Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Pero tendría que ser alguien que sepa que estás relacionada con Fairstone.

– Sí.

– Lo que reduce las posibilidades a dos personas: Templer y yo. -Hizo una pausa-. Y supongo que últimamente a ella no le has prestado discos.

Siobhan se encogió de hombros sin apartar la vista de la carretera. Permaneció callada un rato, igual que Rebus, que comprobó en su bloc una dirección, se inclinó en el asiento y dijo:

– Es aquí.

Long Rib House era una edificación estrecha enjalbegada con aspecto de antiguo establo de caballos. Constaba de una planta baja y otra abuhardillada cuyas ventanas sobresalían de la pendiente del tejado. Se accedía a ella a través de una gran puerta de madera que se abrió cuando Siobhan la empujó. Volvió a subir al coche y lo introdujo unos metros en el camino de acceso de grava. En el momento en que cerraba el portón se abrió la puerta de la casa y apareció un hombre. Rebus bajó del coche y se presentó.

– Y usted debe de ser el señor Cotter -aventuró.

– William Cotter -contestó el padre de la señorita Teri.

Era un hombre de poco más de cuarenta años con el pelo rapado a la moda. Estrechó la mano que Siobhan le tendía, pero no pareció molestarle que Rebus mantuviera las suyas enguantadas pegadas a los costados.

– Pasen -dijo.

Entraron en un vestíbulo largo alfombrado y decorado con cuadros y un antiguo reloj de pared. Había puertas cerradas a derecha e izquierda. Cotter les condujo al fondo y les hizo pasar a una zona de estar con cocina anexa, que parecía ser de construcción posterior, en la que había puertas cristaleras que daban a un patio, tras el cual se veía un amplio jardín trasero que limitaba con otra ampliación reciente de madera pero con múltiples ventanas que permitían ver lo que había dentro.

– Piscina cubierta. Debe de ser cómodo -musitó Rebus.

– Se usa más que si uno tiene que salir de casa -comentó risueño Cotter-. Bien, ¿en qué puedo ayudarles?

Rebus miró a Siobhan, que inspeccionaba aquel cuarto con sofá de cuero color crema en forma de L, tocadiscos Bang & Olufsser y televisor de pantalla plana con el sonido desconectado. Estaba viendo las cotizaciones de bolsa.

– Con quien queríamos hablar es con Teri -dijo Rebus.

– No se habrá metido en ningún lío, ¿verdad?

– En absoluto, señor Cotter. Se trata únicamente de ciertas preguntas de seguimiento sobre el caso de Port Edgar.

Cotter entrecerró los ojos.

– ¿No podría ayudarles yo? -preguntó con ánimo de obtener más explicaciones.

Rebus había decidido sentarse en el sofá. Delante de él había una mesita de centro con periódicos abiertos por las páginas de economía, un móvil, unas gafas de media luna, una taza vacía, un bolígrafo y un bloc tamaño folio.

– ¿Se dedica usted a los negocios, señor Cotter?

– En efecto.

– ¿Le importa si le pregunto de qué clase de negocios?

– Negocios de capital-riesgo. -Hizo una pausa-. ¿Sabe lo que es? -añadió.

– ¿Inversiones en cotizaciones en alza? -terció Siobhan mirando al jardín.

– Más o menos. Me dedico a asuntos de propiedad y trabajo con gente que tiene proyectos.

Rebus miró morosamente a su alrededor.

– Evidentemente no le va mal. -Hizo una pausa para que surtiera efecto el elogio-. ¿Está Teri en casa?

– No lo sé -contestó Cotter. Al ver la expresión de Rebus sonrió disculpándose-Con Teri nunca se sabe. A veces está más callada que una tumba, llamo a su puerta y no contesta -añadió encogiéndose de hombros.

– A diferencia de la mayoría de los jóvenes.

Cotter asintió con la cabeza.

– Sí, ésa es la impresión que me dio cuando la conocí -añadió Rebus.

– Ah, ¿ha hablado ya con ella? -preguntó Cotter. Rebus asintió con la cabeza-. ¿Y la ha visto con todas sus galas?

– Me imagino que al colegio no irá vestida así.

Cotter negó con la cabeza.

