Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Una cosa no excluye a la otra necesariamente.

– En el inspector Rebus no hay nada que excluya una cosa de otra -comentó Toni Jackson sonriendo irónicamente y tendiendo la mano para coger el sobre-. Tienes tarjeta amarilla, Siobhan.

– Bueno, si queréis iré este viernes.

– ¿Prometido?

– Lo juro por el DIC.

– O sea, que ya veremos.

– Ya sabes, Toni, que siempre surge algo.

Toni Jackson miró por encima del hombro de Siobhan.

– Hablando del rey de Roma -dijo cogiendo el volante.

Siobhan se dio la vuelta y vio a Rebus mirando desde la puerta. No sabía cuánto tiempo haría que estaba allí y si la habría visto entregando el sobre. El motor se encendió y Siobhan se apartó mirando cómo se alejaba el coche. Rebus, que acababa de abrir una cajetilla, sacó un cigarrillo con los dientes.

– Es sorprendente la capacidad de adaptación del ser humano – comentó Siobhan acercándose a él.

– Trato simplemente de ampliar mi repertorio -dijo Rebus-. Pienso probar a tocar el piano con la nariz -añadió logrando encender el mechero al tercer intento e inhalando humo.

– Por cierto, gracias por dejarme al margen -dijo ella.

– No se trataba de eso.

– Quiero decir que…

– Ya sé. Ya sé -la interrumpió él-. Sólo quería oír qué alegaba Johnson.

– ¿Johnson?

– Johnson Pavo Real -contestó Rebus y, al ver que Siobhan le miraba extrañada, añadió-: él se hace llamar así.

– ¿Por qué?

– ¿No te has fijado en cómo viste?

– Quiero decir que por qué querías estar presente en el interrogatorio.

– Porque es un fulano que me interesa.

– ¿Por algún motivo en particular?

Rebus se encogió de hombros.

– ¿Quién es ese Johnson? -añadió Siobhan-. ¿Debería conocerle?

– Es un malhechor de poca monta, pero a veces ésos son los más peligrosos. Vende armas de imitación al mejor postor y puede que trafique con armas auténticas. Compra objetos robados, distribuye drogas blandas, algo de hachís…

– ¿Dónde opera?

Rebus pareció pensarlo.

– Por Burdiehouse.

– ¿Burdiehouse? -repitió Siobhan, que conocía de sobra sus respuestas evasivas.

– En esa dirección -añadió él señalando con el cigarrillo sin quitárselo de la boca.

– Bueno, puedo buscarlo en los archivos -dijo ella mirándole a los ojos hasta que Rebus parpadeó.

– En Southhouse o Bourdiehouse; por ahí -añadió él expulsando humo por la nariz como un toro acorralado.

– Es decir, cerca de Gracemount.

– Más o menos -replicó él encogiéndose de hombros.

– O sea, que opera en el barrio en que vivía Fairstone… ¿Cabe la posibilidad de que dos tipos como ellos no se conocieran?

– A lo mejor se conocían.

– John…

– ¿Qué había en ese sobre?

En ese momento fue ella la que puso cara de póquer.

– No cambies de tema -replicó.

– El tema está cerrado. ¿Qué había en el sobre?

– Nada que deba preocupar a tu linda cabecita, inspector Rebus.

– Ahora sí que me preocupa.

– En serio que no era nada.

Rebus hizo una pausa y asintió despacio con la cabeza.

– Porque tú sabes defenderte sola, ¿verdad?

– Exactamente.

Rebus agachó la cabeza, dejó caer la colilla al suelo y la aplastó con el pie.

– ¿Sabes que mañana no te necesito? -dijo.

Ella asintió con la cabeza.

– Procuraré que las horas no se me hagan interminables -replicó.

Rebus trató inútilmente de encontrar una réplica.

– Bien, vamos a escaquearnos antes de que Gill Templer busque otro pretexto y nos eche la bronca -dijo dirigiéndose al coche de ella.

– Muy bien -dijo Siobhan-, y mientras yo conduzco tú me cuentas todo lo que sepas sobre el señor Johnson. -Calló un momento-. Por cierto: ¿quiénes son los tres mejores cantantes escoceses de rock y pop?

