Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– El mismo -contestó Hogan-. Recurrió el veredicto de culpabilidad y la sentencia de prisión perpetua del juez Jarvies. Bien, pues acabo de saber que Herdman visitó regularmente a Niles desde entonces.

– ¿Eso fue hace… nueve o diez meses?

– Le encerraron en Barlinnie, pero se volvió loco, atacó a otro recluso y luego se quiso cortar las venas.

– ¿Y dónde está ahora?

– En el hospital psiquiátrico de Carbrae.

– ¿Crees que Herdman fue a por el hijo del juez? -preguntó Rebus pensativo.

– Cabe la posibilidad; venganza, ya sabes.

Sí, venganza. La palabra planeaba ya sobre los dos jóvenes muertos.

– Voy a ir a verle -añadió Hogan.

– ¿A Niles? ¿Se puede hablar con él?

– Parece que sí. ¿Quieres acompañarme?

– Bobby, es un honor. ¿Por qué yo?

– Porque Niles es un ex SAS, John. Estuvo en el regimiento en la misma época que Herdman. Si alguien sabe lo que pensaba Herdman, es él.

– ¿Vamos a visitar a un asesino encerrado en un manicomio? Qué suerte.

– John, la oferta está en pie.

– ¿Cuándo vamos?

– He pensado en mañana a primera hora. Son dos horas en coche.

– Me apunto.

– Así me gusta. Quién sabe, a lo mejor tú le sacas algo… empatía y esas cosas.

– ¿Por qué?

– Hombre, creo que al verte las manos se sentirá identificado con otro sufridor.

Rebus oyó cómo Hogan reía entre dientes y le pasó el teléfono a Siobhan, que cortó la comunicación.

– Lo he oído casi todo -dijo, e inmediatamente el teléfono volvió a sonar.

Era Gill Templer.

– ¿Cómo es que Rebus no contesta nunca el teléfono? -bramó Templer.

– Creo que lo ha desconectado. No puede pulsar las teclas -respondió Siobhan mirándole.

– Tiene gracia; a mí siempre me ha parecido que es lo que mejor se le da.

Siobhan sonrió, «especialmente las suyas», pensó.

– ¿Quiere hablar con él? -preguntó.

– Quiero que volváis aquí los dos inmediatamente y sin excusas -dijo Templer.

– ¿Qué ha sucedido?

– Tenéis problemas. Eso es lo que ha sucedido. Y de los gordos… -dijo Templer sin añadir nada más, aunque Siobhan se imaginó a qué se refería.

– ¿La prensa?

– Bingo. Alguien se ha enterado del caso, pero con algunos elementos accesorios que quiero que John me aclare.

– ¿Qué clase de elementos accesorios?

– Le vieron salir del pub en compañía de Martin Fairstone e irse con él a su casa. Y le vieron cuando salía de allí bastante más tarde, precisamente poco antes de que se declarara el incendio. El periódico que lo publica está dispuesto a continuar la historia.

– Vamos para allá.

– Aquí os espero.

La comunicación se interrumpió y Siobhan arrancó.

– Tenemos que volver a St Leonard -dijo, y le explicó a Rebus la conversación.

– ¿Qué periódico es? -se limitó a preguntar él al cabo de un largo silencio.

– No se lo pregunté.

– Vuelve a llamarla.

Siobhan le miró, pero marcó el número.

– Dame el teléfono, no vayamos a tener un accidente -dijo Rebus imperioso.

Cogió el móvil, se lo acercó al oído y dijo que le pusieran con la jefa suprema.

– Soy John -dijo cuando Templer contestó a la llamada-. ¿Quién firma el artículo?

– Ese tal Steve Holly, un reportero más tozudo que un perro de presa.

Capítulo 6

– Sabía que no sonaría bien -dijo Rebus a Templer-. Por eso no dije nada.

Estaban en el despacho de Gill Templer en la comisaría de St Leonard. Ella, sentada; él, de pie. Templer tenía en una mano un lápiz afilado que no cesaba de mover, mirando la punta y tal vez sopesando la posibilidad de usarlo como arma.

– Me mentiste.

– Solamente omití algunos detalles, Gill.

– ¿«Algunos detalles»?

