Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Ray, soy Siobhan. ¿Puedes decirme algo?

– Buenos días, sargento Clarke. ¿No te dije que te llamaría en cuanto encontrara algo, si lo encontraba?

– O sea ¿que no has descubierto nada?

– O sea, que estoy de trabajo hasta el cuello. O sea, que no he tenido tiempo de hacer nada respecto a tu carta, por lo que sólo puedo presentarte mis disculpas y alegar que soy un simple ser humano.

– Perdona, Ray -dijo ella con un suspiro pellizcándose el puente de la nariz.

– ¿Has recibido otra?

– Sí.

– ¿Una ayer y otra hoy?

– Exacto.

– ¿Me la vas a enviar?

– Creo que me quedaré con ésta, Ray.

– Te llamaré en cuanto tenga algo.

– Ya lo sé. Perdona que te haya molestado.

– Siobhan, habla con alguien.

– Ya lo he hecho. Adiós, Ray.

Cortó la comunicación y llamó a Rebus al móvil, pero no contestaba. No se molestó en dejarle un mensaje. Dobló el papel, volvió a meterlo en el sobre y se lo guardó en el bolsillo. Tenía encima de su mesa el portátil de un adolescente muerto: su tarea de aquel día. El ordenador guardaba más de cien archivos; algunos serían programas, pero la mayoría eran documentos creados por Derek Renshaw. Ya había examinado algunos -correspondencia y deberes del colegio-, pero no había nada sobre el accidente de coche en el que había muerto su amigo. Parecía estar diseñando una fanzine de jazz. Había páginas maquetadas y fotos escaneadas, algunas bajadas de la Red. Derek tenía mucho entusiasmo, pero redactar no era su fuerte: «Miles fue un innovador, desde luego, pero luego fue más bien un cazatalentos que dio oportunidades a muchos noveles pensando en que algo se le pegaría…». Esperaba que Miles hubiera sido capaz de quitarse lo que se le había pegado, pensó Siobhan. Se sentó ante el portátil y lo contempló tratando de concentrarse. No paraba de darle vueltas en la cabeza a la palabra C.O.D.Y.; quizá fuese una pista… que conducía a alguien con ese apellido. No creía conocer a nadie que se apellidara Cody, pero por un instante tuvo la idea absurda de que Fairstone estaba vivo y que el cadáver calcinado era el de un tal Cody. Desechó aquella idea, inspiró hondo y decidió ponerse a trabajar.

Y se dio contra una pared. No podía entrar en el correo electrónico de Derek Renshaw sin la contraseña. Cogió el teléfono y llamó a South Queensferry, agradecida de que contestara la hermana en vez del padre.

– Kate, soy Siobhan Clarke.

– Sí.

– Tengo aquí el ordenador de Derek.

– Me lo ha dicho mi padre.

– El caso es que se me olvidó preguntar la contraseña.

– ¿Para qué la necesita?

– Para ver los últimos mensajes en la bandeja de entrada del correo electrónico.

– ¿Por qué?

La joven replicaba en tono exasperado, como con ganas de interrumpir la conversación.

– Porque es nuestro trabajo, Kate. -Se hizo un silencio-. ¿Kate?

– ¿Qué?

– Pensaba que me habías colgado.

– Ah… de acuerdo.

Se cortó la comunicación. Kate Renshaw acababa de colgar. Siobhan lanzó una maldición para sus adentros y decidió intentarlo más tarde o decirle a Rebus que lo hiciera él. Al fin y al cabo, era de la familia. Por otra parte, tenía la carpeta con los mensajes antiguos de Derek y para eso no necesitaba contraseña. Descubrió que el joven había guardado los mensajes de cuatro años. Esperaba que hubiera sido cuidadoso y hubiese limpiado toda la basura. Llevaba cinco minutos revisándolos y ya estaba aburrida de encontrar últimos resultados deportivos y crónicas de partidos de rugby cuando sonó el teléfono. Era Kate Renshaw.

– Lo siento mucho -dijo la voz.

– No te preocupes. No pasa nada.

– Sí que pasa. Usted sólo intentaba hacer su trabajo.

– Eso no significa que a ti tenga que gustarte. Si te digo la verdad, a mí hay veces que tampoco me gusta.

