Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– ¿Podría echar un vistazo al cuarto de Derek?

Renshaw encabezó la subida al primer piso seguido de ellos dos y les abrió la puerta, pero él se quedó fuera.

– No he tenido tiempo de… -dijo a modo de excusa.

Era un cuarto pequeño que tenía las cortinas echadas.

– ¿Te importa que descorra las cortinas?

Renshaw se encogió de hombros, sin intención de cruzar el umbral. Rebus descorrió las cortinas y vio que la ventana daba al jardín trasero en el que el paño de cocina seguía tendido y la cortacésped en el mismo sitio. En las paredes había varias fotos en blanco y negro de intérpretes de jazz y fotos arrancadas de revistas de jóvenes elegantes tumbadas. Había estanterías con libros, un aparato de música, un televisor de catorce pulgadas con vídeo. Encima de una mesa había un portátil conectado a una impresora. Apenas quedaba sitio para la estrecha cama. Rebus miró el lomo de algunos compactos: Ornette Coleman, Coltrane, John Zorn, Archie Shepp, Thelonious Monk. Había también música clásica. Un chándal, pantalones cortos y una raqueta de tenis en su funda ocupaban una silla.

– ¿A Derek le gustaba el deporte? -preguntó Rebus.

– Corría mucho y hacía cross.

– ¿Y con quién jugaba al tenis?

– Con Tony y con otros amigos. En eso no salió a mí, desde luego.

Renshaw bajó los ojos hacia su panza y Siobhan le dirigió la sonrisa que suponía que él esperaba. Ella sabía que, dijera lo que dijera, hablaba sin naturalidad, lo que decía procedía de una pequeña parte de su mente, el resto estaba invadido por el horror.

– También le gustaba disfrazarse -añadió Rebus cogiendo una foto enmarcada en la que se veía al muchacho con Anthony Jarvies en uniforme de las FMC.

Renshaw la miró desde la seguridad de la puerta.

– Derek sólo se apuntó por Tony -dijo, y Rebus recordó que el director del instituto había dicho lo mismo.

– ¿Iban alguna vez juntos a navegar? -preguntó Siobhan.

– Puede ser. Kate probó a hacer esquí acuático -añadió Renshaw con voz apagada, abriendo un poco más los ojos-. Fue en la lancha de ese malnacido de Herdman… con otros amigos. Si me lo encuentro…

– Está muerto, Allan -dijo Rebus alargando la mano para tocarle en el brazo y en ese momento le vino el recuerdo de ellos dos jugando a la pelota en el parque de Bowhill; el pequeño Allan se había rasguñado la rodilla y él le puso una hoja de acedera en la herida…

«Tenía una familia, pero los dejé marchar.» Separado, su hija en Inglaterra, y su hermano Dios sabía dónde.

– Pues cuando lo entierren -añadió Renshaw-, pienso desenterrarlo y volverlo a matar.

Rebus le dio un apretón en el brazo y vio que se le llenaban los ojos de lágrimas.

– Vamos abajo -dijo llevándole hacia la escalera.

Cabían justo los dos en los escalones, uno al lado del otro: dos adultos apoyándose mutuamente.

– Allan -dijo Rebus-, ¿podría llevarme el portátil de Derek?

– El portátil, ¿para qué? No sé, John.

– Sólo un par de días -añadió Rebus-. Te lo devolveré.

Renshaw parecía desconcertado por la petición, como si le costara entenderla.

– Bueno… sí, si crees que…

– Gracias, Allan -dijo Rebus volviendo la cabeza hacia Siobhan, que volvió a subir la escalera.

Rebus llevó a Renshaw al cuarto de estar y lo sentó en el sofá. Su primo cogió un puñado de fotos.

– Tengo que ordenar éstas -dijo.

– ¿Y tu trabajo? ¿Cuántos días tienes de baja?

– Me dijeron que esperara hasta después del entierro. Esta época del año es muy tranquila.

– A lo mejor paso a verte. Ya va siendo hora de que cambie mi viejo coche -dijo Rebus.

– Te trataré bien, ya lo verás -dijo Renshaw mirándole.

Siobhan apareció en la puerta con el portátil bajo el brazo y los cables colgando.

