– Señor Niles -dijo Rebus inclinándose levemente-, Lee ha desaparecido y queremos averiguar qué ha sucedido.
– ¿Ha desaparecido?
Rebus se encogió de hombros.
– Desde South Queensferry hasta aquí hay un viaje largo en coche. Debían de ser muy amigos.
– Servimos juntos en el Ejército.
Rebus asintió con la cabeza.
– En el regimiento de las SAS -dijo-. ¿En la misma compañía?
– En el escuadrón C.
– Yo también estuve a punto de ingresar -añadió Rebus con una sonrisa-. Era paracaidista… y solicité el ingreso.
– ¿Y qué pasó?
Rebus trataba de no pensar en aquellos tiempos que tantos horrores evocaban para él.
– Me catearon en el entrenamiento.
– ¿Hasta dónde llegó?
Era más fácil decir la verdad que mentir.
– Aprobé todo menos la parte psicológica.
Una gran sonrisa cruzó el rostro de Niles.
– Le machacaron.
Rebus asintió con la cabeza.
– Como un puto huevo, compañero.
«Compañero», lenguaje militar.
– ¿Cuándo fue eso?
– A principios de los setenta.
– Yo ingresé algo más tarde -dijo Niles recordando-. Tuvieron que cambiar las pruebas. Antes eran mucho más duras.
– A mí me tocó.
– ¿Le machacaron en las pruebas? ¿Qué le hicieron? -preguntó Niles entrecerrando los ojos.
Estaba más despierto ahora que sostenía una conversación en la que alguien contestaba a sus preguntas.
– Me encerraron en un calabozo con ruidos constantes y la luz permanentemente encendida. Se oían ruidos y gritos de otras celdas.
Rebus era consciente de que todos estaban pendientes de él. Niles dio una palmada.
– ¿Y el helicóptero? -preguntó. Cuando Rebus asintió, Niles dio otra palmada y se volvió hacia la doctora-. Te tapaban la cabeza con un saco, te subían a un helicóptero y te decían que si no confesabas te tiraban. ¡El helicóptero volaba a sólo dos metros del suelo pero no lo sabíamos! -Se volvió hacia Rebus-. Es una auténtica putada -añadió tendiendo la mano al inspector.
– Ya lo creo -dijo Rebus tratando de abstraerse del agudo dolor que le produjo el apretón de Niles.
– A mí me parece una barbarie -comentó la doctora, que había palidecido.
– O te rompes o te haces -replicó Niles.
– A mí me rompió -dijo Rebus-. Y usted, Robert, ¿se hizo?
– Durante un tiempo, sí -respondió Niles algo más calmado-. Pero cuando sales de allí… es cuando te amasa.
– ¿Por qué?
– Por todo lo que has… -Enmudeció como una estatua. ¿Sería por efecto de algún medicamento? Vieron que la doctora les hacía un gesto para que no se preocuparan. Era simplemente que el gigantón pensaba-. Yo conocí a algunos paracaidistas -prosiguió-. Eran duros los cabrones.
– Yo estuve en la segunda compañía de infantería ligera, en los paracaidistas -dijo Rebus.
– Entonces, sirvió en el Ulster.
Rebus asintió con la cabeza.
– Y en otras partes -añadió.
Niles se tocó la aleta de la nariz y Rebus imaginó aquellos dedos empuñando un puñal y cortando un cuello suave y blanco de mujer.
– Punto en boca -dijo Niles.
Pero a Rebus la palabra que no se le iba de la cabeza era «cuello».
– La última vez que vio a Lee, ¿lo encontró normal? -le pregunto con tono tranquilo-. ¿Sabe si le preocupaba algo?
Niles negó con la cabeza.
– Lee siempre pone al mal tiempo buena cara. Yo nunca sé si está deprimido.
– Pero ¿le consta que a veces está deprimido?
– Estamos entrenados para que no se note. ¡Somos hombres!
– Exacto -apostilló Rebus.
– El Ejército no quiere lloricas. Los lloricas son incapaces de matar a un desconocido o de lanzarle una granada. Tienes que ser capaz… te entrenan para… -No le salían las palabras y retorció las manos como para hacerlas salir retorciéndolas. Miró a Rebus y Hogan-. A veces… a veces no saben cómo desconectarnos.
