Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Por lo visto hay casos peores que el mío -añadió Callis-. Hay tíos que son incapaces de coger un bolígrafo o una botella de salsa. Porque todo les recuerda…

Se le quebró la voz.

Rebus terminó mentalmente la frase: «a las armas». Todo le recordaba las armas.

– Sucede algo muy raro cuando lo recuerdas -prosiguió Callis-. Sí, claro, están hechas para dar miedo, ¿no es cierto? Y entonces alguien como yo reacciona y hay un problema.

– Es problema si te afecta para toda la vida, Andy. ¿Tienes algún problema cuando echas salsa a las patatas fritas?

– No, ya ves que no -respondió Callis palmeándose la barriga.

Rebus sonrió, se reclinó hacia atrás y cogió el vaso de whisky en el brazo del sofá. Se preguntaba si Callis era consciente del tic que tenía en el ojo izquierdo y del leve temblor en la voz. Hacía ya casi tres meses que había cogido la baja por enfermedad. Hasta entonces había sido oficial de patrulla con entrenamiento especial en armas de fuego. En Lothian and Borders había muy pocos agentes de aquel cuerpo especial insustituible y en Edimburgo sólo contaban con un vehículo de Respuesta Armada.

– ¿Qué dice el médico?

– John, qué más da lo que diga. No van a dejarme volver al cuerpo sin pasar una serie de pruebas.

– ¿Temes no superarlas?

– Lo que temo es superarlas -replicó Callis mirándole.

Se quedaron un rato en silencio viendo la televisión. Rebus pensó que debía de ser uno de esos programas tipo «Gran Hermano» en el que cada semana disminuyen los participantes.

– Bueno, ¿qué tenéis entre manos? -preguntó Callis.

– Pues… -contestó Rebus pensativo-. No mucho.

– ¿Salvo eso del colegio?

– Sí, salvo eso. Los compañeros no dejan de preguntar por ti.

Callis asintió con la cabeza.

– Sí, las caras conocidas pasan por casa de vez en cuando -dijo.

– ¿Así que no piensas volver? -preguntó Rebus inclinándose hacia delante.

Callis le dirigió una sonrisa cansina.

– Sabes que no. Tengo eso que llaman estrés o algo así. Incapacitado por…

– Andy, ¿cuántos años hace…?

– ¿Que ingresé? -dijo Callis pensativo frunciendo el ceño-. Unos quince… Quince años y medio.

– Un solo incidente en todos esos años ¿y ya te das por vencido? Ni siquiera fue un «incidente»…

– John, mírame, haz el favor. ¿Es que no ves cómo me tiemblan las manos? -dijo levantándolas para que lo viera-. ¿Y esta vena que me palpita en el ojo? -añadió levantando una mano hacia ella-. No es que yo me dé por vencido, es mi cuerpo. Todo esto son signos de aviso. ¿Quieres que haga como que no lo noto? ¿Sabes cuántos servicios hicimos el año pasado? Casi trescientos. Salimos de servicio con arma tres veces más que el año anterior.

– Sí, desde luego, la situación es cada vez más dura.

– Quizá, pero yo no.

– Ni tienes por qué -dijo Rebus pensativo-. Pero podrías volver al servicio sin armas. Hay muchos puestos por cubrir en los despachos.

– Eso no es lo mío, John -respondió Callis negando con la cabeza-. El papeleo me deprime.

– Podrías volver al servicio de patrulla a pie.

Callis miraba al vacío sin escuchar.

– Lo que me subleva es que yo estoy en casa con mis síntomas y esos hijos de puta siguen ahí, llevando armas sin que les pase nada. ¿En qué sistema vivimos, John? ¿Para qué demonios servimos si no podemos impedirlo? -añadió volviéndose hacia Rebus.

– Andy, estar aquí sentado gimoteando no sirve de nada -replicó Rebus con voz calmada.

En la mirada de su amigo había tanta rabia como impotencia. Callis bajó las piernas del escabel y se levantó.

– Voy a poner el hervidor. ¿Quieres algo?

En el televisor unos concursantes discutían sobre algo que tenían que hacer. Rebus miró el reloj.

