Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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La voz de Hood:

En las que parece que el malo ha muerto…

– Y resucita; eso es. Y en ese momento vi que había gente en la puerta; me imagino que serían profesores. Debieron de quedarse horrorizados.

¿Y tú cómo estás, James? ¿Qué tal de ánimo?

Si le digo la verdad, aún no he asimilado el golpe. Perdón por el juego de palabras. Nos han ofrecido apoyo psicológico, supongo que eso ayudará.

Has tenido una experiencia terrible.

¿Verdad que sí? Algo para contar a mis nietos, supongo.

– Con qué frialdad habla -comentó Siobhan.

Rebus asintió.

Te agradecemos mucho que hayas hablado con nosotros. ¿Te parece bien que te dejemos un bloc y un bolígrafo? Seguramente volverás a evocar la escena una y otra vez, y eso es positivo, es el modo de superarlo. Por eso quizá recuerdes algo que te interese anotar. Escribir los detalles es otra manera de superar la experiencia.

Sí, lo entiendo.

– Y queremos hablar contigo otra vez.

La voz de Hood:

Los periodistas también querrán. Tú verás si quieres hacer declaraciones, pero si prefieres yo puedo hacer de intermediario.

No hablaré con nadie hasta dentro de un día o dos; pero no se preocupe, sé perfectamente cómo son los periodistas.

Bien, gracias de nuevo, James. Creo que tus padres están esperando fuera.

Oiga, en este momento me encuentro bastante cansado. ¿No podrían decirles que me he dormido?

Era el final de la cinta. Siobhan aguardó unos segundos y apagó el magnetófono.

– Final del primer interrogatorio. ¿Quieres escuchar otra? -preguntó señalando el archivador, pero Rebus negó con la cabeza.

– De momento no, pero me gustaría hablar con el chico -dijo-. Ha dicho que conocía a Herdman, y eso tiene su importancia.

– También ha dicho que no sabe por qué Herdman lo hizo.

– En cualquier caso…

– Estaba muy sereno.

– Tal vez por la impresión. Como dice Hood, tarda tiempo en superarse.

Siobhan le miró pensativa.

– ¿Por qué crees que no querría ver a sus padres?

– ¿Has olvidado quién es su padre?

– Ya, pero de todos modos… Cuando te sucede una cosa así, tengas la edad que tengas, tienes ganas de que te den cariño.

– ¿A ti te sucede? -replicó Rebus mirándola.

– A la mayoría de la gente… me refiero a la mayoría de la gente normal.

Llamaron a la puerta. Se entreabrió y el agente asomó la cabeza.

– No he podido conseguir los cafés -dijo.

– Ya hemos acabado. Gracias, de todos modos.

Entregaron la cinta al policía para que la guardara y salieron, parpadeando deslumbrados por la luz del día.

– James no nos ha aclarado mucho, ¿verdad? -dijo Siobhan.

– No -contestó Rebus que repasaba mentalmente la conversación con la esperanza de encontrar algo útil.

El único rayo de luz era que el chico conocía a Herdman. ¿Y qué? Mucha gente de la localidad conocía a Lee Herdman.

– ¿Vamos a la calle principal a ver si encontramos un café?

– Yo sé dónde podemos tomar uno -dijo Rebus.

– ¿Dónde?

– En el mismo sitio que ayer.

* * *

Allan Renshaw no se había afeitado desde la víspera. Estaba solo en casa porque Kate había ido a ver a unos amigos.

– No le conviene estar aquí encerrada conmigo -dijo mientras les hacía pasar a la cocina.

El cuarto de estar estaba igual. Las fotos seguían esperando a que alguien las mirase, las ordenase o las volviera a guardar en las cajas. Rebus vio más cartas de pésame encima de la repisa de la chimenea. Renshaw cogió un mando a distancia del brazo del sofá y apagó el televisor, en el que se veía un vídeo casero de la familia en vacaciones.

