Mientras cruzaban el pasillo, Rebus advirtió que en una puerta había una pequeña placa de porcelana que rezaba: CUARTO DE STUART, y se detuvo ante ella.
– ¿Su hijo?
Cotter asintió despacio con la cabeza.
– Charlotte, mi mujer… desde el accidente, la conserva tal como estaba -dijo.
– No hay de qué avergonzarse, señor -comentó Siobhan al ver su embarazo.
– No, claro.
– Dígame una cosa -añadió Rebus-. ¿Esta fase gótica de Teri empezó antes o después de que muriera su hermano?
– Poco después -contestó Cotter mirándole.
– ¿Estaban muy unidos? -añadió Rebus.
– Creo que sí. Pero no entiendo qué tiene eso que ver…
Rebus se encogió de hombros.
– Era simple curiosidad -dijo-. Perdone; es deformación profesional.
Cotter pareció aceptar la explicación y comenzó a bajar la escalera.
– Yo compro allí cedés -dijo Siobhan ya en el coche camino de Cockburn Street.
– Yo también -dijo Rebus.
Y también había visto a menudo a los góticos, que ocupaban casi toda la acera y se sentaban en la escalinata lateral del antiguo edificio del Scotsman, se pasaban cigarrillos e intercambiaban información sobre los nuevos grupos musicales. Comenzaban a reunirse después de las horas de clase, algunos después de quitarse el uniforme y ataviados con el negro de rigor, maquillados y con baratijas llamativas, todos ellos esperando integrarse en el grupo y distinguirse a la vez. El problema era que en los tiempos actuales costaba más llamar la atención. Años atrás se conseguía llevando el pelo largo. Después llegó el glam y a continuación, su hijo bastardo, el punk. Rebus recordaba un sábado de antaño en que yendo a comprar discos, al tomar la cuesta de Cockburn Street, se cruzó con sus primeros punks: desgarbados y despreciativos, crestas y cadenas. Una mujer de mediana edad que caminaba detrás de él sin poder contenerse les reprendió: «¿Es que no podéis ir como seres humanos?», para regocijo de los punks, probablemente.
– Podríamos aparcar al final de la calle y subir -dijo Siobhan ya cerca de Cockburn Street.
– Es mejor aparcar arriba y bajar -replicó Rebus.
Tuvieron suerte porque salía un coche de un hueco en el momento en que ellos llegaban y dejaron el suyo en la misma Cockburn Street, a pocos metros de un grupo de góticos.
– Bingo -dijo Rebus al ver a la señorita Teri en animada conversación con dos amigos.
– Tendrás que bajar tú antes -dijo Siobhan.
Rebus miró y vio que a ella le impedían hacerlo unas bolsas de basura amontonadas en la acera. Se apeó y sujetó la portezuela para que Siobhan pasara a su asiento y saliera. En ese momento, notó que corría gente por la acera y advirtió que cogían una bolsa de basura. Levantó la vista y vio cinco jóvenes que pasaban a la carrera junto al coche, con parkas con capucha y gorras de béisbol. Uno de ellos lanzó hacia el grupo de góticos la bolsa de basura, que reventó esparciendo su contenido. Se oyeron gritos y chillidos. Hubo intercambio de puntapiés y puñetazos. Uno de los góticos cayó de bruces por la escalinata y otro echó a correr haciendo regates y salió a la calzada donde un taxi estuvo a punto de atropellarle. Los peatones se detenían alarmados dando voces. Y los comerciantes se asomaban a la puerta de sus establecimientos. Alguien gritó que llamaran a la policía.
La reyerta se generalizó y los jóvenes, dándose empujones, chocaban contra los escaparates y se agarraban del cuello. Eran cinco agresores contra doce góticos, pero los pendencieros eran fuertes y brutales. Siobhan echó a correr para contener a uno de ellos y Rebus vio que la señorita Teri se ponía a salvo dentro de una tienda y cerraba la puerta. Como era de cristal, su perseguidor miró alrededor buscando algún proyectil para lanzarlo. Rebus aspiró aire y gritó:
– ¡Rab Fisher! ¡Rab, ven aquí! -El interpelado se detuvo y miró a Rebus, que alzó su mano enguantada-. ¿Te acuerdas de mí, Rab?
