– Nosotros no somos así, Bobby -dijo él desconectando el móvil.
En ese momento entró un ordenanza y entraron.
Cruzaron un patio ajardinado con parterres de flores. Vieron caras en algunas ventanas. Las ventanas no tenían reja. Rebus había esperado que los ordenanzas serían forzudos, callados e irían discretamente vestidos con bata blanca o uniforme similar. Sin embargo, su guía, que dijo llamarse Billy, era bajo y jovial, vestía una camiseta corriente y vaqueros y calzaba zapatos de suela de goma. A Rebus le asaltó el inquietante pensamiento de que los locos, tras apoderarse del centro, habían encerrado a los vigilantes. Eso explicaría el semblante radiante de Billy. O quizás había hecho una incursión a las existencias de la farmacia.
– La doctora Lesser les está esperando -dijo el guía.
– ¿Y Niles?
– Hablarán con él en su presencia. No le gusta que entren extraños a su habitación.
– ¿Ah, no?
– Él es así -añadió Billy encogiéndose de hombros, como queriendo decir «todos tenemos nuestras manías».
Pulsó unos números en un panel de la puerta y sonrió hacia una cámara enfocada hacia él. La puerta se abrió y entraron en el hospital.
Olía a… no exactamente medicinas. ¿Qué era? Rebus se dio cuenta finalmente de que era el aroma de moquetas nuevas; concretamente la de color azul que cubría el pasillo por el que caminaban. Olía también a recién pintado; «verde manzana», creyó haber leído Rebus en las latas de tamaño industrial. Las paredes estaban adornadas con láminas pegadas con Blu-tac. No había marcos ni chinchetas. Reinaba el silencio. La alfombra amortiguaba sus pasos y no había música estridente ni gritos. Billy se detuvo ante una puerta al fondo del pasillo.
– ¿Doctora Lesser?
La mujer estaba sentada a una mesa de despacho moderna. Les sonrió y les miró por encima de sus gafas de media luna.
– Por fin están aquí -dijo.
– Perdone, llegamos un poco tarde -dijo Hogan disculpándose.
– No es eso -replicó ella-. Es que muchos pasan de largo el desvío y nos llaman diciendo que se han perdido.
– Nosotros no.
– Ya lo veo.
Se había levantado para estrecharles la mano. Hogan y Rebus se presentaron.
– Gracias, Billy -dijo. Billy inclinó la cabeza a modo de saludo y se retiró-. ¿No van a pasar? No muerdo -añadió sonriendo otra vez.
Rebus pensó si aquello sería parte del trabajo en Carbrae.
Tenía un despacho pequeño y agradable. Había un sofá amarillo de dos plazas, librería y tocadiscos. No había archivadores, y Rebus supuso que tendrían a buen recaudo los expedientes de los internos. La doctora Lesser dijo que la llamasen Irene. Tendría veintitantos años o poco más de treinta, pelo castaño, por debajo de los hombros. El color de sus ojos era igual al de las nubes que a primera hora de la mañana habían velado el Arthur's Seat.
– Siéntense, por favor -tenía acento inglés.
Rebus pensó que de Liverpool.
– Doctora Lesser… -comenzó a decir Hogan.
– Irene, por favor.
– Ah, sí -añadió Hogan haciendo una pausa indeciso respecto a dirigirse a ella por su nombre de pila. Si lo hacía, ella utilizaría el nombre de él, y parecería demasiado familiar-. ¿Comprende a qué hemos venido?
La doctora asintió con la cabeza. Había arrimado una silla para sentarse frente a ellos. Rebus advirtió que el sofá les resultaba estrecho. Entre Hogan y él pesarían más de ciento cincuenta kilos.
– Y ustedes comprenderán -dijo Lesser- que Robert tiene derecho a no contestar. Si empieza a ponerse nervioso, la entrevista se termina. Definitivamente.
Hogan asintió con la cabeza.
– Usted estará presente, naturalmente -dijo.
Ella levantó una ceja.
– Naturalmente -repitió.
Aunque era la respuesta que esperaban, les decepcionó.
– Doctora -intervino Rebus-, tal vez pueda usted anticiparnos algo. ¿Qué cabe esperar del señor Niles?
