también era un inadaptado? -Ella le miró-. Encontramos una foto tuya en su piso. De lo cual deduzco que le conocías.

– Le conocía. ¿Me enseña la foto?

Rebus sacó del bolsillo la bolsita de plástico transparente que protegía la foto.

– ¿Dónde está hecha? -preguntó.

– Aquí mismo -contestó ella señalando hacia la calle.

– Le conocías muy bien, ¿verdad?

– Es que le gustábamos. Me refiero a los góticos. Aunque nunca entendí por qué.

– Él daba bastantes fiestas, ¿verdad? -añadió Rebus, recordando los discos del piso de Herdman, entre los que había música de baile gótica.

Teri asintió con la cabeza, conteniendo las lágrimas.

– Sí, algunos solíamos ir a su piso -contestó-. ¿Dónde la encontró? -preguntó cogiendo la foto de la mesa.

– Dentro de un libro que estaba leyendo.

– ¿Cuál?

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Por nada -respondió ella encogiéndose de hombros.

– Era una biografía, creo. Un soldado que acabó haciendo lo mismo que él.

– ¿Cree que es una pista?

– ¿Una pista?

– Que explique por qué se mató.

– Tal vez. ¿Conociste alguna vez a algún amigo suyo?

– No creo que tuviera muchos amigos.

– ¿A Doug Brimson? -preguntó Siobhan, que se sentó con ellos.

– Sí, le conozco -respondió Teri con un temblor de labios.

– No lo dices con mucho entusiasmo -comentó Rebus.

– Y que lo diga.

– ¿Qué pasa con él? -preguntó Siobhan intrigada y algo picada, como advirtió Rebus.

Teri se encogió de hombros.

– Los dos chicos que murieron -preguntó Rebus-, ¿los viste en alguna de sus fiestas?

– Imposible.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó él.

– Que tenían otro estilo -respondió ella mirándole-. Les gustaba el jazz, el rugby y eso de los cadetes -añadió como si fuera una explicación definitiva.

– ¿Hablaba Lee alguna vez de sus años en el Ejército?

– No mucho.

– ¿Pero le preguntaste? -Ella asintió despacio con la cabeza-. ¿Y sabías que le gustaban las armas?

– Sabía que tenía fotos… -respondió ella, pero inmediatamente se mordió el labio.

– En el armario, detrás de la puerta -añadió Siobhan-. Un detalle que no todo el mundo conoce, Teri.

– ¡Eso no significa nada! -replicó la joven alzando la voz.

Jugueteaba otra vez con la cadenita.

– No estamos en un juicio, Teri -terció Rebus-. Simplemente tratamos de averiguar qué le impulsó a hacer lo que hizo.

– ¿Cómo voy a saberlo yo?

– Porque tú le conocías y no hay mucha gente que le conociera.

– Él nunca me contaba nada -replicó Teri negando con la cabeza-. Él era así, tenía secretos, pero jamás pensé que…

– ¿No?

La joven miró a Rebus sin decir palabra.

– Teri, ¿no te enseñó nunca un arma?

– No.

– ¿Ni te insinuó que tenía una?

La joven negó con la cabeza.

– Dices que nunca se sinceraba contigo… ¿y lo contrario?

– ¿Cómo lo contrario?

– ¿Te preguntaba cosas a ti? Tal vez tú le hablaste de tu familia…

– Puede.

– Teri -añadió Rebus inclinándose sobre la mesa-, sentimos lo de tu hermano.

– Tal vez le contaste a Lee Herdman lo del accidente -insistió Siobhan, inclinándose también.

– O alguno de tus amigos -añadió Rebus.

Teri se sentía arrinconada. No había escapatoria a sus miradas y sus preguntas. Dejó la foto en la mesa y centró en ella su atención.

– Ésta no la hizo Lee -dijo como si tratara de cambiar de tema.

– ¿Hay alguien más con quien deberíamos hablar, Teri? -preguntó Rebus-. ¿Otras personas que fueran a los guateques?

– No quiero seguir contestando.

– ¿Por qué no? -inquirió Siobhan frunciendo el ceño como si realmente le sorprendiera.

– Porque no.

– Si nos dices nombres de otras personas con quienes podamos hablar, te librarás de nosotros… -añadió Rebus.

Teri Cotter permaneció un instante sentada y luego se puso de pronto de pie, se subió al asiento y, pisando en la mesa, saltó al suelo haciendo ondear las gasas negras de su falda. Llegó hasta la puerta sin volver la cabeza, la abrió y salió cerrando con un portazo. Rebus miró a Siobhan y sonrió sin ganas.

– Tiene su estilo, la chica -comentó.

– La hemos asustado -dijo Siobhan- en cuanto mencionamos la muerte de su hermano.

– Quizá porque le quería mucho -replicó Rebus-. No estás otra vez con la teoría del asesinato, ¿verdad?

– De todos modos -dijo Siobhan-, hay algo que…

La puerta se abrió de nuevo y Teri Cotter se acercó rápido a la mesa, se apoyó en ella con las manos y arrimó el rostro al de sus inquisidores.

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