Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Sí, es mucho tiempo soportando una carga -dijo ella asintiendo con la cabeza-Piénselo, ¿sabe?

Rebus asintió con la cabeza, mientras seguía caminando hacia atrás. La saludó con la mano. Se volvió y se alejó por el pasillo sintiendo su mirada clavada en él. Hogan, ofuscado, caminaba unos pasos delante de Billy y Rebus llegó a la altura del ordenanza.

– Ha sido una visita útil -dijo sabiendo que Hogan lo oiría.

– Me alegro.

– El viaje ha valido la pena.

Billy asintió con la cabeza satisfecho de que a alguien más le hubiera ido bien aquel día.

– Billy -dijo Rebus poniéndole la mano en el hombro-, ¿el libro de visitas está aquí o en la entrada?

El joven le miró desconcertado.

– ¿No oyó lo que dijo la doctora?

Rebus insistió.

– Es para comprobar la fecha de las visitas de Lee Herdman.

– El libro está en la entrada.

– Pues allí le echaremos un vistazo -añadió Rebus desarmándole con una sonrisa irresistible-. ¿No podríamos tomar un café de paso?

En la dependencia de control había un hervidor y en cuanto el vigilante se dispuso a prepararles dos cafés de sobre, el ordenanza les dejó.

– ¿Tú crees que irá a decírselo a Lesser? -preguntó Hogan en voz baja.

– Hay que actuar lo más rápido posible.

No fue fácil porque el vigilante entabló conversación con ellos preguntándoles cómo era el trabajo en el DIC. Probablemente el hombre estaba aburrido de estar solo todo el día en su garita, con una batería de cámaras de circuito cerrado y unos cuantos coches que controlar cada hora. Hogan se encargó de tenerle entretenido contándole anécdotas, la mayor parte de las cuales Rebus sospechaba que eran inventadas. El registro de visitas era un anticuado libro de contabilidad con sus respectivas columnas para la fecha, la hora, el nombre y la dirección del visitante y la persona visitada. La última estaba a su vez dividida en dos espacios para la firma del paciente y del médico. Rebus comenzó a comprobar nombres de visitantes y recorrió rápidamente con el dedo tres páginas hasta dar con el de Lee Herdman. Casi exactamente hacía un mes; así que el cálculo de Niles no era tan inexacto. Un mes antes, otra visita. Rebus lo apuntó en su bloc sin apenas poder apretar el bolígrafo. Por lo menos no volvían a Edimburgo en blanco.

Hizo una pausa para dar un sorbo a la taza desconchada con dibujo de flores y el café le supo a una de esas mezclas de oferta de supermercado con profusión de achicoria. Su padre solía comprar aquel tipo de café por ahorrar unos peniques. Una vez, cuando él era adolescente, se le ocurrió llevar a casa otro más caro, pero su padre no lo había querido.

– Está bueno el café -le dijo al vigilante, que pareció complacido.

– Ya vamos acabando -dijo Hogan, harto de contar historias.

Rebus asintió con la cabeza, pero volvió a echar un último vistazo al libro, esta vez no a la columna de visitantes sino a la de pacientes visitados.

– Viene compañía -le previno Hogan señalándole la pantalla de uno de los monitores que encuadraba a Billy y a la doctora Lesser saliendo del hospital y caminando por el jardín.

Rebus volvió a mirar el libro y vio el nombre R. Niles otra vez. R.Niles/dra. Lesser: otro visitante que no era Lee Herdman.

«¡Cómo no se nos ocurriría preguntarle!» A Rebus le entraban ganas de abofetearse.

– Larguémonos de aquí, John -dijo Hogan dejando la taza.

Pero Rebus no se movía. Le miró fijamente y él le hizo un guiño. En ese momento se abrió la puerta y la doctora irrumpió.

– ¿Quién les ha dado permiso para consultar informes confidenciales? -espetó.

– Olvidamos preguntarle si Niles había tenido otras visitas -respondió Rebus imperturbable. Señaló la página con el dedo-. Ese Douglas Brimson, ¿quién es?

– Eso a usted no le importa.

– ¿Ah, no? -replicó Rebus anotando el nombre en su bloc.

– ¿Qué hace?

