– Para mí Fairstone era decididamente un segunda clase.
La miró. Parecía cansada y tensa a la vez, una mezcla potencialmente peligrosa. Sin querer le vino a la mente la imagen de Andy Callis.
– Quizá Ray Duff pueda aclararme algo -dijo Siobhan.
– Si alguien puede, ése es Ray.
Llegaron los cafés y Siobhan se llevó la taza a los labios.
– Mañana te van a linchar, ¿no? -añadió.
– Tal vez -contestó él-. Pero creo que tú debes mantenerte al margen. Eso quiere decir que no hables con los conocidos de Fairstone. Si los de Quejas te sorprenden pensarán que estamos conchabados.
– ¿Tú crees que fue Fairstone el que murió en el incendio?
– No hay motivo para dudarlo.
– Excepto por el mensaje.
– No era su estilo, Siobhan. Él no habría enviado una carta por correo; te habría acosado físicamente como en otras ocasiones.
Siobhan reflexionó un instante.
– Sí, claro -dijo al fin.
Se hizo un silencio y los dos sorbieron el café fuerte y amargo.
– ¿Seguro que te encuentras bien? -preguntó él al fin.
– Muy bien.
– ¿De verdad?
– ¿Quieres que te lo ponga por escrito?
– Quiero que estés bien de verdad.
Los ojos de Siobhan se ensombrecieron, pero no dijo nada. Llegó la pizza y Rebus la cortó en trozos, animándola a que comiera uno. Volvió a hacerse un silencio mientras comían. Los bebedores de la mesa se levantaron y se marcharon sin dejar de reír hasta que estuvieron en la calle. El camarero que los había servido, al cerrar la puerta, alzó los ojos al cielo, contento de que el local recuperase la calma.
– ¿Todo bien por aquí?
– Sí -contestó Rebus sin quitar los ojos de Siobhan.
– Sí -dijo ella, sosteniéndole la mirada.
Siobhan le dijo que le llevaba a casa. Al subir al coche Rebus miró el reloj. Las once en punto.
– Pon las noticias a ver si lo de Port Edgar sigue siendo la noticia principal -dijo.
Ella asintió con la cabeza y puso la radio.
– «… donde esta noche se celebra una concentración con velas. Nuestra enviada Janice Graham está allí.»
«Esta noche los vecinos de South Queensferry harán oír sus voces. Se entonarán himnos religiosos y presidirá el sacerdote de la localidad acompañado del capellán del colegio. Aunque es muy posible que el fuerte viento que en estos momentos sopla desde el estuario de Forth desluzca esta concentración con velas. Pese a ello, comienza ya a congregarse un buen número de personas entre las que se encuentra el diputado Jack Bell. El señor Bell, cuyo hijo resultó herido en la tragedia, espera lograr apoyo para su campaña legislativa contra las armas de fuego. Anteriormente el parlamentario había manifestado…»
En un semáforo, Siobhan y Rebus intercambiaron una mirada y ella asintió con la cabeza; no necesitaban decirse nada. Al ponerse verde el disco luminoso, Siobhan avanzó hasta el cruce, arrimó el coche al bordillo para no entorpecer el tráfico y giró en redondo.
* * *
La concentración estaba convocada ante las puertas del colegio. Había algunas velas cuya llama resistía el viento, pero casi todos los presentes, previsores, habían optado por traer antorchas. Siobhan aparcó en doble fila junto a una camioneta de televisión. Los periodistas estaban en el terreno de la acción: cámaras, micrófonos, focos. Pero por cada uno de ellos se contaban diez asistentes entre cantores y simples curiosos.
– Debe de haber cuatrocientas personas -comentó Siobhan.
Rebus asintió con la cabeza. La carretera estaba llena de gente. A cierta distancia se veían policías con las manos a la espalda como actitud de respeto. Rebus vio que un grupo de periodistas había apartado a Jack Bell a un rincón, y no dejaban de asentir con la cabeza y tomar notas, llenando página tras página con lo que decía.
– Qué detalle -comentó Siobhan, y Rebus vio que se refería a que el diputado llevaba un brazalete negro.
