– No hay que dejar a esa canalla que nos venza, ¿verdad? -replicó el juez como si fuera una frase habitual en su boca-. Bien, ¿en qué puedo servirles?
Rebus y Hogan cruzaron una mirada como si les pareciera insólito que aquel hombre acabara de perder a su hijo.
– Se trata de Lee Herdman -dijo Hogan-. Parece ser que era un amigo de Robert Niles.
– ¿Niles? -repitió el juez alzando la vista-. Ah, sí, lo recuerdo… el que apuñaló a su esposa, ¿no es así?
– Le cortó el cuello -precisó Rebus-. Fue a la cárcel, pero ahora está en Carbrae.
– Lo que deseamos saber -prosiguió Hogan- es si alguna vez tuvo usted motivos para temer represalias.
Jarvies se levantó despacio, sacó el reloj del bolsillo y lo abrió para mirar la hora.
– Creo que lo entiendo -dijo-. Buscan un móvil. ¿No es suficiente el hecho de que Herdman sufriese un desequilibrio mental?
– Tal vez ésa sea nuestra conclusión definitiva -respondió Hogan.
El juez se miró en el espejo de cuerpo entero que había en el cuarto. Rebus notó un leve aroma que al fin identificó. Olía a tienda de ropa para caballero, un tipo de establecimientos que él conocía porque de niño había acompañado a su padre cuando iba a tomarse medidas para algún traje. Jarvies se colocó un solo cabello desplazado. Aparte de las sienes canosas, tenía el resto del pelo color castaño; tal vez demasiado castaño, pensó Rebus sospechando que se lo teñía. No parecía que el juez hubiera cambiado su peinado con raya a la izquierda perfectamente marcada desde sus tiempos de colegial.
– Señor, ¿y Robert Niles…? -insistió Hogan.
– Nunca he recibido amenazas relacionadas con él, inspector Hogan. Ni había oído el nombre de Herdman hasta después de los hechos -dijo volviendo la cabeza y apartando la mirada del espejo-. ¿Es lo que querían saber?
– Sí, señor.
– Si Herdman se proponía matar a Anthony, ¿por qué disparar contra los otros? ¿Y por qué esperar tanto tiempo después de la sentencia?
– Sí, señor.
– No siempre existe un móvil…
De pronto sonó el móvil de Rebus, fuera de lugar, una distracción moderna. Sonrió, se disculpó y salió al pasillo alfombrado de rojo.
– Rebus -dijo.
– Acabo de tener dos reuniones muy interesantes -dijo Templer tratando de contener su genio.
– ¿Ah, sí?
– El examen forense que ha llevado a cabo la Científica en la cocina de Fairstone muestra que probablemente fue atado y amordazado. Eso lo convierte en un asesinato.
– O en que alguien intentó darle un buen susto.
– No parece sorprenderte.
– Últimamente pocas cosas me sorprenden.
– Ya lo sabías, ¿verdad? -Rebus guardó silencio; no era cuestión de causarle problemas al doctor Curt-. Bien, supongo que te imaginas perfectamente con quién ha sido la segunda entrevista.
– Con Carswell -dijo Rebus.
Colin Carswell era el subdirector de la Policía.
– Exacto.
– Y debo considerarme suspendido de servicio activo y pendiente de investigación.
– Así es.
– Muy bien. ¿Es todo lo que tenías que decirme?
– Tienes que presentarte en Jefatura para una entrevista preliminar.
– ¿Con los de Expedientes?
– Algo así, incluso podría tomar cartas en el asunto la UDP.
La Unidad de Deontología Profesional.
– Ya, el brazo paramilitar de Expedientes.
– John… -oyó que decía ella con un tono mezcla de advertencia y exasperación.
– Estoy deseando hablar con ellos -replicó Rebus cortando la llamada.
Hogan salió del vestidor, después de dar las gracias al juez por su tiempo. Tras cerrar la puerta, dijo en voz baja:
– Parece que lo lleva bien.
– Más bien se lo guarda, diría yo -dijo Rebus ajustando el paso con Hogan-. Por cierto, tengo noticias.
– ¿Qué?
– Me han suspendido de servicio activo. Y me apostaría a que Carswell está en estos momentos tratando de localizarte para decírtelo.
Hogan se detuvo y se volvió hacia Rebus.
– Tal como predijiste tú en Carbrae.
– Fui a la casa de un tipo. Esa misma noche murió en un incendio. -Hogan bajó la vista hacia los guantes de Rebus-. No tiene nada que ver con esto, Bobby. Es pura coincidencia.
– Entonces, ¿qué problema hay?
– Ese fulano acosaba a Siobhan.
– ¿Y?
– Y por lo visto lo ataron a una silla antes de declararse el incendio.
Hogan infló los carrillos.
– ¿Hay testigos?
