Aparecieron los faros de otro coche y Rebus oyó que el taxista ponía en marcha el motor. Miró atrás pero el taxista sólo arrimaba el coche al bordillo; el otro vehículo disminuyó la marcha y luego se alejó con un acelerón nada dispuesto a verse envuelto.
– Ya entiendo: siendo cinco contra uno es muy posible que me sacudierais a gusto. Pero eso es lo de menos. Lo importante es lo que vendría después; porque de lo que podéis estar seguros es de que no pararía hasta que os juzgaran, sentenciaran y os metieran entre rejas. Ah, ¿que sois menores? Muy bien, os meten en un reformatorio guay. Sí, claro. Pero antes os encerrarán en Saughton. En la galería de adultos. Y eso, creedme, sí que os dará por culo. Por vuestro culo, para ser exactos.
– Éste es nuestro territorio; usted no es de aquí -espetó uno de ellos.
– Por eso me largo -dijo Rebus señalando hacia el taxi-. Con tu permiso…
Volvió a clavar los ojos en el jefecillo. Se llamaba Rab Fisher. Tenía quince años, y Rebus sabía que su pandilla se llamaba Los Perdidos y que los habían detenido muchas veces pero que luego los ponían en libertad sin cargos. Sus padres perjuraban que habían hecho cuanto podían, que le «había dado sus buenas palizas» las primeras veces que lo habían detenido, según el padre de Rab Fisher. «¿Qué más puedo hacer?»
Realmente, a Rebus no se le ocurría nada. De todos modos, era demasiado tarde. Era más fácil incluir en las estadísticas de delincuencia juvenil otra pandilla.
– ¿Me das permiso, Rab?
Rab Fisher le sostenía la mirada deleitándose con su efímero poder. Todos estaban pendientes de que diera el visto bueno.
– Un par de guantes no me vendría mal -dijo finalmente.
– Éstos no -replicó Rebus.
– Parecen calientes.
Rebus negó despacio con la cabeza y comenzó a quitarse un guante intentando reprimir el dolor. Le mostró la mano llena de ampollas.
– Cógelos si quieres, Rab, pero ya ves lo que había dentro…
– [Qué asco! -exclamó uno de los lugartenientes.
– Por eso digo que no creo que te sirvan.
Rebus volvió a ponerse el guante, les dio la espalda y fue hacia el taxi. Subió y cerró la puerta.
– Continúe -ordenó al taxista.
El taxi reanudó la marcha y Rebus miró al frente fingiendo que no sabía que los cinco clavaban los ojos en él. En el momento en que el taxista aceleraba se oyó un golpe en el techo y vieron caer medio ladrillo a la calzada.
– Un cañonazo de advertencia -dijo Rebus.
– Qué fácil es decirlo, jefe. No es su puto taxi.
En la calle principal se detuvieron en un semáforo en rojo. Vieron que en la otra acera había un coche parado y que el conductor examinaba un callejero a la luz del interior.
– Pobre desgraciado. No me gustaría perderme por estos pagos -comentó el taxista.
– De media vuelta -ordenó Rebus.
– ¿Qué?
– Que dé media vuelta y pare delante de ese coche.
– ¿Por qué?
– Porque lo digo yo -espetó Rebus.
Por el aspaviento que el hombre hizo, Rebus comprendió que no era precisamente el mejor servicio del día. En cuanto el semáforo cambió a verde, le dio al intermitente y giró para situarse junto al bordillo delante del coche parado. Rebus ya tenía el dinero en la mano.
– Quédese con el cambio -dijo al bajar.
– Bien que me lo he ganado, amigo.
Rebus se acercó al coche aparcado, abrió la portezuela del pasajero y subió.
– Qué noche tan agradable para pasear -le dijo a Siobhan Clarke.
– ¿Verdad que sí? -El callejero había desaparecido bajo su asiento. Miraba al taxista que se había bajado a examinar el techo de su vehículo-. ¿Y qué haces tú por aquí? -preguntó.
– Yo vengo de visitar a un amigo -contestó Rebus-. ¿Y tu excusa cuál es?
– ¿Necesito excusa?
