Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Señor Niles -dijo Rebus inclinándose levemente-, Lee ha desaparecido y queremos averiguar qué ha sucedido.

– ¿Ha desaparecido?

Rebus se encogió de hombros.

– Desde South Queensferry hasta aquí hay un viaje largo en coche. Debían de ser muy amigos.

– Servimos juntos en el Ejército.

Rebus asintió con la cabeza.

– En el regimiento de las SAS -dijo-. ¿En la misma compañía?

– En el escuadrón C.

– Yo también estuve a punto de ingresar -añadió Rebus con una sonrisa-. Era paracaidista… y solicité el ingreso.

– ¿Y qué pasó?

Rebus trataba de no pensar en aquellos tiempos que tantos horrores evocaban para él.

– Me catearon en el entrenamiento.

– ¿Hasta dónde llegó?

Era más fácil decir la verdad que mentir.

– Aprobé todo menos la parte psicológica.

Una gran sonrisa cruzó el rostro de Niles.

– Le machacaron.

Rebus asintió con la cabeza.

– Como un puto huevo, compañero.

«Compañero», lenguaje militar.

– ¿Cuándo fue eso?

– A principios de los setenta.

– Yo ingresé algo más tarde -dijo Niles recordando-. Tuvieron que cambiar las pruebas. Antes eran mucho más duras.

– A mí me tocó.

– ¿Le machacaron en las pruebas? ¿Qué le hicieron? -preguntó Niles entrecerrando los ojos.

Estaba más despierto ahora que sostenía una conversación en la que alguien contestaba a sus preguntas.

– Me encerraron en un calabozo con ruidos constantes y la luz permanentemente encendida. Se oían ruidos y gritos de otras celdas.

Rebus era consciente de que todos estaban pendientes de él. Niles dio una palmada.

– ¿Y el helicóptero? -preguntó. Cuando Rebus asintió, Niles dio otra palmada y se volvió hacia la doctora-. Te tapaban la cabeza con un saco, te subían a un helicóptero y te decían que si no confesabas te tiraban. ¡El helicóptero volaba a sólo dos metros del suelo pero no lo sabíamos! -Se volvió hacia Rebus-. Es una auténtica putada -añadió tendiendo la mano al inspector.

– Ya lo creo -dijo Rebus tratando de abstraerse del agudo dolor que le produjo el apretón de Niles.

– A mí me parece una barbarie -comentó la doctora, que había palidecido.

– O te rompes o te haces -replicó Niles.

– A mí me rompió -dijo Rebus-. Y usted, Robert, ¿se hizo?

– Durante un tiempo, sí -respondió Niles algo más calmado-. Pero cuando sales de allí… es cuando te amasa.

– ¿Por qué?

– Por todo lo que has… -Enmudeció como una estatua. ¿Sería por efecto de algún medicamento? Vieron que la doctora les hacía un gesto para que no se preocuparan. Era simplemente que el gigantón pensaba-. Yo conocí a algunos paracaidistas -prosiguió-. Eran duros los cabrones.

– Yo estuve en la segunda compañía de infantería ligera, en los paracaidistas -dijo Rebus.

– Entonces, sirvió en el Ulster.

Rebus asintió con la cabeza.

– Y en otras partes -añadió.

Niles se tocó la aleta de la nariz y Rebus imaginó aquellos dedos empuñando un puñal y cortando un cuello suave y blanco de mujer.

– Punto en boca -dijo Niles.

Pero a Rebus la palabra que no se le iba de la cabeza era «cuello».

– La última vez que vio a Lee, ¿lo encontró normal? -le pregunto con tono tranquilo-. ¿Sabe si le preocupaba algo?

Niles negó con la cabeza.

– Lee siempre pone al mal tiempo buena cara. Yo nunca sé si está deprimido.

– Pero ¿le consta que a veces está deprimido?

– Estamos entrenados para que no se note. ¡Somos hombres!

– Exacto -apostilló Rebus.

– El Ejército no quiere lloricas. Los lloricas son incapaces de matar a un desconocido o de lanzarle una granada. Tienes que ser capaz… te entrenan para… -No le salían las palabras y retorció las manos como para hacerlas salir retorciéndolas. Miró a Rebus y Hogan-. A veces… a veces no saben cómo desconectarnos.