– Tenemos que irnos, Allan -dijo Rebus-. Volveré otro día.

– Cuando quieras, John -contestó Renshaw haciendo un esfuerzo por levantarse y tendiéndole la mano, pero de repente se abrazó a Rebus y le dio palmadas en la espalda.

Rebus correspondió al gesto, no sin dejar de pensar si se notaba lo violento que se sentía. Pero Siobhan miraba discretamente la puntera de sus zapatos como si comprobara si necesitaba cepillarlos. Camino del coche, Rebus se dio cuenta de que estaba sudando y tenía la camisa pegada al cuerpo.

– ¿Hacía calor dentro?

– No mucho -contestó ella-. ¿Aún tienes fiebre?

– Por lo visto -dijo él enjugándose la frente con el reverso del guante.

– ¿Para qué quieres el portátil?

– Por ningún motivo concreto -replicó Rebus mirándola-. Quizá para ver si hay algo sobre el accidente. Cómo se sentía Derek y si alguien le había culpado.

– ¿Aparte de los padres, quieres decir?

Rebus asintió.

– Tal vez. No lo sé -añadió con un suspiro.

– ¿Qué?

– Sólo quiero captar de algún modo cómo era ese chico -contestó pensando en Allan, que quizás en aquellos momentos estaba de nuevo mirando el viejo vídeo para recuperar a su hijo en color con sonido y movimiento.

Un simple sucedáneo restringido a la reducida pantalla del televisor.

Siobhan asintió con la cabeza y se inclinó para dejar el portátil en el asiento trasero del coche.

– Lo entiendo -dijo.

Pero Rebus no estaba tan seguro de que lo entendiera.

– ¿Tú mantienes relación con tus padres? -preguntó.

– Les llamo cada dos semanas.

Rebus sabía que vivían en el sur. En su caso, su madre había muerto joven, y a los treinta y tantos perdió también a su padre.

– ¿No echas de menos a veces un hermano o una hermana? -preguntó.

– Sí, puede que a veces -replicó ella haciendo una pausa-. A ti te habrá sucedido también, ¿no?

– ¿Por qué lo dices?

– No lo sé exactamente -dijo ella pensando-. Me da la impresión de que en determinado momento decidiste que la familia era un peligro que podía hacer mella en tu fortaleza.

– Como supongo que ya te has figurado, nunca he sido muy dado a besos y abrazos.

– Tal vez, pero acabas de dar un abrazo a tu primo.

Rebus ocupó el asiento del pasajero y cerró la portezuela. El analgésico le envolvía el cerebro en burbujas.

– Arranca -dijo.

– ¿Adónde vamos? -preguntó ella metiendo la llave de contacto.

Rebus se acordó de algo.

– Saca el móvil y llama a la caseta prefabricada del colegio.

Siobhan marcó el número y le pasó el teléfono. Cuando contestaron, Rebus dijo que avisaran a Grant Hood.

– Grant, soy John Rebus. Oye, necesito el número de Steve Holly.

– ¿Por algún motivo concreto?

– Está acosando a la familia de una de las víctimas. Quería darle un aviso.

Hood carraspeó. Rebus recordó el mismo sonido en la cinta magnetofónica y se preguntó si se estaba convirtiendo en una costumbre en él. Rebus repitió las cifras del teléfono a medida que se las decía para que Siobhan fuera apuntándolas.

– Un momento, John. El jefe quiere hablar contigo -dijo Hood refiriéndose a Hogan.

– Bobby, ¿hay algo nuevo sobre las cuentas bancarias? -preguntó Rebus.

– ¿Cómo?

– Las cuentas bancarias. Si hay algún ingreso importante. ¿Tengo que recordarte de quién?

– Ahora olvídate de eso -replicó Hogan circunspecto.

– ¿Qué sucede? -inquirió Rebus.

– Parece ser que lord Jarvies metió en la cárcel a un viejo amigo de Herdman.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

– El año pasado. Es un tal Robert Niles, ¿te suena de algo?

– ¿Robert Niles? -repitió Rebus frunciendo el ceño. Siobhan asintió e hizo un gesto de cortar el cuello con la mano-. ¿El que degolló a su mujer?

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