El taxista meneaba la cabeza, y lanzó una mirada hosca hacia Rebus antes de a subir a su vehículo y de arrancar, girando en redondo hacia la seguridad del centro.
– ¿Qué calle buscabas? -preguntó Rebus. Ella le miró y él le sonrió-. Te he visto mirando el callejero. A ver si lo adivino: ¿la calle en que vivía Fairstone?
Siobhan tardó un instante en contestar.
– ¿Cómo lo sabes?
Rebus se encogió de hombros.
– Digamos que intuición masculina -respondió.
– Estoy impresionada -replicó ella enarcando una ceja-. ¿Es de allí de donde vienes tú?
– Fui a visitar a un amigo.
– ¿Cómo se llama?
– Andy Callis.
– No lo conozco.
– Andy era un agente que está de baja por enfermedad.
– Has dicho «era»… como si no le fueran a dar de alta.
– Ahora soy yo el que está impresionado -dijo Rebus cambiando de postura en el asiento-. Andy está acabado… mentalmente, quiero decir.
– ¿Del todo?
Rebus se encogió de hombros.
– Espero que… Bah, dejémoslo.
– ¿Dónde vive?
– En Alnwickhill -contestó él sin pensar.
Miró a Siobhan al darse cuenta de que no era una pregunta inocente. Ella sonreía.
– Eso está cerca de Howdenhall, ¿verdad? -preguntó Siobhan metiendo la mano debajo del asiento y sacando el plano-. Un poco lejos de aquí.
– Cierto, pero es que di un rodeo al volver.
– ¿Para echar un vistazo a la casa de Fairstone?
– Sí.
Siobhan, satisfecha, plegó el mapa.
– Yo estoy bajo sospecha. Eso me da derecho a husmear. ¿Tú por qué lo haces?
– Sólo pensaba… -replicó ella, incómoda por la inversión de papeles.
– Pensabas ¿qué? -Levantó la mano enguantada-. Déjalo. No te molestes en decir una mentira. Lo que yo creo es…
– ¿Qué?
– Que no buscabas la casa de Fairstone.
– Ah.
Rebus negó con la cabeza.
– No, ibas a husmear. A ver si podías hacer una pequeña investigación personal, quizá localizar a amigos y a gente que le conocía… Tal vez alguien como Johnson Pavo Real. ¿Qué tal voy?
– ¿Y por qué motivo iba a hacerlo?
– Me da la impresión de que no estás convencida de que Fairstone haya muerto.
– ¿De nuevo intuición masculina?
– Lo insinuaste cuando hablamos por teléfono.
Siobhan se mordió el labio inferior.
– ¿Quieres contármelo? -añadió Rebus en voz baja.
– He recibido un mensaje -contestó ella mirándose el regazo.
– ¿Qué clase de escrito?
– Estaba firmado por «Marty» y me esperaba en el St Leonard's.
Rebus reflexionó un instante.
– Entonces sé lo que hay que hacer.
– ¿Qué?
– Anda, vamos al centro y te lo enseñaré.
* * *
Lo que le enseñó fue High Street y la Trattoria Gordon's, donde abrían hasta tarde y tenían café fuerte y pasta.
Se sentaron en un reservado frente a frente en una mesita y pidieron dos expresos dobles.
– El mío descafeinado -se acordó de pedir Siobhan.
– ¿Por qué sin plomo? -preguntó Rebus.
– Estoy intentando tomar menos café.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Vas a comer algo, o también eso está verboten?
– No tengo hambre.
Rebus decidió que él sí y pidió una pizza de marisco, advirtiendo a Siobhan que tendría que ayudarle. En la parte de atrás de Gordon's estaba el comedor y sólo había una mesa con gente bullanguera que ya había cenado y tomaba licores. La zona en donde estaban ellos, cerca de la entrada, era para tomar algo o comer algo rápido.
– Bueno, repíteme lo que decía el mensaje.
Ella suspiró y se lo repitió.
– ¿El matasellos era local?
– Sí.
– ¿Sello de primera o de segunda clase?
– ¿Qué puede importar?
Rebus se encogió de hombros.
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