– ¿Cree que ése es también el caso de Lee?
Niles le miró fijamente.
– Ha hecho algo, ¿verdad?
Hogan se mordió la lengua y miró a la doctora en busca de ayuda, pero ya era demasiado tarde. Niles comenzó a levantarse despacio de la silla.
– Me voy -dijo yendo hacia la puerta.
Hogan abrió la boca para decir algo pero Rebus le tocó en el brazo para contenerlo, sabiendo que probablemente estuviera a punto de lanzar una granada en la sala: «Su amigo se ha suicidado llevándose a unos colegiales por delante»… La doctora Lesser se levantó y se acercó a la puerta, para asegurarse de que Niles se había marchado realmente. Una vez que lo hubo comprobado se sentó en la silla vacía.
– Es muy despierto -comentó Rebus.
– ¿Despierto?
– Quiero decir que conserva bastante el control. ¿Es por la medicación?
– La medicación desempeña su papel -dijo la doctora cruzando las piernas enfundadas en el pantalón.
Rebus advirtió que no llevaba ninguna joya, ni pendientes, ni pulseras ni collar.
– Cuando se «cure»… ¿volverá a la cárcel?
– La gente piensa que ingresar aquí es una suerte. Pero no es así, créanme.
– No me refería a eso. Lo decía por…
– Si no recuerdo mal -terció Hogan-, Niles no llegó a explicar el motivo por el que degolló a su esposa. ¿Se ha sincerado en ese sentido con usted, doctora?
Ella le miró sin pestañear.
– Eso no tiene nada que ver con su visita.
– Es cierto. Era simple curiosidad -añadió Hogan encogiéndose de hombros.
La doctora se volvió hacia Rebus.
– Tal vez sea una especie de lavado de cerebro -dijo.
– ¿A qué se refiere? -inquirió Hogan.
Fue Rebus quien le contestó:
– La doctora está de acuerdo con Niles: piensa que el Ejército entrena a hombres para matar y luego no los desconecta antes de su vuelta a la vida civil.
– Hay muchas evidencias documentadas sobre eso -añadió Lesser con una leve palmada de ambas manos en los muslos para indicarles que había concluido la visita.
Rebus se levantó a la vez que ella, pero Hogan se mostró reacio.
– Doctora, hemos venido desde muy lejos -dijo.
– No creo que vayan a obtener nada de Robert. Hoy no.
– No sé si nos será posible volver.
– Eso es decisión suya, por supuesto.
Hogan se puso finalmente en pie.
– ¿Con qué frecuencia ve a Niles? -preguntó.
– Todos los días.
– Me refiero cara a cara.
– ¿Por qué lo pregunta?
– Quizá cuando lo vea la próxima vez, pueda preguntarle sobre su amigo Lee.
– Quizás.
– Y si le dice algo…
– Eso quedará entre él y yo.
Hogan asintió con la cabeza.
– La confidencialidad sobre el paciente -dijo-. Lo que sucede es que hay unos padres que han perdido a sus hijos. Tampoco estaría mal que por primera vez pensara usted en las víctimas. -El tono de Hogan se había endurecido. Rebus tiraba de él hacia la puerta.
– Disculpe a mi colega -dijo a la doctora-. Comprenda que un caso como éste influye en el ánimo.
– Sí… naturalmente -replicó ella suavizando levemente la expresión-. Si esperan un momento, llamaré a Billy.
– Creo que podremos encontrar la salida -dijo Rebus, pero nada más salir al pasillo vieron que Billy venía hacia ellos-. Gracias por su ayuda, doctora. Bobby -añadió-, da las gracias a la amable doctora.
– Gracias, doctora -atinó a gruñir Hogan soltándose de Rebus y echando a andar por el pasillo.
Rebus se disponía a seguirle cuando oyó que la doctora le llamaba y se dio la vuelta.
– Inspector Rebus, quizá debería hablar con alguien. Me refiero a un psicólogo.
– Hace treinta años que dejé el Ejército, doctora Lesser.
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