– No me gusta antici…
– ¿Hay, por ejemplo, algo que no debamos mencionar? ¿Palabras clave?
La doctora dirigió una mirada admirativa a Rebus.
– No hablará de lo que hizo con su esposa.
– No es ése el objeto de nuestra visita.
Lesser reflexionó un instante.
– No sabe que su amigo ha muerto -añadió.
– ¿No sabe que Herdman ha muerto? -repitió Hogan.
– En general, a los pacientes no les interesan las noticias.
– ¿Prefiere usted que eso siga siendo así? -añadió Rebus.
– Supongo que no tendrán necesidad de explicarle cuál es su interés por el señor Herdman.
– Tiene razón, no hay motivo. Debemos procurar que no se nos vaya la lengua, ¿eh, Bobby? -dijo Rebus mirando a Hogan.
Hogan asintió con la cabeza y en ese momento oyeron llamar a la puerta que seguía abierta. Los tres se levantaron. Un hombre fuerte y alto esperaba en el umbral. Tenía cuello de toro y tatuajes en los brazos. Por un instante, Rebus pensó «éste sí que debe de ser un vigilante». Al ver la cara de Lesser comprendió que el gigante era Robert Niles.
– Robert -dijo la doctora sonriente de nuevo, pero Rebus intuyó que la mujer estaba pensando si Niles llevaría mucho tiempo en la puerta y qué es lo que había oído.
– Billy me ha dicho… -Su voz resonaba como un trueno.
– Sí, sí; adelante, entra.
En cuanto Niles entró, Hogan cerró la puerta.
– No, no -ordenó Lesser-. Aquí siempre dejamos la puerta abierta.
Cabían dos interpretaciones: o no tenían nada que ocultar o era una manera de prevenir una posible agresión de los reclusos.
Lesser hizo un gesto a Niles para que sentase en la silla que ella había ocupado y a continuación se sentó detrás de la mesa. Niles tomó asiento y los dos policías hicieron lo propio, encajándose como pudieron en el estrecho sofá.
Niles les miró con la cabeza gacha y mirada sombría.
– Robert, a estos señores les gustaría hacerte unas preguntas.
– ¿Qué preguntas?
Niles vestía una camiseta blanca impecable y pantalones de deporte grises. Rebus trataba de apartar la vista de los tatuajes. Eran viejos, probablemente de sus años en el Ejército. Cuando él era soldado, al terminar el período de instrucción fue el único que no quiso celebrarlo haciéndose tatuajes durante el primer permiso. Los de Niles incluían un cardo, un par de serpientes enroscadas y un puñal envuelto en una bandera. Rebus suponía que el puñal estaría relacionado con su época en las SAS, a pesar de que en esa unidad no estaban bien vistos los adornos: los tatuajes, como las cicatrices, eran signos de identificación y en caso de captura podían agravar la situación del soldado.
Hogan decidió tomar la iniciativa.
– Queremos hacerle unas preguntas sobre su amigo Lee.
– ¿Lee?
– Lee Herdman, que a veces viene a visitarle.
– A veces, sí. -Niles vocalizó despacio las palabras, y Rebus se preguntó cómo sería de fuerte su medicación.
– ¿Hace mucho que no le ve?
– Hará unas semanas… creo -dijo Niles volviendo la cabeza hacia la doctora Lesser, quien asintió con la cabeza para disipar sus dudas.
Probablemente el tiempo no contaba mucho en Carbrae.
– ¿De qué hablan cuando viene a verle?
– De los viejos tiempos.
– ¿De algo en concreto?
– No… de los viejos tiempos. Entonces sí vivíamos bien.
– ¿Opinaba Lee lo mismo? -preguntó Hogan aspirando aire al terminar, al percatarse de que había utilizado el pretérito para Herdman.
– ¿Qué es lo que quieren? -dijo Niles con otra mirada hacia Lesser, que a Rebus le recordó un animal amaestrado que pide instrucciones a su dueño-. ¿Tengo que estar aquí?
– Robert, la puerta está abierta -dijo la doctora señalando con la mano hacia ella-, ya lo sabes.
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