Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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Siobhan decidió hacer más café; un descafeinado de sobre que le dejó en la boca un sabor agrio. Se detuvo frente a la ventana y echó un vistazo a la calle antes de ir a la cocina. El médico le había pedido que hiciera una lista de lo que comía una semana normal y trazó un círculo en todo lo que en su opinión contribuía a producir los ataques. Siobhan trató de borrar de su mente las patatas fritas… el problema era que le gustaban. También el vino, los refrescos y la comida rápida. Alegó ante el médico que no fumaba y que hacía ejercicio regularmente.

– ¿Libera estrés con el alcohol y la comida rápida?

– Es mi manera de acabar la maldita jornada.

– Lo que quizá debería procurar, de entrada, es que no le afectara.

– No irá a decirme que usted nunca ha fumado ni se ha tomado una copa…

Por supuesto que no iba a negarlo. Los médicos sufren más estrés que los policías. Lo que sí había hecho ella por propia iniciativa era procurar escuchar música tranquila: Lemon Jelly, Oldolar, Boards of Canadá. Algunos no funcionaban. Aphex Twin y Autechre no le habían servido: eran poca cosa.

Poca cosa.

Pensó en Martin Fairstone y en su olor a tío y sus dientes descoloridos. Lo vio al lado de su coche, acercándose a las bolsas de la compra, agrediéndola como si tal cosa y seguro de sí mismo. Rebus tenía razón: tenía que estar muerto. El anónimo era una broma de mal gusto, pero no acababa de dar con quién habría podido enviárselo. Tenía que haber alguien, alguien que no recordara…

Al volver con el café de la cocina volvió a pararse en la ventana. Había luces en los pisos de enfrente. Tiempo atrás una persona la había espiado desde allí; un policía llamado Linford que seguía en el cuerpo, en Jefatura. Hubo un momento en que pensó en mudarse, pero le gustaba aquel barrio, el piso, la zona; tenía tiendas a mano y había matrimonios jóvenes y gente soltera. Pensó que, de hecho, casi todas las parejas eran más jóvenes que ella. Siempre le decían «¿cuándo vas a echarte novio?». Toni Jackson se lo preguntaba todos los viernes cuando salían en grupo, le señalaba posibles candidatos en bares y discotecas, no admitía que se negara a que se los presentase y los traía a la mesa mientras ella se quedaba con la cabeza apoyada en las manos.

Tal vez lo del novio fuese una solución; así espantaría a los moscones. Aunque un perro tampoco estaría mal. Pero es que un perro… No, un perro no quería. Ni tampoco un novio. Tuvo que cortar con Eric Bain una temporada cuando él empezó a hablar de que pasaran de la amistad «a la siguiente fase». Lo echaba de menos, cuando llegaba a casa por la noche, y compartían una pizza y cotilleos, escuchaban música o jugaban con algún juego de ordenador. Volvería a invitarle pronto; a ver qué tal resultaba. Pronto, pero no de momento.

Martin Fairstone había muerto. Todo el mundo lo sabía. Pensó quién podría saberlo si no era cierto: su novia quizá, o amigos o familiares. Tendría que vivir con alguien y ganar dinero para vivir. A lo mejor aquel Johnson Pavo Real lo conocía. Rebus decía que era un imán para la información del barrio. Como no tenía sueño pensó que tal vez le vendría bien dar una vuelta en coche. Pondría buena música. Cogió el teléfono y llamó a la comisaría de Leith, pues sabía que para el caso de Port Edgar no había límites de presupuesto y que por consiguiente habría gente en el turno de noche haciendo horas extra y solicitó información sobre Johnson.

– Se trata de Johnson Pavo Real. No sé su nombre de pila. Le interrogaron esta mañana en St Leonard.

– ¿Qué información quiere, sargento Clarke?

– De momento, sólo su dirección.

* * *

Rebus había cogido un taxi para no tener que conducir. Pero incluso así tuvo que hacer un gran esfuerzo con el pulgar para abrir la portezuela y el dedo aún le quemaba. Llevaba los bolsillos llenos de calderilla porque le costaba trabajo juntar monedas para pagar y lo hacía con billetes de los que se iba guardando el cambio.

