– No.
– ¿Quieres hablar de alguna otra cosa?
– No, usted tiene trabajo.
– Pero puedes llamar cuando quieras, Kate. En cualquier momento que tengas ganas de hablar.
– Gracias, Siobhan. Es muy amable.
– Adiós, Kate.
Siobhan cortó la comunicación y volvió a centrarse en la pantalla. Palpó con la palma de la mano el bolsillo de la chaqueta y tocó el sobre.
C.O.D.Y.
De pronto no le pareció tan importante.
Se puso a trabajar de nuevo; enchufó el portátil a una línea telefónica y utilizó la contraseña de Derek para acceder a un montón de mensajes nuevos, basura en su mayor parte o resultados deportivos. Había algunos firmados con nombres que reconoció por los antiguos archivos. Amigos de todo el mundo que compartían sus gustos y que Derek probablemente conocía únicamente a través de la red. Amigos que no sabían que él había muerto.
Enderezó la espalda y sintió crujir las vértebras. Tenía el cuello rígido y vio, al mirar el reloj, que ya pasaba de la hora del almuerzo. Aunque no tenía hambre, debía tomar algo. Lo que verdaderamente le apetecía era un espresso doble, quizá con chocolate. La combinación de azúcar y cafeína que hace que el mundo siga en marcha.
«No pienso ceder a la tentación», pensó. Iría al Cobertizo de Máquinas, donde servían comidas orgánicas e infusiones. Cogió un libro de bolsillo y el móvil del bolso, que guardó en el cajón inferior de la mesa.
Cerró con llave. Nunca se toman bastantes precauciones en una comisaría. El libro era una crítica sobre la música rock escrito por una poeta novel, y hacía tiempo que quería terminar de leerlo. Cuando ella salía del DIC entraba Hi-Ho Silvers.
– George, me voy a almorzar -dijo.
– ¿Te importa que te acompañe? -preguntó él mirando la oficina vacía.
– Lo siento, George, pero tengo una cita -dijo, mintiendo alegremente-. Además, alguien tiene que vigilar el fuerte.
Bajó la escalera y salió de la comisaría por la puerta principal para dar la vuelta hacia St Leonard's Lane. Iba mirando la pantalla del móvil por si había mensajes cuando sintió una pesada mano en el hombro y una voz profunda que graznaba: «Hola». Giró sobre sus talones, dejando caer el libro y el móvil, y agarró con fuerza una muñeca retorciéndola hacia abajo para obligar al agresor a caer de rodillas.
– ¡La puta que me…! -exclamó el hombre casi sin respiración.
Siobhan sólo le veía la parte superior de la cabeza. Pelo corto peinado con algunos mechones en punta; vestía un traje marengo y era un tipo fuerte pero no alto.
No era Martin Fairstone.
– ¿Quién es usted? -le preguntó entre dientes, sin soltarle la muñeca pegada a la espalda.
Oyó que se abrían y cerraban las portezuelas de algunos coches y vio que un hombre y una mujer se acercaban corriendo.
– Sólo quería hablar con usted. Soy periodista. Me llamo Holly… Steve Holly -farfulló el desconocido.
Siobhan le soltó y Holly se sujetó el brazo dolorido mientras se levantaba.
– ¿Qué sucede? -preguntó la mujer.
Siobhan vio que era Whiteread, la investigadora del Ejército, acompañada de Simms, quien le sonreía complacido por su rapidez de reflejos.
– Nada -respondió ella.
– Pues no lo parece -replicó Whiteread mirando fijamente a Steve Holly.
– Es periodista -añadió Siobhan.
– De haberlo sabido, habríamos tardado un poco más en intervenir -comentó Simms.
– Gracias -musitó Holly restregándose el codo y mirando a Whiteread y a Simms-. A ustedes les conozco; les he visto antes, delante del piso de Lee Herdman, si no me equivoco. Creía que conocía a todos los polis de St Leonard -añadió irguiéndose y tendiendo una mano a Simms, tomándole por el superior-. Me llamo Steve Holly.