Rebus decidió no hacer comentarios. Renshaw tenía el pelo alborotado y Rebus se preguntó si habría dormido vestido. Renshaw se sentó desmadejado en una de las sillas de la cocina y dejó que Siobhan se ocupara del hervidor. Boecio estaba tumbado en la encimera, pero cuando fue a acariciarle el gato saltó al suelo y cruzó corriendo el cuarto de estar.

Rebus se sentó enfrente de su primo.

– Estaba preocupado por ti -dijo.

– Lamento haberte dejado anoche con Kate.

– No tienes por qué disculparte. ¿Qué tal duermes?

– Duermo demasiado -contestó él con sonrisa desmayada-. Supongo que es el modo de evadirme.

– ¿Cómo van los preparativos del entierro?

– Todavía no nos entregan el cadáver.

– Lo harán pronto, Allan. Ya verás cómo todo acaba pronto.

Renshaw alzó la vista hacia él con los ojos enrojecidos.

– ¿Lo prometes, John? -preguntó, y aguardó a que Rebus asintiera con la cabeza-. Entonces ¿cómo es que los periodistas no dejan de llamar por teléfono para hablar conmigo? Es como si creyeran que esto no va a terminar enseguida.

– Todo lo contrario. Por eso te molestan. Ya verás cómo dentro de un par de días tienen otra cosa en qué pensar. ¿Hay alguno en concreto a quien deseas que espante?

– Uno que habló con Kate no deja de fastidiarla.

– ¿Cómo se llama?

– Kate lo apuntó no sé dónde… -contestó Renshaw mirando en derredor como si el nombre estuviera a mano.

– ¿Junto al teléfono? -aventuró Rebus levantándose y yendo al pasillo.

El aparato estaba en una repisa junto a la puerta de entrada. Lo descolgó y, al no oír ningún sonido, vio que estaba desconectado; lo habría hecho Kate. Al lado había un bolígrafo, pero ningún papel. Miró en la escalera y vio un cuaderno. Había nombres en la primera página.

Volvió a la cocina y puso el cuaderno en la mesa.

– Steve Holly -dijo.

– Ése es -asintió Renshaw.

Siobhan, que estaba sirviendo el té, se detuvo y miró a Rebus. Conocían al tal Steve Holly, que trabajaba para un periódico sensacionalista de Glasgow y ya había resultado muy molesto en otras ocasiones.

– Hablaré con él -dijo Rebus sacando del bolsillo el analgésico.

Siobhan colocó las tazas y se sentó.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó.

– Sí -mintió Rebus.

– John, ¿qué te ha pasado en las manos? -preguntó Renshaw, pero Rebus meneó la cabeza.

– Nada, Allan. ¿Qué tal está el té?

– Bien -contestó su primo sin probarlo, y Rebus le miró pensando en la grabación magnetofónica y en la serenidad de James Bell.

– Derek no sufrió -dijo de forma pausada-. Seguramente ni se enteró.

Renshaw asintió.

– Si no me crees… pronto podrás preguntárselo a James Bell. Él te lo confirmará.

– Creo que no lo conozco -replicó Renshaw negando con la cabeza.

– ¿A James Bell?

– Derek tenía muchos amigos, pero creo que ése no era amigo suyo.

– Pero de Anthony Jarvies sí era amigo, ¿verdad? -preguntó Siobhan.

– Ah, de Tony sí, venía mucho por casa. Se ayudaban en los deberes y escuchaban música.

– ¿Qué clase de música? -preguntó Rebus.

– Jazz sobre todo. Miles Davis, Coleman no-sé-cuántos… No recuerdo los nombres. Derek decía que iba a comprarse un saxo tenor para aprender a tocarlo cuando fuera a la universidad.

– Kate dijo que Derek no conocía al hombre que lo mató. ¿Tú lo conocías, Allan?

– Le había visto en el pub. Era algo… solitario no es la palabra, pero estaba siempre con alguien. A veces desaparecía durante varios días. Iba a hacer montañismo o senderismo. O a lo mejor se iba en esa lancha que tenía.

– Allan… te voy a pedir una cosa, pero si no te parece bien me lo dices.

Renshaw le miró.

– ¿Qué?

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