– El mismo -contestó Hogan-. Recurrió el veredicto de culpabilidad y la sentencia de prisión perpetua del juez Jarvies. Bien, pues acabo de saber que Herdman visitó regularmente a Niles desde entonces.
– ¿Eso fue hace… nueve o diez meses?
– Le encerraron en Barlinnie, pero se volvió loco, atacó a otro recluso y luego se quiso cortar las venas.
– ¿Y dónde está ahora?
– En el hospital psiquiátrico de Carbrae.
– ¿Crees que Herdman fue a por el hijo del juez? -preguntó Rebus pensativo.
– Cabe la posibilidad; venganza, ya sabes.
Sí, venganza. La palabra planeaba ya sobre los dos jóvenes muertos.
– Voy a ir a verle -añadió Hogan.
– ¿A Niles? ¿Se puede hablar con él?
– Parece que sí. ¿Quieres acompañarme?
– Bobby, es un honor. ¿Por qué yo?
– Porque Niles es un ex SAS, John. Estuvo en el regimiento en la misma época que Herdman. Si alguien sabe lo que pensaba Herdman, es él.
– ¿Vamos a visitar a un asesino encerrado en un manicomio? Qué suerte.
– John, la oferta está en pie.
– ¿Cuándo vamos?
– He pensado en mañana a primera hora. Son dos horas en coche.
– Me apunto.
– Así me gusta. Quién sabe, a lo mejor tú le sacas algo… empatía y esas cosas.
– ¿Por qué?
– Hombre, creo que al verte las manos se sentirá identificado con otro sufridor.
Rebus oyó cómo Hogan reía entre dientes y le pasó el teléfono a Siobhan, que cortó la comunicación.
– Lo he oído casi todo -dijo, e inmediatamente el teléfono volvió a sonar.
Era Gill Templer.
– ¿Cómo es que Rebus no contesta nunca el teléfono? -bramó Templer.
– Creo que lo ha desconectado. No puede pulsar las teclas -respondió Siobhan mirándole.
– Tiene gracia; a mí siempre me ha parecido que es lo que mejor se le da.
Siobhan sonrió, «especialmente las suyas», pensó.
– ¿Quiere hablar con él? -preguntó.
– Quiero que volváis aquí los dos inmediatamente y sin excusas -dijo Templer.
– ¿Qué ha sucedido?
– Tenéis problemas. Eso es lo que ha sucedido. Y de los gordos… -dijo Templer sin añadir nada más, aunque Siobhan se imaginó a qué se refería.
– ¿La prensa?
– Bingo. Alguien se ha enterado del caso, pero con algunos elementos accesorios que quiero que John me aclare.
– ¿Qué clase de elementos accesorios?
– Le vieron salir del pub en compañía de Martin Fairstone e irse con él a su casa. Y le vieron cuando salía de allí bastante más tarde, precisamente poco antes de que se declarara el incendio. El periódico que lo publica está dispuesto a continuar la historia.
– Vamos para allá.
– Aquí os espero.
La comunicación se interrumpió y Siobhan arrancó.
– Tenemos que volver a St Leonard -dijo, y le explicó a Rebus la conversación.
– ¿Qué periódico es? -se limitó a preguntar él al cabo de un largo silencio.
– No se lo pregunté.
– Vuelve a llamarla.
Siobhan le miró, pero marcó el número.
– Dame el teléfono, no vayamos a tener un accidente -dijo Rebus imperioso.
Cogió el móvil, se lo acercó al oído y dijo que le pusieran con la jefa suprema.
– Soy John -dijo cuando Templer contestó a la llamada-. ¿Quién firma el artículo?
– Ese tal Steve Holly, un reportero más tozudo que un perro de presa.
– Sabía que no sonaría bien -dijo Rebus a Templer-. Por eso no dije nada.
Estaban en el despacho de Gill Templer en la comisaría de St Leonard. Ella, sentada; él, de pie. Templer tenía en una mano un lápiz afilado que no cesaba de mover, mirando la punta y tal vez sopesando la posibilidad de usarlo como arma.
– Me mentiste.
– Solamente omití algunos detalles, Gill.
– ¿«Algunos detalles»?