Simms miró a Whiteread y Holly, dándose cuenta de su error, desplazó rápidamente la mano hacia la mujer y repitió su nombre, pero Whiteread no le hizo el menor caso.
– ¿Trata siempre al cuarto poder de esta manera, sargento Clarke? -preguntó.
– A veces les hago una llave de cabeza.
– Muy buena idea, la versatilidad en el ataque -concedió Whiteread.
– Así se desconcierta al enemigo -añadió Simms.
– Me da la impresión de que se están cachondeando -dijo Holly.
Siobhan se agachó a recoger el libro y el móvil, y miró si se había roto.
– ¿Qué es lo que quería? -preguntó al periodista.
– Hacerle un par de preguntas.
– ¿Sobre qué, exactamente?
– ¿Seguro que no desea hablar en privado, sargento Clarke? – añadió mirando a la pareja de la policía militar.
– En cualquier caso, no tengo nada que decirle -añadió Siobhan.
– ¿Cómo lo sabe antes de escucharme?
– Porque sé que va a preguntarme algo sobre Martin Fairstone.
– Ah, vaya -dijo Holly enarcando una ceja-. Bueno, tal vez fuese mi primera intención, pero ahora también me intriga por qué está tan nerviosa y por qué no quiere hablar de Fairstone.
«Estoy nerviosa por culpa de Fairstone», sintió ganas de gritar Siobhan, pero lo que hizo fue lanzar un bufido para cortar la conversación. Ya no podía ir al Cobertizo de Máquinas porque Holly iría tras ella y se sentaría a su mesa.
– Me vuelvo a la comisaría -dijo.
– Vigile que nadie le ponga la mano en el hombro -comentó Holly-. Y presente mis excusas al inspector Rebus.
Siobhan no pensaba morder el anzuelo. Se dirigió a la puerta y se encontró con Whiteread bloqueándole el paso.
– ¿Podemos hablar?
– Es mi hora del almuerzo.
– No me importaría comer algo a mí también -dijo Whiteread mirando a su compañero, que asintió con la cabeza.
Siobhan suspiró.
– Muy buen, pasen -dijo empujando la puerta giratoria, seguida por la mujer.
Simms se detuvo un instante para dirigirse al periodista.
– ¿Trabaja en un periódico? -preguntó. Holly asintió con la cabeza y Simms sonrió-. Una vez maté a un hombre con un periódico – añadió antes de cruzar la puerta de St Leonard.
* * *
No quedaba mucho que comer en la cantina. Whiteread y Siobhan pidieron sendos sándwiches y Simms un plato de patatas fritas y judías.
– ¿Qué quiso decir ese periodista de Rebus? -preguntó Whiteread removiendo el azúcar del té.
– No tiene importancia -contestó Siobhan.
– ¿Lo dice de verdad?
– Escuche…
– No somos el enemigo, Siobhan. Me consta que lo más probable es que no le inspiren confianza sus propios compañeros de otras comisarías, y menos unos desconocidos como nosotros. Pero estamos en el mismo bando.
– No tengo ningún problema con eso; pero lo que acaba de pasar no tiene nada que ver con Port Edgar, Lee Herdman ni las SAS.
Whiteread la miró, luego se encogió de hombros aceptando la explicación.
– Bien, ¿de qué quería hablar? -añadió Siobhan.
– En realidad, era con el inspector Rebus con quien queríamos hablar.
– Rebus no está aquí.
– Eso nos dijeron en South Queensberry.
– ¿Y así y todo han venido?
Whiteread miró minuciosamente el contenido del bocadillo.
– Es evidente.
– ¿Él no estaba… pero sabían que yo sí?
Whiteread sonrió.
– Rebus intentó ingresar en las SAS pero no aprobó.
– Si usted lo dice…
– ¿Alguna vez le ha contado lo que sucedió?
Siobhan optó por no responder, y no tener que admitir que Rebus no le había contado aquel episodio de su vida. Whiteread interpretó su silencio como una respuesta afirmativa.
– Se rajó, abandonó el Ejército con una depresión nerviosa y estuvo viviendo un tiempo en una playa al norte de Escocia.
– En Fife -añadió Simms con la boca llena de patatas fritas.
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