Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Si le digo la verdad -replicó Rebus encogiéndose de hombros-, podría estarme aquí toda la noche, pero me quedaría mucho más tranquilo si supiera qué tiene que darme.

– Se trata de los restos de un tal Martin Fairstone.

– Ah, ya -comentó Rebus removiéndose en la silla y cruzando las piernas.

– Sabe de quién hablo, por supuesto -añadió Curt aspirando el cigarrillo de tal manera que parecía que todo su rostro se retraía.

Hacía sólo cinco años que fumaba, como si estuviera dispuesto a poner a prueba su mortalidad.

– Le conocía -dijo Rebus.

– Ah, sí, por desgracia hay que hablar en pasado.

– Desgracia, no tanta. Yo no le echo de menos.

– Sea como fuere, el profesor Gates y yo… Bien, consideramos que hay zonas borrosas.

– ¿Se refiere a huesos y cenizas?

Curt negó despacio con la cabeza haciendo caso omiso de la guasa de Rebus.

– Los forenses nos aclararán algunas cosas -replicó bajando la voz-. La comisaria Templer ha insistido en que se realicen y creo que Gates hablará con ella mañana.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

– Templer piensa que usted está implicado de alguna manera en el homicidio.

La última palabra quedó flotando en el aire entre los dos. Rebus no necesitaba repetirla. Curt, anticipándose a una posible objeción, añadió:

– Presunto homicidio, creemos -dijo asintiendo despacio con la cabeza-. Hay evidencia de que lo ataron a la silla. Tengo fotos -añadió cogiendo una cartera que había dejado a su lado en el suelo.

– Doctor, probablemente, no debería enseñármelas -objetó Rebus.

– Lo sé, y no lo haría si pensara que existe la menor posibilidad de que usted fuera culpable. Pero le conozco, John -añadió mirándole.

Rebus miraba la cartera.

– No es la primera vez que la gente se equivoca respecto a mí.

– Quizá -dijo el doctor.

Puso el sobre marrón en la mesa entre los dos, encima de los posavasos húmedos. Rebus lo cogió y lo abrió. Había dos docenas de fotos de la cocina con un fondo todavía humeante; Martin Fairstone era apenas reconocible, no parecía un ser humano, más bien un maniquí chamuscado y cubierto de ampollas. Estaba tumbado boca abajo. Tras él había una silla reducida a un par de palos carbonizados y restos del asiento. Lo que llamó la atención de Rebus fue la cocina. Tenía la superficie casi intacta. La freidora estaba encima de uno de los quemadores. Si la limpiaran, podría usarse… Costaba entender que una simple freidora hubiera sobrevivido y un ser humano no.

– Lo que se observa aquí es cómo la silla se cayó hacia delante, y con ella la víctima. Se diría que cayó de rodillas, se dio de bruces contra el suelo y acabó tendido boca abajo. ¿Ve la posición de los brazos? Están pegados a los costados.

Rebus lo veía, pero no estaba tan seguro de qué se suponía que debía deducir de aquello.

– Hemos encontrado lo que parece restos de una cuerda… una cuerda de plástico de las de tender la ropa. El recubrimiento se derritió, pero el nailon era muy resistente.

– En las cocinas suele haber cuerdas de tender -adujo Rebus haciendo de abogado del diablo, al comprender de pronto adonde quería ir a parar el patólogo.

– Cierto, pero el profesor Gates… Bueno, él lo ha puesto en manos de los expertos del laboratorio.

– ¿Porque piensa que Fairstone estaba atado a la silla?

Curt asintió con la cabeza.

– Hay otras fotos, en algunas… los primeros planos… se ven trozos de cuerda.

Rebus las examinó.

– La secuencia de acontecimientos sería la siguiente: un hombre pierde el conocimiento, lo atan a una silla. Vuelve en sí, se ve rodeado de llamas y siente que el humo invade sus pulmones, se retuerce tratando de liberarse de las ataduras, pero se inicia el proceso de asfixia y el humo acaba con él antes de que el fuego queme la cuerda.

– En teoría -comentó Rebus.