– No les permiten llevar ni piercings en la nariz. El doctor Fogg es muy estricto en ese sentido.

– ¿No podríamos llamar a su cuarto a ver si está? -preguntó Siobhan volviéndose hacia Cotter.

– Sí, ¿por qué no? -contestó él.

Le siguieron por el pasillo hasta un tramo corto de escalera que desembocaba en otro largo pasillo estrecho sin puertas de transición, pero con habitaciones a los lados. También estaban las puertas cerradas.

– ¿Estás ahí, Teri, cariño? -dijo Cotter al salvar el último escalón.

Pareció avergonzarse al pronunciar lo de «cariño», y Rebus pensó que su hija le tenía prohibido llamarla con ese apelativo. Ante la última puerta Cotter arrimó el oído antes de llamar suavemente con los nudillos.

– A lo mejor está dormida -dijo en voz baja.

– ¿Me permite? -preguntó Rebus, y sin aguardar la respuesta hizo girar el pomo y abrió.

El cuarto estaba a oscuras y con las cortinas de gasa negra echadas. Cotter encendió la luz y vieron velas por todas partes: velas negras derretidas en su mayoría. Había carteles y láminas en las paredes, y Rebus reconoció algunas de H. R. Giger, a quien él conocía como diseñador por la portada de un disco de ELP. El escenario era una especie de infierno de acero inoxidable. El resto de las imágenes eran también composiciones macabras.

– Ah, los adolescentes… -fue el comentario del padre.

Había libros de Poppy Z. Rite y de Ann Rice. Otro titulado Las puertas de Jano cuyo autor era Ian Brady, el Asesino del Páramo. Abundaban los cedés de grupos estridentes. Las sábanas de la cama eran negras, igual que el reluciente edredón. Las paredes eran de color carne y el techo estaba dividido en cuatro cuadrados, dos negros y dos rojos. Siobhan se acercó a una mesita en la que había un ordenador, que le pareció de gran calidad, con pantalla plana, DVD, escáner y cámara conectada a la Red.

– Me imagino que no los hacen negros -dijo pensativa.

– Si no, Teri lo tendría -apostilló Cotter.

– Yo a su edad -dijo Rebus- los únicos góticos que conocía eran los pubs.

Cotter se echó a reír.

– Es verdad, los Gothenburgs. ¿Eran pubs comunales, verdad?

Rebus asintió con la cabeza.

– A menos que se haya escondido debajo de la cama, creo que no está. ¿Tiene usted idea de dónde podemos encontrarla?

– Si quiere, la llamo al móvil…

– ¿No será éste? -preguntó Siobhan cogiendo un pequeño aparato negro reluciente.

– Sí, ése es -contestó Cotter.

– No es muy propio de una jovencita dejarse el móvil en casa -comentó Siobhan pensativa.

– Ya, pero es que su madre a veces… -añadió Cotter balanceando los hombros algo violento.

– Su madre, ¿qué?, señor -insistió Rebus.

– Su madre la controla bastante, ¿no es eso? -terció Siobhan.

Cotter asintió con la cabeza aliviado por no haber tenido que decirlo él.

– Si no tienen prisa, pueden esperar hasta que vuelva -añadió el hombre.

– Será mejor que acabemos cuanto antes, señor Cotter -dijo Rebus.

– Ah.

– Ya sabe usted eso de que el tiempo es oro; supongo que estará de acuerdo.

Cotter asintió con la cabeza.

– Bien, en ese caso, vayan a ver si la encuentran en Cockburn Street. A veces se reúne allí con sus amigos.

– Podríamos haberlo pensado -dijo Rebus mirando a Siobhan, que hizo un gesto de asentimiento con la boca.

Cockburn Street era una calle que serpenteaba entre la Royal Mile y la estación Waverley y siempre había gozado de mala fama. Décadas atrás había sido centro de reunión de hippies y mendigos, mercadillo de camisetas de algodón con dibujos desteñidos y papel de fumar. Rebus iba por entonces a una buena tienda de discos de segunda mano totalmente ajeno a los puestos de ropa. Ahora, las nuevas culturas alternativas eran el centro de atracción del lugar, que bien merecía un paseo para quienes sintieran curiosidad por los macabros y los colocados.

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