Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– ¿Sabes qué, John? Tú eres más cínico que yo.

– No es verdad.

– Dame un ejemplo.

– Yo, por ejemplo, creo en la otra vida. Y lo que es más, creo que nosotros dos no tardaremos en alcanzarla si sigues pisando tan a fondo el acelerador.

Hogan sonrió por primera vez en la mañana y puso el intermitente para cambiar al carril de menor velocidad.

– ¿Está mejor así? -preguntó.

– Mejor -concedió Rebus.

– ¿Crees de verdad que hay algo después de la muerte? -preguntó Hogan un instante después.

Rebus reflexionó antes de contestar.

– Creía que era un modo de hacer que fueras más despacio -dijo apretando el botón del encendedor, lamentándolo de inmediato; Hogan advirtió su mueca de dolor.

– ¿Todavía te duelen las manos?

– Están mejorando.

– Cuéntame otra vez lo que pasó.

Rebus negó despacio con la cabeza.

– No; hablemos de Carbrae. ¿Crees que vamos a obtener gran cosa de ese Robert Niles?

– Con un poco de suerte averiguaremos algo más que su nombre y su grado -contestó Hogan acelerando otra vez para adelantar.

El Hospital Especial de Carbrae estaba situado, según palabras de Hogan, en «el sobaco sudoroso de Dios sabe dónde». Ninguno de los dos había estado allí y a Hogan le habían dicho que tenían que tomar la A 711 al oeste de Dumfries en dirección a Dalbeattie. Debieron de salirse del desvío, entre maldiciones de Hogan a los camiones que llenaban el carril de marcha lenta impidiéndole leer los indicadores, y tuvieron que seguir hasta Lockerbie para salir de la M 74 y desviarse allí en dirección oeste a Dumfries.

– John, ¿tú estuviste en Lockerbie? -preguntó Hogan.

– Un par de días.

– ¿Recuerdas el follón con los cadáveres que fueron dejando en la pista de hielo? -Rebus lo recordaba: los muertos quedaron pegados al hielo y hubo que descongelar la pista de patinaje-. Eso es lo que quiero decir cuando critico a Escocia, John. Eso lo dice todo.

Rebus no estaba de acuerdo. Pensó que la serena dignidad de la gente de la localidad tras la tragedia del vuelo 103 de Pan Am, decía mucho más de los escoceses. No podía dejar de preguntarse cómo reaccionaría la población de South Queensferry una vez que el triple circo de policía, periodistas y políticos bocazas se hubieran marchado. Había visto un cuarto de hora del telediario de la mañana en la tele mientras tomaba un café, pero no pudo por menos de quitar el sonido cuando apareció Jack Bell enroscando el brazo alrededor de Kate, pálida como un espectro.

Hogan había comprado varios periódicos al salir de casa antes de reunirse con Rebus y en algunos había fotos de la concentración con el sacerdote cantando y el diputado presentando su petición.

«No puedo pegar ojo; tengo miedo de quién más puede estar rondando por ahí», decía uno de los vecinos.

Miedo: la palabra clave. La mayoría de la gente pasaría su vida sin que le rozara el crimen, pero tenían miedo; un miedo real de algo al acecho. La función del Cuerpo de Policía era conjurar ese miedo, pero muchas veces la Policía resultaba falible e impotente; sólo aparecía después de los hechos para limpiar el desastre en lugar de prevenirlo. Y a veces surgía alguien como Jack Bell y parecía que por fin se iba a hacer algo… Rebus conocía el vocabulario que se manejaba en los congresos de la Policía: proactivo en vez de reactivo. Un periódico sensacionalista lo había cogido al vuelo y apoyaba incondicionalmente la campaña de Jack Bell: «Si las fuerzas de la ley y el orden son incapaces de atajar este problema cada vez más grave, nos corresponde a nosotros como individuos o grupos organizados impedir que la ola de violencia que azota a nuestra sociedad…».

Era fácil redactar un editorial al hilo del discurso del diputado, pensó Rebus. Hogan miró el periódico.

– Ese Bell tiene una buena racha, ¿eh?