– Sí, naturalmente -añadió el patólogo en voz baja.

Rebus volvió a repasar las fotos.

– ¿Así que estamos ante un asesinato?

– O ante un homicidio intencionado. Me imagino que un abogado podría argumentar que el hecho de que lo ataran no fue la causa de la muerte y que sólo pretendían darle un aviso, digamos.

Rebus le miró.

– Veo que le han dado vueltas -dijo.

Curt volvió a levantar el vaso.

– El profesor Gates hablará mañana con Gill Templer. Le enseñará estas fotos. Pero habrá que esperar a la opinión de los forenses. Se rumorea que usted estuvo en la casa.

– ¿Se ha puesto en contacto con usted un periodista? -preguntó Rebus, y vio que Curt asentía-. ¿Que se llama Steve Holly?

El patólogo volvió a asentir y Rebus lanzó una maldición en el preciso instante en que llegaba Harry, el camarero, a retirar los vasos vacíos. Venía silbando, signo evidente de que tenía algún ligue y que seguramente pretendía presumir de ello, pero el exabrupto de Rebus le indujo a irse sin más.

– ¿Cómo va a…? -añadió Curt, incapaz de dar con las palabras adecuadas.

– ¿Cómo voy a defenderme? -sugirió Rebus. Luego sonrió con amargura-. Es imposible, doctor. Yo estuve allí y todo el mundo lo sabe o no tardará en saberlo.

Hizo ademán de morderse la uña, pero recordó que no podía. Le apetecía dar un puñetazo en la mesa, pero tampoco podía.

– Sólo es evidencia circunstancial -dijo Curt-. O casi.

Estiró la mano para coger una fotografía, un primer plano de la calavera con la boca abierta. Rebus sintió que la cerveza se le revolvía.

– Mire, esto -dijo Curt señalando el cuello- parece piel, pero hay algo… había algo que le rodeaba la garganta. ¿Llevaba el difunto corbata o algo así?

La pregunta era tan absurda que Rebus soltó una carcajada.

– Era una vivienda de protección oficial de Gracemount, doctor, no el club fino de la Ciudad Nueva.

Rebus fue a coger el vaso, pero se le quitaron las ganas de beber: no se le iba de la cabeza la imagen de Fairstone con corbata. ¿Y por qué no con esmoquin y un criado ofreciéndole un habano…?

– Bien, en ese caso, si no llevaba nada en el cuello, algo similar a una corbata o un pañuelo -dijo Curt- empieza a parecer que era algún tipo de mordaza. Tal vez le embutieron un pañuelo en la boca atado por detrás. Pero debió lograr desprenderse de él. Demasiado tarde para pedir auxilio, eso sí. Luego, resbaló por el cuello, ¿lo ve?

De nuevo, Rebus lo vio.

Y se vio a sí mismo tratando de librarse.

Se vio cayendo…

Capítulo 7

A Siobhan se le ocurrió una idea.

Como los ataques de pánico solían producirse cuando estaba dormida, tal vez tenían que ver con el dormitorio. Así que decidió probar a dormir en el sofá. Era muy cómodo. Estaba tapada con el edredón, el televisor al lado, café y una bolsa de patatas fritas. Aquella noche, sin darse cuenta, se levantó tres veces a mirar por la ventana y, si veía moverse alguna sombra, escrutaba durante unos minutos el lugar donde creía haberla visto. Cuando Rebus llamó para contarle lo de la conversación con el doctor Curt, ella le preguntó si habían identificado definitivamente el cadáver.

Él le preguntó qué quería decir.

– Me refiero a que como son restos carbonizados tendrán que identificarlos por el ADN, ¿verdad? ¿Lo han hecho?

– Siobhan…

– Es lo que hacen, ¿no?

– Ha muerto, Siobhan. Olvídate de él.

Se mordió el labio inferior; tenía menos sentido que nunca decirle lo del anónimo. Ya tenía bastante con lo suyo.

La había llamado para avisarla de que si al día siguiente las cosas se ponían feas él no iba a estar en la comisaría. Templer tendría que buscarse a un sustituto.

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