– Irrelevantes.

– ¡Como el de ir a su casa!

– A tomar una copa.

– ¿Con un delincuente que acosaba a tu mejor colega? ¿Que te denunció por agresión?

– Estuvimos charlando. No discutimos ni nada por el estilo -dijo Rebus haciendo ademán de cruzar los brazos, pero sintió que aumentaba la presión en las manos y volvió a dejarlos colgar-. Pregunta a los vecinos si oyeron a alguien alzar la voz. Te aseguro que no. No hicimos más que beber whisky en el cuarto de estar.

– ¿En la cocina no?

Rebus negó con la cabeza.

– No entré para nada en la cocina.

– ¿A qué hora te fuiste?

– Ni idea. Seguramente pasada la medianoche.

– O sea, poco antes del incendio.

– Mucho antes.

Ella le miró.

– Gill, cuando me marché él estaba como una cuba. Son cosas que pasan: le entraría hambre, puso la freidora al fuego y se durmió. O quemaría el sofá con el cigarrillo.

Templer comprobó con la yema del dedo lo afilado que estaba el lápiz.

– ¿Me expongo a mucho? -preguntó Rebus por romper el silencio.

– Depende de Steve Holly. Él pone la música y se supone que nosotros tenemos que tomar medidas.

– ¿Suspenderme del servicio, por ejemplo?

– Lo he pensado.

– Sí, supongo que no puedo reprochártelo.

– Muy generoso por tu parte, John. ¿Por qué fuiste a su casa?

– Me invitó. Me imagino que le gustaba jugar. Es lo que hacía con Siobhan. Yo le seguí el juego. Estuvimos bebiendo y él me contó sus batallitas… Supongo que disfrutaba a su manera.

– ¿Y tú qué pensabas ganar con ello?

– No lo sé muy bien… Pensé que así dejaría de molestar a Siobhan.

– ¿Te pidió ella ayuda?

– No.

– No, claro que no. Ella sabe defenderse sola.

Rebus asintió con la cabeza.

– Entonces, ¿es simple coincidencia?

– Fairstone era un desastre anunciado. Es una suerte que no causase la muerte de alguien más.

– ¿Una suerte?

– A mí no me va a quitar el sueño, Gill.

– No, claro, supongo que eso sería mucho pedir.

Rebus enderezó la espalda y se amparó en el silencio mientras Templer tuvo un sobresalto al ver que se había hecho sangre en la yema del dedo con la punta del lápiz.

– Es el último aviso, John -dijo bajando la mano para no hacer evidente en su presencia aquel descuido.

– Muy bien, Gill.

– Y cuando digo el último, es el último.

– Entiendo. ¿Quieres que te traiga una tirita? -preguntó él con la mano en el pomo de la puerta.

– Quiero que te vayas.

– ¿Seguro que no quieres…?

– ¡Fuera!

Rebus cerró la puerta al salir y sintió que volvían a responderle los músculos de las piernas. Siobhan estaba a dos metros de la puerta del despacho y enarcó una ceja. Él correspondió con un gesto torpe alzando ambos pulgares y ella meneó despacio la cabeza como diciendo «No sé cómo has podido salir con bien de ésta».

Tampoco él lo sabía muy bien.

– Te invito a algo -le dijo a Siobhan-. ¿Qué tal un café en la cantina?

– No eludas la cuestión.

– Me ha dado un último aviso. Desde luego, no es el gol de la victoria en la final de Hampden.

– ¿Sólo un saque de banda en Easter Road?

Rebus sonrió y sintió dolor en la mandíbula: la tensión sostenida exacerbada por la sonrisa.

Vieron que en la planta de abajo había alboroto y mucha gente esperando delante de los cuartos de interrogatorio a que fueran quedando libres; Rebus reconoció caras del DIC de Leith, hombres de Hogan, y cogió a un agente del codo.

– ¿Qué pasa?

El interpelado le miró furioso pero cambió de expresión al reconocerle. Era el agente Pettifer que apenas llevaba medio año en Homicidios y estaba endureciéndose a ojos vistas.

– Como en Leith ya no queda sitio -contestó Pettifer- los hemos traído aquí para interrogarlos.

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