– ¿Cree que ése es también el caso de Lee?

Niles le miró fijamente.

– Ha hecho algo, ¿verdad?

Hogan se mordió la lengua y miró a la doctora en busca de ayuda, pero ya era demasiado tarde. Niles comenzó a levantarse despacio de la silla.

– Me voy -dijo yendo hacia la puerta.

Hogan abrió la boca para decir algo pero Rebus le tocó en el brazo para contenerlo, sabiendo que probablemente estuviera a punto de lanzar una granada en la sala: «Su amigo se ha suicidado llevándose a unos colegiales por delante»… La doctora Lesser se levantó y se acercó a la puerta, para asegurarse de que Niles se había marchado realmente. Una vez que lo hubo comprobado se sentó en la silla vacía.

– Es muy despierto -comentó Rebus.

– ¿Despierto?

– Quiero decir que conserva bastante el control. ¿Es por la medicación?

– La medicación desempeña su papel -dijo la doctora cruzando las piernas enfundadas en el pantalón.

Rebus advirtió que no llevaba ninguna joya, ni pendientes, ni pulseras ni collar.

– Cuando se «cure»… ¿volverá a la cárcel?

– La gente piensa que ingresar aquí es una suerte. Pero no es así, créanme.

– No me refería a eso. Lo decía por…

– Si no recuerdo mal -terció Hogan-, Niles no llegó a explicar el motivo por el que degolló a su esposa. ¿Se ha sincerado en ese sentido con usted, doctora?

Ella le miró sin pestañear.

– Eso no tiene nada que ver con su visita.

– Es cierto. Era simple curiosidad -añadió Hogan encogiéndose de hombros.

La doctora se volvió hacia Rebus.

– Tal vez sea una especie de lavado de cerebro -dijo.

– ¿A qué se refiere? -inquirió Hogan.

Fue Rebus quien le contestó:

– La doctora está de acuerdo con Niles: piensa que el Ejército entrena a hombres para matar y luego no los desconecta antes de su vuelta a la vida civil.

– Hay muchas evidencias documentadas sobre eso -añadió Lesser con una leve palmada de ambas manos en los muslos para indicarles que había concluido la visita.

Rebus se levantó a la vez que ella, pero Hogan se mostró reacio.

– Doctora, hemos venido desde muy lejos -dijo.

– No creo que vayan a obtener nada de Robert. Hoy no.

– No sé si nos será posible volver.

– Eso es decisión suya, por supuesto.

Hogan se puso finalmente en pie.

– ¿Con qué frecuencia ve a Niles? -preguntó.

– Todos los días.

– Me refiero cara a cara.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Quizá cuando lo vea la próxima vez, pueda preguntarle sobre su amigo Lee.

– Quizás.

– Y si le dice algo…

– Eso quedará entre él y yo.

Hogan asintió con la cabeza.

– La confidencialidad sobre el paciente -dijo-. Lo que sucede es que hay unos padres que han perdido a sus hijos. Tampoco estaría mal que por primera vez pensara usted en las víctimas. -El tono de Hogan se había endurecido. Rebus tiraba de él hacia la puerta.

– Disculpe a mi colega -dijo a la doctora-. Comprenda que un caso como éste influye en el ánimo.

– Sí… naturalmente -replicó ella suavizando levemente la expresión-. Si esperan un momento, llamaré a Billy.

– Creo que podremos encontrar la salida -dijo Rebus, pero nada más salir al pasillo vieron que Billy venía hacia ellos-. Gracias por su ayuda, doctora. Bobby -añadió-, da las gracias a la amable doctora.

– Gracias, doctora -atinó a gruñir Hogan soltándose de Rebus y echando a andar por el pasillo.

Rebus se disponía a seguirle cuando oyó que la doctora le llamaba y se dio la vuelta.

– Inspector Rebus, quizá debería hablar con alguien. Me refiero a un psicólogo.

– Hace treinta años que dejé el Ejército, doctora Lesser.

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