Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Kate, quisiera preguntarle -metió la cuchara un periodista-, ¿cómo cree que lograrán que el gobierno escuche la voz de las víctimas?

– No sé si podremos lograrlo; quizás haya llegado el momento de prescindir totalmente del gobierno y hacer un llamamiento directo a los que matan y hieren con esas armas, a los que las introducen en el país…

Bell alzó aún más la voz.

– Ya en 1996 el Ministerio del Interior reconoció que en el Reino Unido entraban dos mil pistolas ilegalmente a la semana (a la «semana»)… muchas de ellas por el túnel del Canal. Desde que entró en efecto la prohibición después de Dunblane, las muertes por pistola han aumentado un cuarenta por ciento…

– Kate, ¿qué opina de…?

Rebus se había alejado y vuelto al coche de Siobhan. Cuando ella llegó hasta él, estaba encendiendo un cigarrillo, o más bien intentando encenderlo. El viento apagaba una y otra vez el encendedor.

– ¿No vas a ayudarme? -preguntó.

– No.

– Gracias.

Pero Siobhan cedió y abrió su abrigo para cubrirle y permitirle encenderlo. Rebus le dio las gracias con una inclinación de cabeza.

– ¿Has visto bastante? -preguntó ella.

– ¿No te parece que somos peor que los morbosos?

Siobhan reflexionó un instante y negó con la cabeza.

– Nosotros somos parte interesada.

– Es una forma de verlo.

La multitud comenzaba a dispersarse; algunos se detenían a contemplar el improvisado altar en el seto, pero el resto empezó a discurrir por delante de Rebus y Siobhan. Las caras eran serias, resueltas, llorosas. Pasó una mujer abrazada a sus dos hijos adolescentes que caminaban risueños sin entender los sollozos de la madre. Un anciano, apoyándose con firmeza en su bastón, avanzaba con gran tesón decidido a volver a su casa solo y rehusando tenaz la ayuda de quienes se ofrecían.

Había un grupo de quinceañeros con uniforme de Port Edgar. Rebus estaba seguro de que los habrían filmado decenas de cámaras desde su llegada. A las chicas se les había corrido el rímel y ellos parecían fuera de lugar, casi arrepentidos de haber ido. Rebus escrutó el grupo buscando a la señorita Teri, pero no la vio entre ellos.

– ¿No es ése tu amigo? -preguntó Siobhan señalando con la cabeza. Rebus miró hacia la multitud y vio inmediatamente a quién se refería.

Johnson Pavo Real caminaba entre los que regresaban a casa, y a su lado, medio metro más abajo, iba Demonio Bob, quien se había quitado la gorra de béisbol durante el acto y mostraba la coronilla calva. En ese momento volvía a ponérsela. Johnson se había vestido para la ocasión: una camisa gris brillante, tal vez de seda, debajo de una gabardina larga negra. Alrededor del cuello llevaba una corbata negra sujeta con un pasador de plata. Él también se había quitado el sombrero, de fieltro gris, que sujetaba entre las manos y hacía girar con los dedos.

Fue como si Johnson sintiera que le observaban. Al cruzar su mirada con la de Rebus, él hizo una seña con el dedo para que fuera hacia ellos. Johnson dijo algo a su lugarteniente y ambos se apartaron de la multitud y se acercaron.

– Veo, señor Rebus, que ha venido a presentar sus respetos como buen caballero que usted sin duda se considera.

– Ésa es mi explicación. ¿Y la tuya?

– La misma, señor Rebus, la misma.

Hizo una reverencia dirigida a Siobhan.

– ¿La señora es amiga o una colega suya?

– Lo último -respondió Rebus.

– Lo uno no quita lo otro, como suele decirse -añadió sonriendo a Siobhan mientras se ponía el sombrero.

– ¿Ves a aquel hombre? -dijo Rebus señalando con la cabeza hacia el lugar en que Bell concluía la entrevista-. Si le digo quién eres y lo que haces, se llevará una alegría.

– ¿Quién, el señor Bell? Lo primero que hicimos al llegar fue firmar su petición, ¿verdad, pequeño? -dijo mirando a su acompañante, quien no pareció entender pero asintió con la cabeza de todas formas-. Ya ve que tengo la conciencia limpia.

