Rebus miró a su alrededor y vio tipos de mala catadura, mal vestidos y de pelo descuidado, una buena selección del hampa de Edimburgo. Confidentes, heroinómanos, descuideros, timadores, ladrones, matones y alcohólicos. La comisaría apestaba con aquella humanidad heterogénea y resonaban por doquier sus protestas airadas sazonadas con el acento de los bajos fondos. Protestaban por todo. ¿Y los abogados? ¿No había nada de beber? Todos querían ir a mear. ¿Por qué los habían traído allí? ¿Y los derechos humanos? Era indignante aquel país fascista.
Los agentes de uniforme y de paisano intentaban mantener un sucedáneo de orden, anotaban nombres y datos y les designaban un cuarto o un banco para tomarles declaración, sin hacer caso de sus protestas.
Los más jóvenes, aún no domeñados por la ley, mantenían una actitud arrogante, y fumaban a pesar de los letreros de prohibición. Rebus cogió el pitillo a uno que llevaba una gorra de béisbol a cuadros con la visera apuntando hacia arriba, y pensó que alguna ráfaga del viento edimburgués haría salir la gorra volando como un frisbee.
– Yo no he hecho nada -dijo el joven moviendo un hombro-. Todos dicen lo mismo: yo no tengo nada que ver con los tiros, jefe, se lo juro. Páselo, ¿eh? Que lo disfrute -añadió con un guiño de serpiente refiriéndose al cigarrillo arrugado.
Rebus asintió con la cabeza y se alejó.
– Bobby busca al posible proveedor de las armas y ha hecho una redada entre lo mejorcito que hay -comentó Rebus a Siobhan.
– Me pareció ver alguna cara conocida.
– Sí, y no precisamente de un concurso de belleza -añadió Rebus mirando a los detenidos, todos hombres.
Era fácil verles como escoria social y sentir cierta compasión. Eran personas con un destino marcado, hombres criados en ambientes donde sólo se respeta la codicia y el miedo, con vidas predestinadas desde un principio.
Rebus estaba convencido de ello. Había visto familias en las que los hijos se habían descarriado creciendo indiferentes a cuanto no fuese las estrictas reglas de supervivencia en lo que a su entender era una jungla. Su insensibilidad era casi genética; la crueldad hace gente cruel. Él había conocido a los padres y a los abuelos de algunos de aquellos jóvenes delincuentes, que también llevaban la delincuencia en la sangre, y a quienes sólo la edad curaba de su reincidencia. Los hechos eran así, pero había un problema: cuando él y sus colegas debían intervenir, el mal ya estaba hecho, y en muchos casos era irreversible. Por eso era tan escaso el margen para la compasión y sólo cabía extirparlo.
Y luego estaban los tipos como Johnson Pavo Real, así llamado por las camisas que usaba, capaces de despejar de golpe al más borracho apenas verlas. Johnson era un hampón de tres al cuarto con ínfulas. Ganaba dinero y lo gastaba, y encargaba esas camisas a un sastre fino de la Ciudad Nueva. El tal Johnson gastaba a veces sombrero flexible y se había dejado crecer un bigotito negro, pensando probablemente en Kid Creole. Sabía que tenía una buena dentadura -detalle que le diferenciaba de sus iguales- y sonreía pródigamente. Johnson era un espectáculo.
A Rebus le constaba que rondaría los cuarenta, pero fácilmente, según estado de ánimo y vestimenta, aparentaba diez años menos. Johnson iba a todas partes acompañado de un retrasado llamado Demonio Bob que lucía una especie de uniforme consistente en gorra de béisbol, cazadora de motorista, vaqueros negros con bolsas en las rodillas y zapatillas de deporte gigantescas. Sin contar las sortijas de oro, brazaletes con su nombre en ambas muñecas y cadenas a guisa de collares. Tenía un rostro ovalado granujiento y una boca casi permanentemente abierta que le daba aspecto de perpetua perplejidad. Algunos comentaban que era hermano de Johnson, cosa que a Rebus le hacía pensar que si era cierto, sería por algún cruel experimento genético. El Pavo Real alto y casi elegante tenía a un bruto por adlátere.