– La contraseña es Miles.

Naturalmente. No habría tardado ni cinco minutos en deducirlo.

– Gracias, Kate.

– A Derek le gustaba mucho conectarse. Al principio papá se quejaba de las facturas de teléfono.

– Supongo que Derek y tú estaríais bastante unidos, ¿no?

– Pues sí.

– No todos los chicos revelan la contraseña a su hermana.

Se oyó un resoplido, como una risita sarcástica.

– Es que la adiviné; la acerté a la tercera. El tenía que adivinar la mía y yo la suya.

– ¿Y te la adivinó?

– Estuvo varios días dándome la lata, cada poco venía con nuevas ideas.

Siobhan apoyó el codo en su propio ordenador y dejó descansar la cabeza en el puño. A lo mejor se prolongaba la conversación, porque Kate necesitaba hablar de sus recuerdos de Derek.

– ¿Teníais los mismos gustos musicales?

– Qué va. La música que a él le gustaba es ésa de mirarse el ombligo. El se pasaba horas en su cuarto, y si entrabas te lo encontraba con las piernas cruzadas en la cama y la cabeza en las nubes. Intenté llevarlo a alguna discoteca, pero me dijo que le deprimían. -Otro sonido despectivo-. Bueno, cada cual tiene sus gustos. ¿Sabe que una vez le dieron una paliza?

– ¿Dónde?

– En el centro, y creo que fue cuando empezó a no salir mucho de casa. Fueron unos chicos con quienes se tropezó a los que no les gustó su acento «pijo». Hay muchos de ésos, ¿sabe? Dicen que somos esnobs y que nuestros padres son unos ricachos de mierda que nos pagan el colegio. Lo que sucede es que ellos son de barrios pobres y casi todos acaban en el paro y ahí empieza todo.

– ¿Qué es lo que empieza?

– La agresividad. Recuerdo que en mi último curso en Port Edgar recibimos una carta «recomendándonos» no ir de uniforme por la ciudad si no íbamos en una excursión del colegio. -Lanzó un profundo suspiro-. Mis padres se privaron de todo para que nosotros pudiéramos ir a un colegio de pago y, mire por dónde, quizá fue eso el motivo de su ruptura.

– No lo creo, Kate.

– Muchas de sus peleas eran por cuestiones de dinero.

– De todos modos…

Se hizo un silencio.

– He estado buscando en internet, mirando cosas.

– ¿Qué clase de cosas?

– De todo… para intentar figurarme por qué lo hizo.

– ¿Te refieres a Lee Herdman?

– Hay un libro escrito por un americano; un psiquiatra o algo así. ¿Sabe cómo se titula?

– ¿Cómo?

Los hombres malos hacen lo que los buenos sueñan. ¿Cree que es cierto?

– Tendría que leer el libro.

– Creo que lo que dice es que todos llevamos dentro el potencial de… bueno, ya sabe…

– No, de eso no sé nada -replicó Siobhan, que no había dejado de pensar en Derek Renshaw.

Lo de la paliza tampoco aparecía en los archivos del ordenador. Tenía muchos secretos.

– Kate, ¿puedo preguntarte una cosa?

– ¿Qué?

– Derek no estaba deprimido ni nada así, ¿verdad? Quiero decir que le gustaba el deporte, los partidos…

– Sí, pero cuando volvía a casa…

– ¿Prefería meterse en su cuarto? -preguntó Siobhan.

– Sí, a oír jazz y a navegar.

– ¿Tenía algunos sitios concretos preferidos?

– Entraba en un par de chats.

– ¿Sobre deportes y jazz?

– Ha dado en el clavo. -Hizo una pausa-. ¿Recuerda aquello que le dije sobre los padres de Stuart Cotter?

Stuart Cotter era la víctima del accidente de coche.

– Sí -contestó Siobhan.

– ¿Pensó usted que estaba loca? -añadió Kate en tono más suave.

– No te preocupes; lo investigaremos.

– Escuche, lo dije por decir. En realidad, no creo que los padres de Stuart fueran capaces de una cosa así.

– Comprendo, Kate. -Volvió a hacerse un largo silencio-. ¿Me has vuelto a colgar?

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