– ¿Cómo saben todo esto? Se supone que sobre quien tienen que indagar es sobre Herdman.
Whiteread asintió con la cabeza.
– Ya, pero sucede que a Herdman no lo teníamos en el punto de mira.
– ¿En el punto de mira?
– Como psicópata en potencia -dijo Simms.
Whiteread le miró furiosa y él deglutió el bocado y siguió comiendo.
– Psicópata no es el término exacto -dijo ella corrigiéndole tras una breve pausa.
– ¿Y a John sí le tenían en el punto de mira? -inquirió Siobhan.
– Sí -respondió Whiteread-. La crisis nerviosa y después, al ingresar en la Policía, su nombre aparecía muchas veces en los periódicos.
«Y ahora volverá a aparecer», pensó Siobhan.
– Sigo sin entender qué tiene esto que ver con la investigación – dijo procurando parecer tranquila.
– Pensamos que quizás el inspector Rebus ve el caso desde cierta perspectiva que puede sernos útil -añadió Whiteread-. No cabe duda de que el inspector Hogan, por ejemplo, piensa igual. Ha pedido a Rebus que vaya con él a Carbrae, ¿no es cierto?, a ver a Robert Niles.
– Otro fallo espectacular del Ejército -añadió Siobhan sin poder contenerse.
Whiteread encajó el comentario, dejó el bocadillo empezado en el plato y cogió la taza de té. El móvil de Siobhan sonó. Miró la pantalla. Era Rebus.
– Perdonen -dijo levantándose y alejándose hasta la máquina de refrescos-. ¿Qué tal te ha ido? -preguntó arrimando el micrófono a la mejilla.
– Tenemos un nombre. ¿Podrías comprobarlo en los archivos?
– A ver, dime.
– Brimson -contestó Rebus deletreándolo-. Nombre de pila Douglas. Dirección, Turnhouse.
– ¿El aeropuerto?
– Eso parece. Brimson hacía visitas a Niles.
– Y no vive lejos de South Queensferry, así que podría ser que conociera a Lee Herdman -dijo Siobhan mirando en dirección a la mesa donde charlaban Whiteread y Simms-. Están aquí tus amigos del Ejército -comentó-. ¿Quieres que les dé el nombre de Brimson por si también es un antiguo militar?
– No, por Dios. ¿Te están oyendo?
– Estoy en la cantina almorzando con ellos. No te preocupes, no nos oyen.
– ¿Qué hacen allí?
– Whiteread está comiendo un bocadillo y Simms engullendo un plato de patatas fritas con judías. -Hizo una pausa-. Pero a quien están friendo de verdad es a mí.
– ¿Tengo que reírme?
– Perdona. Un intento malo. ¿Has hablado ya con Templer?
– No. ¿De qué humor está?
– He conseguido no verla en toda la mañana.
– Seguramente habrá hablado con los patólogos antes de echarme al aceite hirviendo.
– ¿Quién hace ahora chistes de mal gusto?
– Ojalá fuese un chiste.
– ¿Cuándo vuelves?
– Hoy, no. No puedo; Bobby quiere hablar con el juez.
– ¿Por qué?
– Para aclarar un par de puntos.
– ¿Y eso te llevará el resto del día?
– Tú tienes ahí trabajo de sobra sin mí. Mientras tanto, no le digas nada a la Horrible Pareja.
Siobhan miró a la Horrible Pareja. Habían dejado de hablar para terminar de comer. Los dos la miraron.
– También ha estado fisgando Steve Holly -dijo Siobhan.
– Supongo que le diste una patada en los huevos y le echaste.
– Pues… poco faltó.
– Volveremos a hablar más tarde.
– Aquí estaré.
– ¿No has encontrado nada en el ordenador?
– De momento nada.
– Insiste.
Oyó una serie de armoniosos pitidos y comprendió que Rebus había colgado. Volvió a la mesa esbozando una sonrisa.
– Tengo que irme -dijo.
– Podemos llevarla -dijo Whiteread.
– Quiero decir que tengo que volver arriba.
– ¿Han terminado ya en South Queensferry? -preguntó la investigadora militar.
– Nos quedan cosas que acabar.