– ¿Por qué lo dices?

– Venga, nombra los tres primeros que se te ocurran.

Rebus reflexionó un instante.

– Nazaret, Alex Harvey, Deacon Blue.

– ¿Rod Stewart no?

– No es escocés.

– Pero te lo acepto si quieres.

– Bueno, en ese caso lo citaría, pero probablemente después de Ian Stewart. Aunque nombraría antes a John Martyn, Jack Bruce, Ian Anderson… sin olvidar a Donovan y la Incredible String Band, Lulu y Maggie Bell…

Siobhan entornó los ojos.

– ¿Estoy a tiempo de arrepentirme de haberte preguntado? -dijo.

– Demasiado tarde -replicó Rebus subiendo al coche-. Otro es Frankie Miller, Simple Minds en sus buenos tiempos y siempre tuve debilidad por Pallas.

Siobhan permaneció inmóvil con la mano en la portezuela sin abrirla mientras Rebus, ya sentado, seguía recitando nombres sin parar.

* * *

– No es la clase de local al que yo voy a tomar una copa -musitó el doctor Curt.

Era un hombre alto y delgado -a sus espaldas se comentaba que tenía aspecto «fúnebre»-, de cincuenta y tantos años, con un rostro alargado y fofo y pronunciadas ojeras. A Rebus le recordaba un sabueso.

Un sabueso fúnebre.

Lo que no dejaba de ser lógico teniendo en cuenta que era uno de los patólogos más reputados de Edimburgo. A través de su maestría los cadáveres revelaban sus historias, a veces revelaban secretos: suicidios que resultaban ser asesinatos y huesos que no eran humanos. Curt había ayudado a Rebus con su habilidad e intuición a resolver decenas de casos, y habría sido una grosería por su parte rehusar la invitación del patólogo cuando le llamó por teléfono. Como posdata había añadido:

– Pero en un sitio tranquilo. Un lugar en el que podamos hablar sin que haya gente charlando.

Por eso Rebus le había citado en su bar predilecto, el Oxford, escondido en un callejón detrás de George Street y lejos del despacho de Curt y de la comisaría.

Ocuparon una mesa de la parte de atrás, que estaba desierta. Era una tarde de mitad de semana y en la barra no había más que dos oficinistas a punto de irse y un cliente habitual que acababa de entrar. Rebus llevó las bebidas a la mesa: una pinta de cerveza para él y un gin-tonic para Curt.

Slainte -dijo el patólogo alzando el vaso.

– Salud, doctor -contestó Rebus levantando la jarra con las dos manos.

– Da la impresión de que alza un cáliz -comentó el patólogo-. ¿No va a explicarme qué es lo que le sucedió?

– No.

– Los rumores corren…

– Por mí pueden correr los kilómetros que quieran. Lo que me intriga es su llamada. ¿Era para hablar de eso?

Después de volver a casa, Rebus se había dado un baño templado, había encargado un curry por teléfono y puesto en el tocadiscos a Jackie Leven con sus románticas canciones sobre los hombres duros de Fife. ¿Cómo se le habría olvidado incluirlo en la lista para Siobhan? En ese momento había telefoneado el doctor Curt. «¿Podríamos hablar? ¿En algún sitio? ¿Esta tarde?» No había dicho de qué y se habían citado en el Oxford a las siete y media.

– ¿Qué tal le han ido las cosas últimamente, John? -preguntó el doctor Curt saboreando su bebida.

Rebus le miró fijamente. Era el preámbulo obligado con algunos hombres de cierta edad y clase. Acto seguido le ofreció un cigarrillo que el patólogo aceptó.

– Saque otro para mí -pidió Rebus; el doctor así lo hizo y durante un rato fumaron ambos en silencio.

– De fábula, doctor, ¿y a usted? ¿Siente muy a menudo la necesidad de llamar a un policía por la noche para charlar en la oscura parte de atrás de un bar?

– Si no me equivoco, fue usted quien eligió la parte de atrás.

Rebus asintió levemente con la cabeza.

– Qué impaciente es usted, John -añadió el patólogo sonriendo.

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