Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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Volvió a su coche, fue al aeropuerto y se detuvo en la terminal. Un agente de seguridad le indicó que no podía dejar allí el coche, pero la dejó pasar al ver su identificación de policía. El edificio estaba lleno de viajeros, había largas colas al parecer de viajes concertados para algún destino con playa, y gente vestida con traje con maletas rodando hacia la escalera mecánica. Siobhan miró los indicadores, vio el letrero de Información y se acercó al mostrador. Preguntó por el señor Brimson. La empleada tecleó con celeridad en el ordenador y tras mirar la pantalla negó reiteradamente con la cabeza.

– Ese nombre no figura -dijo.

Siobhan se lo deletreó y la mujer volvió a teclearlo. Acto seguido hizo una llamada telefónica y lo deletreó a su vez: B-r-i-m-s-o-n, y con una mueca de desconcierto volvió a negar con la cabeza.

– ¿Seguro que trabaja aquí? -preguntó.

Siobhan le mostró la dirección copiada del listín telefónico y la mujer sonrió.

– Ahí dice «aeródromo»; no el aeropuerto, cariño -dijo, y a continuación le explicó cómo llegar allí.

Siobhan dio las gracias ruborizada por su error. El aeródromo era una pista anexa a la del aeropuerto y se llegaba a él bordeando la mitad de su perímetro. En el aeródromo había avionetas y, según el cartel de la puerta, una escuela de vuelo. En el letrero se indicaba el número de teléfono, el que ella había copiado del listín. La gran puerta de hierro estaba cerrada con un candado, pero había un teléfono antiguo de comunicación interna en un cajetín de madera sobre un poste. Siobhan lo descolgó y oyó sonar el timbre de llamada.

– ¿Diga? -contestó una voz de hombre.

– Busco al señor Brimson.

– Pues aquí lo tiene, encanto. ¿Qué desea?

– Señor Brimson, soy la sargento Clarke de la policía de Lothian and Borders. ¿Podría hablar un momento con usted?

Se hizo un breve silencio.

– Un momento, iré a abrirle la puerta.

Iba a dar las gracias, pero él había cortado. Desde la puerta se veían hangares y un par de aeroplanos, uno con una sola hélice en el morro y el otro con dos en el extremo de las alas; ambos parecían biplazas. Había también dos edificios de poca altura prefabricados, y vio que de uno de ellos salía un hombre que subió de un salto a un viejo Land Rover descubierto. Un avión que aterrizaba en el aeropuerto cubrió con su estruendo el ruido del motor del Land Rover, que arrancó bruscamente y recorrió a toda velocidad los cien metros que le separaban de la verja. El hombre se bajó de un brinco y Siobhan vio que era alto, musculoso y de tez bronceada -probablemente tendría poco más de cincuenta años-, y una sonrisa a guisa de presentación cruzó su rostro surcado de arrugas. Llevaba una camisa de manga corta de color verde oliva, del mismo color que el Land Rover, que dejaba ver sus brazos velludos y canosos, como su abundante pelo, que posiblemente había sido rubio en su juventud. Llevaba la camisa metida dentro de los pantalones grises de loneta, y dejaba ver una panza incipiente.

– Tengo que tener cerrado -dijo sacando un manojo de llaves que acompañaban a la de contacto del Land Rover- por motivos de seguridad.

Siobhan asintió con la cabeza. Encontraba algo inmediatamente agradable en aquel hombre. Quizá la sensación de energía y seguridad que infundía o la manera de balancear los hombros caminando hacia la puerta. Y esa escueta y cautivadora sonrisa.

Pero en el momento de abrirle la puerta Siobhan advirtió que su expresión se había vuelto más seria.

– Imagino que será Lee el motivo de su visita -dijo con gravedad-. Tenía que suceder tarde o temprano. Puede aparcar delante de la oficina -añadió indicándoselo con un gesto-. Enseguida estoy con usted.

Al pasar junto a él en el coche, Siobhan no pudo evitar preguntarse por qué había dicho aquello: «Tenía que suceder tarde o temprano».

Sentada ya frente a él en la oficina, se lo preguntó.