– ¿Cosas?
– Detalles previos a los hechos.
– Papeleo, ¿verdad? -terció Simms comprensivo; pero la expresión de Whiteread daba a entender que no se lo creía.
– Les acompaño hasta la salida -añadió Siobhan.
– Hace tiempo que siento curiosidad por ver las oficinas de un DIC… -insinuó Whiteread.
– Se las enseñaré en otra ocasión cuando no estemos tan agobiados de trabajo -replicó Siobhan.
Whiteread no tuvo más remedio que aceptar la negativa, pero Siobhan vio que probablemente le gustaba menos que un concierto de Mogwai.
Lord Jarvies era un hombre de casi sesenta años. Durante el viaje de vuelta a Edimburgo, Bobby Hogan puso a Rebus al día de los datos de la familia: divorciado de su primera mujer, se había vuelto a casar. Anthony era el hijo único del segundo matrimonio. Vivían en Murrayfield.
– Por allí hay muchos buenos colegios -comentó Rebus pensando en la distancia entre Murrayfield y South Queensferry.
Pero Orlando Jarvies era antiguo alumno de Port Edgar, y de joven incluso había jugado en el equipo de rugby de ex alumnos del colegio.
– ¿De qué jugaba? -preguntó Rebus.
– John, lo que yo sé de rugby cabe en un papel de fumar -contestó Hogan.
Hogan esperaba encontrar al juez en su casa, abatido y de luto. Sin embargo, tras un par de llamadas, supo que Jarvies había vuelto a sus obligaciones, de modo que podrían encontrarle en el juzgado de Chambers Street enfrente del museo donde trabajaba Jean Burchill. Rebus pensó en llamarla -era una buena ocasión para tomar un café juntos-, pero desechó la idea. Vería los guantes. Mejor esperar a tener las manos curadas. Aún sentía el apretón de Robert Niles.
– ¿Has declarado alguna vez ante Jarvies? -preguntó Hogan mientras aparcaba sobre la línea amarilla frente al edificio del antiguo ambulatorio dental de Edimburgo, transformado ahora en bar discoteca.
– Una cuantas. ¿Y tú?
– Un par de veces.
– ¿Le has dado algún motivo para que se acuerde de ti?
– Ahora lo veremos -dijo Hogan colocando por dentro del parabrisas la cartulina de SERVICIO DE POLICÍA.
– ¿No crees que sería más barato arriesgarnos a una multa?
– ¿Por qué?
– Reflexiona, Bobby.
Hogan frunció el ceño pero asintió con la cabeza. No todos los que salieran del juzgado tendrían razones para adorar a la policía. El importe de una multa eran treinta libras, y siempre podía anularse con un poco de mano izquierda, mientras que una ralladura resultaría mucho más cara. Quitó la tarjeta.
El juzgado era un edificio moderno, pero comenzaba a acusar el tránsito de sus visitantes por los escupitajos secos en los cristales de las ventanas y las pintadas en las paredes. El juez estaba en el vestidor y allí condujeron a Hogan y Rebus. El bedel les obsequió con una leve reverencia antes de retirarse.
Jarvies acababa de quitarse la toga y vestía un traje de raya diplomática con reloj de cadena incluido. Lucía una corbata color burdeos de nudo perfecto y sus gruesos zapatos de cuero negro relucían como espejos. Tenía un rostro también reluciente, con visibles venillas rojas en ambas mejillas. Vieron en una mesa larga indumentaria de otros jueces: togas, cuellos blancos y pelucas grises, cada una de las prendas con el nombre de su propietario.
– Siéntense si encuentran silla -dijo Jarvies-. Les atendré aquí mismo -añadió alzando la vista, con la boca caída y levemente abierta, gesto habitual cuando presidía el tribunal.
La primera vez que Rebus declaró ante Jarvies le había desconcertado aquel gesto peculiar y había pensado que el magistrado estaba constantemente a punto de interrumpirle.
– Me veo obligado a recibirles aquí porque tengo otra cita -añadió el juez.
– Muy bien, señor -dijo Hogan.
– La verdad es -añadió Rebus- que con lo que ha sucedido nos sorprende verle aquí.
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