– Eso no explica en absoluto qué hacías aquí… a menos que esa conciencia que dices limpia se sintiera culpable.

– Eso ha sido un golpe bajo, si me permite decirlo -replicó Johnson con un guiño exagerado-. Da las buenas noches a estos amables policías -dijo dando una palmada en el hombro de Demonio Bob.

– Buenas noches, amables policías.

Con una sonrisa en su rostro rollizo, Johnson Pavo Real volvió a integrarse en la muchedumbre y siguió caminando cabizbajo como sumido en cristiana reflexión. Bob le fue a la zaga unos pasos más atrás como un perrillo que su amo ha sacado de paseo.

– ¿Qué conclusión sacas de esto? -preguntó Siobhan.

Rebus meneó despacio la cabeza de un lado a otro.

– Quizá tu comentario sobre la culpabilidad no estuvo muy atinado -añadió ella.

– Me encantaría tener un motivo para encerrar a ese cabrón.

Siobhan le dirigió una mirada inquisitiva, pero Rebus observaba de nuevo a Jack Bell que susurraba algo al oído de Kate Renshaw. La joven asintió con la cabeza y el diputado le dio un apretón.

– ¿Crees que esa chica tiene futuro en política? -musitó Siobhan.

– Espero con toda mi alma que sea eso lo único que la atrae -respondió Rebus aplastando sin contemplaciones la colilla con el zapato.

TERCER DÍA . Jueves

Capítulo 8

– ¿No te parece que este país es un asco? -dijo Bobby Hogan.

A Rebus le pareció que la pregunta no era justa. Iban por la M 74, la carretera más peligrosa de Escocia. Los camiones articulados y los remolques salpicaban sin piedad al Passat de Hogan con nueve partes de grava por una de agua. Los limpiaparabrisas, que funcionaban al máximo, no daban abasto, pese a lo cual Hogan intentaba ir a más de ciento sesenta. Para alcanzarlos tendría que adelantar a todos los camiones, los conductores de los vehículos pesados se divertían jugando a una especie de pídola, y ponerse a la cola de los coches que intentaba pasar.

Edimburgo había amanecido con un sol lechoso, pero Rebus sabía que no iba a durar mucho. El cielo estaba demasiado cargado de neblina, borroso como las buenas intenciones de un bebedor. Hogan había decidido que se encontrarían en St Leonard, y cuando llegó, la mole de piedra del Arthur's Seat estaba ya oculta entre nubes. Ni David Copperfield habría hecho el truco más rápido. Cuando el macizo empezaba a desvanecerse, había lluvia segura. Habían comenzado a caer antes de que llegaran a las afueras. Hogan puso los limpiaparabrisas en movimiento intermitente y poco después, en continuo. En ese momento, ya en la M 74 al sur de Glasgow pasaban a toda velocidad de un carril a otro como el Correcaminos.

– Este tiempo, este tráfico… ¿cómo lo aguantamos? -añadió Hogan.

– ¿Penitencia? -sugirió Rebus.

– ¿Y qué hemos hecho para merecerla?

– Como tú dices, Bobby, algo debe de impedirnos progresar.

– Tal vez seamos sólo vagos.

– No podemos cambiar el tiempo. Respecto al exceso de tráfico, me imagino que se podría hacer algo, pero ninguna medida da resultado, así que ¿para qué molestarse?

– Eso es lo que pasa, nos importa un rábano -dijo Hogan alzando un dedo.

– ¿Crees que es un defecto?

– Una virtud no creo que sea -replicó Hogan encogiéndose de hombros.

– No, no creo.

– Este país se ha ido a la mierda, John. El trabajo está difícil, los políticos con sus hocicos en el abrevadero, la juventud… Qué sé yo -añadió suspirando profundamente.

– ¿Te ha puesto de mal humor el telediario de la mañana, Bobby?

Hogan negó con la cabeza.

– Lo pienso desde hace ya mucho tiempo.

– Vale, gracias por invitarme al confesionario.

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