Rebus cerró el bloc y lo guardó en el bolsillo dirigiendo a Hogan un gesto con la cabeza para indicarle que podían marcharse.

– Gracias de nuevo, doctora -dijo Hogan dispuesto a salir de la garita.

Ella, sin hacerle caso, miró furiosa a Rebus.

– Daré parte de esto -dijo.

Él se encogió de hombros.

– De todos modos, me suspenderán del servicio activo antes de que acabe el día. Gracias otra vez por su colaboración.

Se deslizó entre ella y la puerta y siguió a Hogan.

– Me siento mejor -dijo Billy-. Ha sido de chiripa, pero es un tanto.

– Un tanto de chiripa siempre viene bien -concedió Rebus.

Hogan se detuvo junto al Passat y buscó el mando en el bolsillo.

– ¿Douglas Brimson? -preguntó.

– Otro de los visitantes de Niles -contestó Rebus-. Vive en Turnhouse.

– ¿En Turnhouse? ¿El aeropuerto? -preguntó Hogan.

Rebus asintió.

– Pero ¿qué puede haber allí?

– ¿Aparte del aeropuerto, quieres decir? -Rebus se encogió de hombros-. Quizá valga la pena averiguarlo -añadió en el momento en que se oía el sonido sordo de la apertura centralizada del mando a distancia.

– ¿Qué es eso de que esperas que te suspendan de servicio?

– Algo tenía que decir.

– ¿Y se te ocurrió eso?

– Por Dios, Bobby, pensaba que habíamos dejado atrás a la psicóloga.

– Si hay algo que yo deba saber, John…

– No hay nada.

– He sido yo quien te ha metido en esta investigación y puedo echarte cuando quiera. No lo olvides.

– Qué bien se te da dar ánimos a la gente, Bobby -dijo Rebus cerrando la portezuela.

Iba a ser un largo viaje.

Capítulo 9

ALÉGRAME EL DÍA (C.O.D.Y.).

Siobhan volvió a mirar la nota. Era la misma caligrafía que la del día anterior, estaba segura. Era correo normal, pero había llegado en un día. La dirección de St Leonard era exacta, hasta el código postal. Esta vez no había ningún nombre, pero no hacía falta, ¿verdad? Precisamente era lo que pretendía el autor.

¿Lo de «Alégrame el día» sería una referencia a Harry el Sucio de Clint Eastwood? ¿A quién conocía que se llamara Harry? A nadie. No estaba segura de que tuviera que desentrañar el significado de C.O.D.Y., pero de pronto comprendió lo que quería decir: Come On, Die Young; [1] lo sabía porque era el título de un disco de Mogwai que había comprado no hacía mucho. Un tema sobre pandilleros grafiteros americanos o algo así. Aparte de ella, ¿a quién conocía que le gustara Mogwai? Ella le había prestado a Rebus dos cedés hacía dos meses pero, aparte de eso, nadie en la comisaría conocía sus gustos musicales. Grant Hood había ido a su piso algunas veces… y Eric Bain también. Quizá no tenía por qué significar nada, o era otra cosa menos obvia. Suponía que la mayoría de los seguidores del grupo era gente más joven que ella, adolescentes o veinteañeros. Y probablemente varones. Mogwai hacía música instrumental y mezclaba guitarras con ruidos estridentes. En aquel momento no recordaba si Rebus le había devuelto los cedés. ¿Sería uno de ellos Come On, Die Young?

Sin darse cuenta se había apartado de su mesa para acercarse a la ventana y mirar hacia St Leonard's Lane. En el DIC no quedaba nadie; habían concluido ya los interrogatorios relacionados con el caso de Port Edgar. Había que hacer las transcripciones y la recopilación, introducir todos los datos en el sistema informático y comprobar si la tecnología lograba establecer conexiones que hubieran escapado a la capacidad de los mortales.

El autor de la carta quería que le hiciera feliz. ¿A él? Volvió a examinar la escritura. Tal vez un perito pudiera determinar si era una caligrafía masculina o femenina. Sospechaba que el autor había desfigurado su modo de escribir y por eso era una letra tan garabateada. Volvió a su mesa y llamó a Ray Duff.

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