– Me refiero a que supuse que querrían hablar conmigo.

– ¿Por qué?

– Porque imaginé que querrían averiguar por qué hizo eso.

– ¿Y?

– Y hablarían con sus amigos para ver si podían ayudarles.

– ¿Era usted amigo de Lee Herdman?

– Sí -contestó frunciendo el ceño-. ¿No está aquí por esa visita?

– De un modo indirecto, sí. Hemos averiguado que usted y el señor Herdman acudían a Carbrae.

Brimson asintió despacio con la cabeza.

– Muy inteligente -comentó.

Sonó el clic del hervidor al alcanzar el punto de ebullición y Brimson se levantó ágilmente de la silla, sirvió agua en dos tazas con café de sobre y le tendió una a Siobhan. Era una oficina pequeña en la que no cabían más que la mesa y dos sillas, comunicada con una antesala con algunas sillas más y un par de archivadores. Adornaban las paredes unos carteles de diversos tipos de avión.

– ¿Es usted instructor de vuelo, señor Brimson? -preguntó Siobhan al coger la taza.

– Por favor, llámeme Doug -replicó Brimson sentándose.

En la ventana a sus espaldas surgió una figura que golpeó los cristales con los nudillos. Brimson se volvió, saludó con la mano y el recién llegado devolvió el saludo.

– Es Charlie, que va a dar una vuelta-dijo Brimson-. Trabaja en un banco y dice que me cambiaría a gusto su profesión para poder estar más tiempo en el aire.

– ¿Los aviones, los alquila usted?

Brimson tardó un instante en entender la pregunta.

– No, no -dijo finalmente-. Charlie vuela con su propio avión, pero lo tiene en el aeródromo.

– Pero el aeródromo es suyo.

Brimson asintió con la cabeza.

– Bueno, la pista me la alquila el aeropuerto. Pero sí, todo esto es mío -añadió abriendo los brazos y sonriendo de nuevo.

– ¿Cuánto tiempo hacía que conocía a Lee Herdman?

Brimson bajó los brazos y dejó de sonreír.

– Bastantes años.

– ¿Puede ser más preciso?

– Casi desde que vino a vivir aquí.

– ¿Unos seis años, entonces?

– Si usted lo dice. -Hizo una pausa-. Perdone, he olvidado su nombre.

– Sargento Clarke. ¿Eran amigos íntimos?

– ¿Íntimos? -repitió Brimson encogiéndose de hombros-. Lee no establecía realmente «intimidad» con nadie. Quiero decir, sí, éramos amigos y nos veíamos, etcétera.

– ¿Pero?

Brimson frunció el ceño, pensativo.

– Yo nunca llegué a saber qué es lo que tenía aquí -añadió tocándose la cabeza con el índice.

– ¿Qué pensó cuando se enteró de los hechos?

Brimson se encogió de hombros.

– No me lo podía creer.

– ¿Sabía que Herdman tenía una pistola?

– No.

– Sin embargo, le gustaban las armas.

– Es cierto… pero a mí nunca me enseñó ninguna.

– ¿Nunca hablaron de armas?

– Nunca.

– ¿De qué hablaban?

– De aviones, de barcos, del Ejército… Yo serví siete años en la RAF.

– ¿De piloto?

Brimson negó con la cabeza.

– En aquella época casi no volaba. Era el especialista en electricidad, mantenía los aparatos en el aire. ¿Ha volado alguna vez? -añadió inclinándose sobre la mesa.

– Sólo en vacaciones.

Brimson esbozó una sonrisa.

– Me refiero a volar en un aparato como el de Charlie -dijo señalando con el pulgar hacia la ventana, a través de la cual se veía una avioneta rodando por la pista.

– Bastante tengo con el coche.

– Un avión es más fácil, créame.

– Ah, entonces, ¿todas esas esferas y palancas son para impresionar?

Brimson se echó a reír.

– Podríamos volar ahora mismo, ¿qué le parece?

– Señor Brimson…

– Doug.

– Señor Brimson, en este momento no tengo tiempo para clases de vuelo.

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