– Según parece, me vieron entrar en la casa con él.
El móvil de Hogan sonó con una sintonía distinta a la del de Rebus y, al mirar la pantalla con el número de quien llamaba, torció el gesto.
– ¿Es Carswell? -preguntó Rebus.
– Jefatura.
– Entonces es él seguro.
Hogan asintió con la cabeza y guardó el teléfono en el bolsillo.
– No sirve de nada dar largas al asunto -comentó Rebus.
Pero Bobby Hogan negó con la cabeza.
– Sirve, y mucho, John. Además, seguramente te apartarán del caso, pero Port Edgar no es realmente un caso normal, ¿no? Nadie va a comparecer ante los tribunales. Sólo son pesquisas oficiales.
– Sí, claro -replicó Rebus con una sonrisa irónica.
Hogan le dio unas palmadas en el brazo.
– No te preocupes, John. El tío Bobby cuida de ti…
– Gracias, tío Bobby -dijo Rebus.
– … mientras la mierda no empiece a salpicar.
* * *
Cuando Gill Templer volvió a St Leonard, Siobhan ya había localizado a Douglas Brimson. No le costó mucho porque Brimson figuraba en el listín telefónico con dos direcciones y dos números de teléfono, el de su casa y el del negocio. Templer cruzó el pasillo y entró en su despacho cerrando de un portazo. George Silvers levantó la vista de la mesa.
– Parece que ha desenterrado el hacha de guerra -comentó Silvers guardándose el bolígrafo y preparándose para escaquearse.
Siobhan había intentado hablar con Rebus, pero su teléfono comunicaba. Seguramente guardándose del tomahawk de la jefa.
Después de que Silvers se fuera, Siobhan se vio sola en el DIC. El inspector jefe Pryde estaba allí, en algún sitio, igual que el agente Hynds. Los dos habían logrado volverse invisibles. Miró la pantalla del portátil de Derek Renshaw, más que harta de revisar sus inofensivos documentos.
Estaba convencida de que Derek era un buen chico, pero también aburrido. Una persona que conocía de antemano su futuro: tres o cuatro años en la universidad estudiando Económicas e Informática, y luego un empleo en una oficina, quizá de contable. Un sueldo que le permitiera comprarse un ático con vistas al mar, un coche rápido y el mejor aparato de música del mercado.
Aquel futuro se había congelado, reducido a meras palabras en una pantalla y retazos de recuerdos. Se estremeció al pensarlo. Cómo cambia todo en un instante… Se tapó la cara con las manos y se restregó los ojos pensando sólo en una cosa: no quería estar allí cuando Gill Templer hiciera su aparición detrás de aquella puerta. Algo en su interior le decía que ésta plantaría cara a la jefa, e incluso iría más allá. No estaba dispuesta a hacer de chivo expiatorio. Miró el teléfono y el bloc con los datos sobre Brimson. Decidida, cerró el portátil, lo guardó en el bolso y cogió el móvil y el bloc.
Fue a pie.
Un único desvío, una parada rápida en casa, donde encontró el cede Come On Die Young. Lo puso al subir al coche y lo escuchó con atención por si encontraba alguna pista. No está fácil, porque en su mayor parte era instrumental.
La casa de Brimson resultó ser un chalet moderno en una carretera estrecha que discurría entre el aeropuerto y el antiguo hospital de Gogarburn. Al bajar del coche oyó a lo lejos los golpes de los trabajos de demolición: estaba derribando el hospital. Por lo que sabía, el solar lo había adquirido un banco para construir en él su nueva sede. El chalet estaba detrás de un seto alto con una verja de hierro pintada de verde. Empujó la puerta y cruzó un sendero de grava rosada que crujió bajo sus pasos. Tocó el timbre y miró por las ventanas de uno y otro lado. La primera daba al cuarto de estar y la otra, a un dormitorio. La cama estaba hecha, y no parecía que se usara mucho el cuarto de estar. En un sofá azul había revistas con fotos de aeroplanos en la portada. El jardín delantero estaba casi todo enlosado, con excepción de un par de parterres con rosales que aún no habían florecido. Un sendero unía la casa con el garaje. Había otra puerta que se abrió cuando giró la manilla y que daba paso al jardín de atrás. Era una gran parcela de césped inclinada al fondo de la cual se extendían unos cuantos acres de tierras de labranza. El invernadero de estructura de madera debía de ser un añadido más reciente. La puerta estaba cerrada con llave. Miró por otras ventanas y vio la cocina, blanca y espaciosa, y otro dormitorio. No había indicios de vida familiar, juguetes en el jardín ni nada que indicara la mano de una mujer. De todos modos, estaba todo impecable. Al volver por el sendero reparó en otra ventana en la parte de atrás del garaje. Dentro vio un Jaguar deportivo. Pero decididamente su dueño no estaba en casa.
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