En cuanto a lo de Demonio, era evidente que se trataba de un simple mote.
En el momento en que Rebus los vio estaban separándolos. A Bob iba a interrogarle un policía en la planta de arriba, donde había ya espacio disponible, y de Johnson se hacía cargo el agente Pettifer en el cuarto de interrogatorios número I. Rebus miró a Siobhan y se abrió paso entre los detenidos.
– ¿Le importa que esté yo presente? -preguntó con el consiguiente aturdimiento del joven agente, a quien sonrió para tranquilizarle.
– Señor Rebus. Qué agradable sorpresa -dijo Johnson tendiendo una mano.
Rebus le hizo caso. No quería que un delincuente como Johnson se enterara de que Pettifer era nuevo en el cuerpo y al mismo tiempo tenía que convencer al joven agente de que no albergaba ninguna torva intención, de que no estaba allí para vigilarle. La única manera de hacerlo era sonriéndole otra vez y es lo que hizo.
– Muy bien -dijo Pettifer decidiéndose.
Entraron los tres al cuarto de interrogatorios al tiempo que Rebus alzaba el índice en dirección de Siobhan confiando en que comprendiera que quería que le esperase.
El cuarto número I era pequeño y su atmósfera viciada apestaba al olor corporal de por lo menos seis sospechosos; las ventanas, situadas a bastante altura en una de sus paredes, no se podían abrir. En una mesita había una grabadora, un botón de alarma detrás y una cámara de vídeo en una repisa encima de la puerta.
Pero aquel día no grababan porque los interrogatorios eran informales, la buena voluntad era prioritaria. Pettifer sólo iba provisto de un par de hojas en blanco y un bolígrafo; previamente habría leído el expediente de Johnson, pero no lo tenía allí.
– Siéntese, por favor -dijo Pettifer.
Johnson limpió el asiento con un pañuelo rojo antes de acomodarse con morosa teatralidad.
Pettifer se sentó enfrente de él y, al ver que no había silla para Rebus, hizo ademán de levantarse, pero Rebus negó con la cabeza.
– Me quedaré de pie, si no le importa -dijo, recostándose en la pared con los pies cruzados y las manos en los bolsillos de la chaqueta.
Se había situado de forma que Pettifer le viera y que Johnson tuviera que volverse para hacerlo.
– ¿Está aquí como estrella invitada, señor Rebus? -dijo Johnson con una sonrisita.
– A ti se te da tratamiento de vip, Pavo Real.
– El Pavo Real siempre viaja en primera, señor Rebus -replicó él satisfecho, reclinándose en el respaldo con las manos cruzadas.
Llevaba el pelo de color negro azabache peinado hacia atrás y se le rizaba en la nuca. Aquel día no chupaba el habitual bastoncillo de cóctel, sino que mascaba chicle.
– Señor Johnson -comenzó a decir Pettifer-, supongo que sabe por qué está aquí.
– Porque están interrogando a todos los tíos sobre ese tiroteo. Ya le he dicho al otro poli, y no me cansaré de repetirlo, que eso no es lo mío. Matar críos es una maldad -añadió meneando despacio la cabeza-. Saben que si pudiera les ayudaría, y me han traído aquí con un falso pretexto.
– Anteriormente ha estado implicado en asuntos de armas de fuego, señor Johnson, y hemos pensado que quizá podría estar al corriente de algo que haya sucedido. ¿No habrá oído algo, un rumor quizá sobre alguien nuevo en el mercado?
Pettifer hablaba con seguridad aunque, en el fondo, podía ser simple fachada y estar temblando por dentro como una hoja; pero daba buena impresión y eso era lo que contaba, pensó Rebus complacido.
– Johnson Pavo Real no es precisamente un soplón, señoría. Pero en este caso, le aseguro que si me entero de lo que sea se lo diré inmediatamente. Pierdan cuidado. Y, para su información, yo me dedico al negocio de armas de imitación para coleccionistas, respetables caballeros de la industria y cargos por el estilo. Cuando las autoridades ilegalicen el negocio, pueden estar seguros de que Pavo Real cesará sus actividades.
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