– Sí, muy sutil, desde luego -comentó Rebus.
En aquel momento Bell los vio, y no les quitó el ojo de encima mientras seguía con sus declaraciones. Rebus comenzó a abrirse paso entre la multitud poniéndose de puntillas para ver lo que sucedía al otro lado de la verja. El sacerdote era alto, joven y tenía buena voz. A su lado estaba una mujer mucho más baja de su misma edad, y Rebus se figuró que era la capellana del colegio Port Edgar. Alguien le tiró del brazo, miró a la izquierda y vio a Kate Renshaw, bien abrigada, tapándose la boca con una bufanda rosa. Él asintió con la cabeza y le sonrió. Cerca de ellos, un par de hombres que cantaban con entusiasmo pero desafinando, parecían recién salidos de algún mesón del pueblo. Rebus notó el olor a cerveza y tabaco al tiempo que uno daba al otro un codazo en el costado para que mirara hacia una cámara de televisión, y ambos enderezaron el torso y siguieron cantando con todas sus ganas.
No estaba seguro de si serían de South Queensferry, pero lo más probable era que fuesen forasteros con ganas de verse al día siguiente en la televisión…
El canto terminó y la capellana inició un discurso, con una voz débil que apenas dejaba oír el fuerte viento que soplaba desde la costa. Rebus miró a Kate otra vez y le hizo señas para que fuera hasta la parte de atrás de la multitud. Ella le siguió hasta donde estaba Siobhan. Un operador de televisión se había subido a la tapia del colegio a filmar una panorámica de la concentración, pero uno de los policías de uniforme le ordenó bajar.
– Hola, Kate -dijo Rebus.
– Hola -dijo ella bajándose la bufanda.
– ¿No ha venido tu padre? -preguntó él, y la joven negó con la cabeza.
– Apenas sale de casa -contestó envolviéndose el cuerpo con los brazos y meciéndose sobre la punta de los pies, muerta de frío.
– Cuánta gente -comentó Rebus mirando a la multitud.
Kate asintió con la cabeza.
– Estoy sorprendida de que tanta gente me conozca y se acerque a darme el pésame por Derek.
– Un acto como éste moviliza a la gente -comentó Siobhan.
– Si no… ¿qué diría eso de nosotros? -Alguien más la saludó-. Perdonen, tengo que irme… -Y se fue hacia el corrillo de periodistas.
Era Bell quien le había hecho una seña para que se acercara al grupo de periodistas. Le pasó un brazo por los hombros y restallaron los fogonazos de los fotógrafos situados junto a un seto tras ellos.
La gente había depositado ramilletes, mensajes escritos a mano y fotos de las víctimas.
– … y gracias al apoyo de personas como ella creo que tenemos una oportunidad. Más que una oportunidad, porque hechos como éste no pueden tolerarse en lo que se pretende una sociedad civilizada. No queremos que vuelva a repetirse y por eso damos este paso…
En cuanto Bell hizo una pausa para mostrar a los periodistas una carpeta sujetapapeles, todos le asediaron a preguntas. El mantuvo su mano protectora sobre el hombro de Kate y fue respondiendo. «¿Protectora o propietaria?», pensó Rebus.
– Creo que esta petición es una buena idea… -dijo Kate.
– Una excelente idea -le corrigió Bell.
– … pero es sólo el principio. Lo verdaderamente necesario es que se actúe, que las autoridades intervengan para impedir que las armas vayan a parar donde no deben.
Al decir «autoridades», Kate miró hacia Rebus y Siobhan.
– Permítanme que les dé algunas cifras -volvió a terciar Bell enarbolando la carpeta-: Los crímenes por armas de fuego van en aumento… Aunque no digo nada nuevo, lo cierto es que las estadísticas no reflejan la realidad. Según quien proporciona los datos, el aumento anual de crímenes por armas de fuego es de un diez, de un veinte y hasta de un cuarenta por ciento. Cualquier aumento no sólo constituye una mala noticia, no sólo un lamentable baldón para la Policía y para los Servicios de Inteligencia, sino lo que es más importante…
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