Aún le daba vueltas la conversación con el doctor Curt. Lo que le faltaba ahora era una investigación por asesinato, especialmente cuando él era el principal sospechoso. Siobhan le había preguntado quién era Johnson Pavo Real, pero él se las había arreglado para darle sólo respuestas vagas. Era Johnson el motivo por el que se encontraba en ese momento ahí, llamando al timbre, y la razón por la que aquella noche había vuelto a casa de Fairstone.

Abrieron la puerta y la luz bañó su figura.

– Ah, John, ¿eres tú? Pasa, hombre.

Era una casa semiadosada en Alnwicknill Road, de construcción reciente. Andy Callis vivía solo, pues su esposa había muerto hacía un año de cáncer. En el vestíbulo colgaba una foto enmarcada de su boda: Callis impasible con unos veinte kilos menos y Mary radiante con un halo de luz a su alrededor y flores en el pelo. Rebus asistió al entierro y recordaba que Callis había depositado un ramillete sobre el ataúd. Rebus había sido uno de los cinco que llevaron el féretro además de Callis, quien mientras lo bajaban a la fosa no apartó los ojos del ramillete.

Hacía un año de eso. Parecía que Andy lo estaba superando, y ahora…

– ¿Cómo estás, Andy? -preguntó Rebus.

Tenía encendida la estufa eléctrica en el cuarto de estar. Frente al televisor había un sillón de cuero con escabel a juego. Era un cuarto limpio y olía bien. El jardín estaba bien cuidado, los bordes limpios de malas hierbas. En la repisa de la chimenea había otra foto de estudio de Mary con la misma sonrisa que la de la boda pero con alguna arruga en torno a los ojos y la cara más llena. Una mujer que entra en la madurez.

– Bien, John.

Callis se sentó en el sillón moviéndose como un viejo pese a sus cuarenta y pocos años y no tener una sola cana. El sillón crujió hasta que él acabó de acomodarse.

– Sírvete de beber; ya sabes dónde está.

– Tomaré un trago.

– ¿No has venido en coche?

– No, en taxi. -Rebus se acercó al botellero y levantó una botella hacia Callis pero vio que negaba con la cabeza-. ¿Sigues tomando esas pastillas? -añadió.

– Sí, y no puedo mezclarlas con alcohol.

– Yo también estoy tomando unas -dijo Rebus sirviéndose un whisky doble.

– ¿Es que hace frío en el cuarto? -preguntó Callis. Rebus negó con la cabeza-. ¿Por qué no te quitas los guantes?

– Me hice daño en las manos; por eso tomo pastillas -levantó el vaso- aparte de otros analgésicos que no requieren receta. -Cogió el vaso y se acomodó en el sofá. En la televisión, sin sonido, había una especie de concurso-. ¿Qué estás viendo?

– Sabe Dios.

– Entonces ¿no te molesto?

– No, en absoluto -respondió Callis sin dejar de mirar la pantalla-. A no ser que hayas venido a insistir otra vez.

Rebus negó con la cabeza.

– No, ya no, Andy. Aunque la verdad es que no damos abasto.

– ¿Es por lo del colegio? -Vio con el rabillo del ojo que Rebus asentía con la cabeza-. Qué cosa más horrible -añadió.

– Se supone que tengo que averiguar por qué lo hizo.

– ¿Para qué? Si a la gente le dan… la oportunidad es normal que sucedan esas cosas.

Rebus reflexionó sobre la vacilación después de la palabra «dan». Callis había estado a punto de decir «armas». Y había dicho «lo del colegio», no los «disparos». Aún no estaba fuera de peligro.

– ¿Sigues yendo a la psiquiatra?

– Para lo bien que me sienta… -replicó Callis despectivo.

No era en realidad una psiquiatra ni él tenía que tumbarse en un sofá para hablar de su madre, pero los dos la llamaban en broma la psiquiatra para hablar sobre el tema con mayor distanciamiento.

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