– Irrelevantes.
– ¡Como el de ir a su casa!
– A tomar una copa.
– ¿Con un delincuente que acosaba a tu mejor colega? ¿Que te denunció por agresión?
– Estuvimos charlando. No discutimos ni nada por el estilo -dijo Rebus haciendo ademán de cruzar los brazos, pero sintió que aumentaba la presión en las manos y volvió a dejarlos colgar-. Pregunta a los vecinos si oyeron a alguien alzar la voz. Te aseguro que no. No hicimos más que beber whisky en el cuarto de estar.
– ¿En la cocina no?
Rebus negó con la cabeza.
– No entré para nada en la cocina.
– ¿A qué hora te fuiste?
– Ni idea. Seguramente pasada la medianoche.
– O sea, poco antes del incendio.
– Mucho antes.
Ella le miró.
– Gill, cuando me marché él estaba como una cuba. Son cosas que pasan: le entraría hambre, puso la freidora al fuego y se durmió. O quemaría el sofá con el cigarrillo.
Templer comprobó con la yema del dedo lo afilado que estaba el lápiz.
– ¿Me expongo a mucho? -preguntó Rebus por romper el silencio.
– Depende de Steve Holly. Él pone la música y se supone que nosotros tenemos que tomar medidas.
– ¿Suspenderme del servicio, por ejemplo?
– Lo he pensado.
– Sí, supongo que no puedo reprochártelo.
– Muy generoso por tu parte, John. ¿Por qué fuiste a su casa?
– Me invitó. Me imagino que le gustaba jugar. Es lo que hacía con Siobhan. Yo le seguí el juego. Estuvimos bebiendo y él me contó sus batallitas… Supongo que disfrutaba a su manera.
– ¿Y tú qué pensabas ganar con ello?
– No lo sé muy bien… Pensé que así dejaría de molestar a Siobhan.
– ¿Te pidió ella ayuda?
– No.
– No, claro que no. Ella sabe defenderse sola.
Rebus asintió con la cabeza.
– Entonces, ¿es simple coincidencia?
– Fairstone era un desastre anunciado. Es una suerte que no causase la muerte de alguien más.
– ¿Una suerte?
– A mí no me va a quitar el sueño, Gill.
– No, claro, supongo que eso sería mucho pedir.
Rebus enderezó la espalda y se amparó en el silencio mientras Templer tuvo un sobresalto al ver que se había hecho sangre en la yema del dedo con la punta del lápiz.
– Es el último aviso, John -dijo bajando la mano para no hacer evidente en su presencia aquel descuido.
– Muy bien, Gill.
– Y cuando digo el último, es el último.
– Entiendo. ¿Quieres que te traiga una tirita? -preguntó él con la mano en el pomo de la puerta.
– Quiero que te vayas.
– ¿Seguro que no quieres…?
– ¡Fuera!
Rebus cerró la puerta al salir y sintió que volvían a responderle los músculos de las piernas. Siobhan estaba a dos metros de la puerta del despacho y enarcó una ceja. Él correspondió con un gesto torpe alzando ambos pulgares y ella meneó despacio la cabeza como diciendo «No sé cómo has podido salir con bien de ésta».
Tampoco él lo sabía muy bien.
– Te invito a algo -le dijo a Siobhan-. ¿Qué tal un café en la cantina?
– No eludas la cuestión.
– Me ha dado un último aviso. Desde luego, no es el gol de la victoria en la final de Hampden.
– ¿Sólo un saque de banda en Easter Road?
Rebus sonrió y sintió dolor en la mandíbula: la tensión sostenida exacerbada por la sonrisa.
Vieron que en la planta de abajo había alboroto y mucha gente esperando delante de los cuartos de interrogatorio a que fueran quedando libres; Rebus reconoció caras del DIC de Leith, hombres de Hogan, y cogió a un agente del codo.
– ¿Qué pasa?
El interpelado le miró furioso pero cambió de expresión al reconocerle. Era el agente Pettifer que apenas llevaba medio año en Homicidios y estaba endureciéndose a ojos vistas.
– Como en Leith ya no queda sitio -contestó Pettifer- los hemos traído aquí para interrogarlos.
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