– No le durará mucho.

– Eso espero. Ese cabrón mojigato me da náuseas.

– ¿Puedo citar sus palabras, inspector Hogan?

– Los periodistas. Otra de las causas de que este país sea un asco…

* * *

Pararon en Dumfries a tomar un café. El sitio era una mezcla inhóspita de fórmica y mala iluminación, pero dejó de importarles en cuanto les sirvieron unos buenos bocadillos de beicon. Hogan consultó el reloj y calculó que habían pasado casi dos horas en la carretera.

– Al menos está dejando de llover -comentó Rebus.

– Saca las banderas -replicó Hogan.

Rebus decidió cambiar de tema.

– ¿Habías estado antes aquí? -preguntó.

– Seguro que he pasado por Dumfries, pero no lo recuerdo.

– Yo estuve una vez. Con una caravana, en el estuario de Solway.

– ¿Cuándo? -preguntó Hogan chupando la mantequilla de los dedos.

– Hace años… Sammie todavía usaba pañales -añadió Rebus pensando en su hija.

– ¿Sabes algo de ella?

– Me llama de vez en cuando.

– ¿Sigue viviendo en Inglaterra? -Rebus asintió con la cabeza-. Suerte que tiene. -Hogan abrió el panecillo y quitó una tira de grasa del beicon-. La dieta escocesa. Otra de las maldiciones.

– Por Dios, Bobby, ¿quieres que te lleve a Carbrae y te ingrese? Podrías inscribirte como señor Gruñón y actuar para un público cautivo.

– Me refiero a que…

– ¿A qué te refieres? ¿A que tenemos mal tiempo y un asco de comida? ¿Por qué no le dices a Grant Hood que te organice una conferencia de prensa por todo lo alto a ver qué les parecen tus opiniones a todos los cabrones de este país?

Hogan se concentró en el bocadillo, mascando despacio sin tragar.

– A lo mejor hemos estado demasiado tiempo encerrados en el coche -comentó finalmente.

– Lo que llevas es demasiado tiempo con el caso de Port Edgar -replicó Rebus.

– Sólo llevamos…

– Me da igual el tiempo que llevemos. No irás a decirme que duermes tus horas, que te desconectas cuando llegas a casa, que delegas tareas y que gracias a que compartes con los demás…

– Entendido -dijo Hogan-. Pero a ti te he traído, ¿no?

– Menos mal, pero sospecho que antes has venido tú solo.

– ¿Y?

– Y que no tenías a nadie con quien lamentarte -replicó Rebus mirándole-. ¿Te sientes mejor ahora que te has desahogado?

– Quizá tengas razón -dijo Hogan sonriente.

– Vaya, hombre, ¿hemos sentado un precedente?

Acabaron los dos riendo. Hogan se empeñó en pagar la cuenta y Rebus dejó la propina. Volvieron al coche y encontraron la carretera de Dalbeattie. Quince kilómetros más adelante, un indicador a la derecha les dirigía hacia una pista estrecha con hierba en el centro.

– No hay mucho tráfico -comentó Rebus.

– Queda un poco a desmano para las visitas -añadió Hogan.

Carbrae era una construcción de los progresistas años sesenta, un edificio en forma de caja alargada con anexos aislados. No los vieron hasta que aparcaron, se identificaron en la garita de entrada y los fueron a buscar para acompañarlos entre los gruesos muros de hormigón. Había un perímetro exterior de alambre de espino de siete metros de altura con cámaras de seguridad a cada trecho. En la puerta del edificio les entregaron un pase individual plastificado que se colgaron al cuello de una cinta roja. Había letreros de advertencia para las visitas señalando los objetos no autorizados: comida y bebida, periódicos y revistas y objetos punzantes. No se podía entregar nada a los pacientes sin previa consulta con los empleados. Estaban prohibidos los móviles. «Cualquier cosa, por inofensiva que parezca, puede perturbar a los pacientes, ¡PREGUNTEN en caso de duda!»

– ¿Tú crees que podemos perturbar a Robert Niles? -preguntó Hogan mirando a Rebus.

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