– No, Andy. Tendría que irme ya.

– Te agradezco que vengas de vez en cuando, John, pero no te sientas obligado.

– Es un simple pretexto para gorrearte una copa, Andy. Ya verás cómo, cuando haya vaciado tu bar, no vuelves a verme el pelo.

Callis trató de sonreír.

– Pide un taxi por teléfono si quieres -dijo.

– Tengo el móvil.

Que podía utilizar, sólo que pulsando las teclas con un bolígrafo.

– ¿De verdad que no quieres nada más?

– Mañana tengo mucho que hacer -respondió Rebus negando con la cabeza.

– Yo también -dijo Callis.

Rebus asintió con una inclinación de cabeza. Sus conversaciones siempre acababan con las mismas frases: «¿Tienes mucho que hacer mañana, John? Siempre tengo mucho que hacer, Andy. Sí, yo también». Pensó en algo que decirle sobre el crimen del colegio, sobre Johnson Pavo Real, pero juzgó que sería contraproducente. Ya hablarían más adelante con claridad y no jugando a aquella especie de ping-pong a que en la actualidad se resumían sus conversaciones. Aún no.

– Me voy -dijo Rebus alzando la voz hacia a la cocina.

– Espera a que llegue el taxi.

– Quiero tomar un poco el aire, Andy.

– Lo que tú quieres es fumar un cigarrillo.

– No me explico cómo con esa intuición no te hicieron de la secreta -comentó Rebus abriendo la puerta.

– No quise -replicó Callis.

Una vez en el taxi, Rebus decidió desviarse y le dijo al conductor que iban a Gracemount, donde le indicó la dirección de la casa de Martin Fairstone. Habían tapado las ventanas con planchas y candado en prevención de vándalos. Bastaría con que entrase un par de heroinómanos para que la vivienda se convirtiera en un fumadero de crack. Por fuera no se veían las paredes chamuscadas. La cocina donde se había iniciado el incendio estaba en la parte de atrás. Allí se concentrarían los daños. Los bomberos habían sacado unos muebles al abandonado jardincillo trasero: sillas, una mesa y una aspiradora rota que nadie iba a molestar en llevarse. Dijo al taxista que continuara. En una parada de autobús había un grupo de adolescentes. Rebus no creía que esperaran el autobús. La marquesina era su guarida. Dos estaban subidos al techo y otros tres acechaban desde la oscuridad. El taxista se detuvo.

– ¿Qué sucede? -preguntó Rebus.

– Creo que tienen piedras. Si pasamos por delante nos acribillan.

Rebus miró hacia la parada y vio que los dos de encima estaban quietos. No vio que tuvieran nada en las manos.

– Espere un momento -dijo bajándose del taxi.

– ¿Está loco, amigo? -exclamó el taxista volviendo la cabeza.

– No; pero me volvería loco si se largara sin mí -le advirtió Rebus.

Dejó la portezuela abierta y se acercó a la parada de autobús. Tres cuerpos salieron del escondite. Llevaban sudaderas con capuchas, que tenían puestas y bien apretadas para protegerse del frío. Las manos en los bolsillos. Especímenes delgados y fuertes, llevaban vaqueros que hacían bolsas en la culera y zapatillas de deporte.

Rebus no les prestó atención, se dirigió a los que estaban subidos a la marquesina.

– Así que coleccionando piedras, ¿eh? -les gritó-. Yo de pequeño coleccionaba huevos de pájaro.

– ¿Qué coño dice?

Rebus bajó la vista para mirar cara a cara al que parecía el líder. Sí, aquél tenía que ser el jefe, flanqueado por sus lugartenientes.

– Yo te conozco -dijo Rebus.

– ¿Y qué? -replicó el jovenzuelo mirándole.

– Pues que a lo mejor te acuerdas de mí.

– Le conozco de sobra -añadió el joven emitiendo un sonido similar a un gruñido de cerdo.

– En ese caso ya sabes lo que te juegas.

Uno de los que estaban subidos a la marquesina soltó una carcajada.

– ¿No ve que somos cinco, gilipollas? -dijo.

– Muy bien, me alegro de que sepas contar hasta cinco.

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