Rab Fisher torció el gesto. Otro de los pandilleros reconoció a Rebus, gritó «¡Polis!» y los Perdidos se juntaron en medio de la calzada con el pecho palpitante y jadeantes.
– ¿Qué, muchachos, estáis haciendo méritos para ese viajecito a Saughton? -dijo Rebus en voz alta dando un paso hacia el grupo.
Cuatro echaron a correr cuesta abajo. Rab Fisher, haciéndose el valentón, antes de seguir a sus compañeros daba una patada en la puerta de cristal. Siobhan ayudó a levantarse a una pareja de góticos que comprobaban si tenían heridas. No había habido navajas ni proyectiles, lo que había recibido una paliza era el orgullo. Rebus se acercó a la puerta de cristal y vio en el interior la señorita Teri junto a una señora con bata blanca de médico o farmacéutica. Al advertir en el local una serie de cabinas resplandecientes, comprendió que se trataba de un salón de bronceado que le pareció recién instalado. La mujer acarició el pelo a Teri y ésta se apartó huraña. Rebus entró en el establecimiento.
– Teri, ¿te acuerdas de mí? -dijo.
La joven le miró y asintió con la cabeza.
– Sí, es el policía del otro día.
Rebus tendió la mano a la mujer.
– Usted debe de ser la madre de Teri. Soy el inspector Rebus.
– Charlotte Cotter -dijo la mujer estrechándole la mano.
Tendría cerca de treinta y tantos años, una espesa melena ondulada de color rubio ceniza y un rostro ligeramente bronceado, casi brillante. Rebus no acababa de encontrar parecido físico entre ambas y, de no haber sabido el parentesco, casi habría pensado que eran más o menos de la misma edad, no hermanas sino primas quizás. La madre era unos tres centímetros más baja que la hija, más delgada y de aspecto distinguido. Rebus supo en ese momento quién de los Cotter hacía más uso de la piscina cubierta.
– ¿Qué ha sido ese jaleo? -preguntó Rebus a Teri.
– Nada -contestó la jovencita encogiéndose de hombros.
– ¿Os molesta mucho esa gente?
– No dejan de molestarles -terció la madre para indignación de su hija-. Les insultan y a veces suceden cosas peores.
– Tú qué sabes -protestó Teri.
– Lo veo.
– ¿Es que has abierto este negocio para vigilarme? -añadió la joven jugueteando con la cadena de oro que llevaba al cuello.
Rebus advirtió que la adornaba un diamante.
– Teri -replicó la madre con un suspiro-, lo que quiero decir…
– Me voy -musitó la hija.
– Un momento -dijo Rebus-. ¿Podemos hablar antes?
– ¡No voy a presentar denuncia!
– ¿No ve usted qué tozuda es? -dijo Charlotte Cotter exasperada-. Inspector, oí que llamaba a voces por su nombre a uno de esos gamberros. ¿Los conoce usted? ¿No podría detenerlos?
– No creo que sirviera de nada, señora Cotter.
– Pero ¿no ha visto lo que han hecho?
Rebus asintió con la cabeza.
– Y les he dado un aviso. Creo que con eso bastará. Bien, el caso es que no pasaba por aquí por casualidad; quería hablar con Teri.
– ¿Ah, sí?
– Pues venga conmigo -dijo Teri agarrando a Rebus del brazo-. Perdona, mamá, voy a colaborar con la policía en la investigación.
– Teri, espera…
Pero fue inútil; Charlotte Cotter vio cómo su hija arrastraba al inspector a la calle hacia el grupo en el que ya se iban calmando los ánimos. Se enseñaban unos a otros las contusiones. Un muchacho olía las solapas de su gabardina negra y arrugaba la nariz pensando que iba a tener que darle un buen lavado. Habían recogido la basura esparcida de la bolsa, y Rebus pensó que sería principalmente obra de Siobhan que en aquel momento miraba buscando alguien que la ayudara a meterla en otra nueva que había traído un tendero.
– ¿Estáis todos bien? -preguntó Teri.
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