Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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Mientras cruzaban el pasillo, Rebus advirtió que en una puerta había una pequeña placa de porcelana que rezaba: CUARTO DE STUART, y se detuvo ante ella.

– ¿Su hijo?

Cotter asintió despacio con la cabeza.

– Charlotte, mi mujer… desde el accidente, la conserva tal como estaba -dijo.

– No hay de qué avergonzarse, señor -comentó Siobhan al ver su embarazo.

– No, claro.

– Dígame una cosa -añadió Rebus-. ¿Esta fase gótica de Teri empezó antes o después de que muriera su hermano?

– Poco después -contestó Cotter mirándole.

– ¿Estaban muy unidos? -añadió Rebus.

– Creo que sí. Pero no entiendo qué tiene eso que ver…

Rebus se encogió de hombros.

– Era simple curiosidad -dijo-. Perdone; es deformación profesional.

Cotter pareció aceptar la explicación y comenzó a bajar la escalera.

– Yo compro allí cedés -dijo Siobhan ya en el coche camino de Cockburn Street.

– Yo también -dijo Rebus.

Y también había visto a menudo a los góticos, que ocupaban casi toda la acera y se sentaban en la escalinata lateral del antiguo edificio del Scotsman, se pasaban cigarrillos e intercambiaban información sobre los nuevos grupos musicales. Comenzaban a reunirse después de las horas de clase, algunos después de quitarse el uniforme y ataviados con el negro de rigor, maquillados y con baratijas llamativas, todos ellos esperando integrarse en el grupo y distinguirse a la vez. El problema era que en los tiempos actuales costaba más llamar la atención. Años atrás se conseguía llevando el pelo largo. Después llegó el glam y a continuación, su hijo bastardo, el punk. Rebus recordaba un sábado de antaño en que yendo a comprar discos, al tomar la cuesta de Cockburn Street, se cruzó con sus primeros punks: desgarbados y despreciativos, crestas y cadenas. Una mujer de mediana edad que caminaba detrás de él sin poder contenerse les reprendió: «¿Es que no podéis ir como seres humanos?», para regocijo de los punks, probablemente.

– Podríamos aparcar al final de la calle y subir -dijo Siobhan ya cerca de Cockburn Street.

– Es mejor aparcar arriba y bajar -replicó Rebus.

Tuvieron suerte porque salía un coche de un hueco en el momento en que ellos llegaban y dejaron el suyo en la misma Cockburn Street, a pocos metros de un grupo de góticos.

– Bingo -dijo Rebus al ver a la señorita Teri en animada conversación con dos amigos.

– Tendrás que bajar tú antes -dijo Siobhan.

Rebus miró y vio que a ella le impedían hacerlo unas bolsas de basura amontonadas en la acera. Se apeó y sujetó la portezuela para que Siobhan pasara a su asiento y saliera. En ese momento, notó que corría gente por la acera y advirtió que cogían una bolsa de basura. Levantó la vista y vio cinco jóvenes que pasaban a la carrera junto al coche, con parkas con capucha y gorras de béisbol. Uno de ellos lanzó hacia el grupo de góticos la bolsa de basura, que reventó esparciendo su contenido. Se oyeron gritos y chillidos. Hubo intercambio de puntapiés y puñetazos. Uno de los góticos cayó de bruces por la escalinata y otro echó a correr haciendo regates y salió a la calzada donde un taxi estuvo a punto de atropellarle. Los peatones se detenían alarmados dando voces. Y los comerciantes se asomaban a la puerta de sus establecimientos. Alguien gritó que llamaran a la policía.

La reyerta se generalizó y los jóvenes, dándose empujones, chocaban contra los escaparates y se agarraban del cuello. Eran cinco agresores contra doce góticos, pero los pendencieros eran fuertes y brutales. Siobhan echó a correr para contener a uno de ellos y Rebus vio que la señorita Teri se ponía a salvo dentro de una tienda y cerraba la puerta. Como era de cristal, su perseguidor miró alrededor buscando algún proyectil para lanzarlo. Rebus aspiró aire y gritó:

– ¡Rab Fisher! ¡Rab, ven aquí! -El interpelado se detuvo y miró a Rebus, que alzó su mano enguantada-. ¿Te acuerdas de mí, Rab?

Rab Fisher torció el gesto. Otro de los pandilleros reconoció a Rebus, gritó «¡Polis!» y los Perdidos se juntaron en medio de la calzada con el pecho palpitante y jadeantes.

– ¿Qué, muchachos, estáis haciendo méritos para ese viajecito a Saughton? -dijo Rebus en voz alta dando un paso hacia el grupo.

Cuatro echaron a correr cuesta abajo. Rab Fisher, haciéndose el valentón, antes de seguir a sus compañeros daba una patada en la puerta de cristal. Siobhan ayudó a levantarse a una pareja de góticos que comprobaban si tenían heridas. No había habido navajas ni proyectiles, lo que había recibido una paliza era el orgullo. Rebus se acercó a la puerta de cristal y vio en el interior la señorita Teri junto a una señora con bata blanca de médico o farmacéutica. Al advertir en el local una serie de cabinas resplandecientes, comprendió que se trataba de un salón de bronceado que le pareció recién instalado. La mujer acarició el pelo a Teri y ésta se apartó huraña. Rebus entró en el establecimiento.

– Teri, ¿te acuerdas de mí? -dijo.

La joven le miró y asintió con la cabeza.

– Sí, es el policía del otro día.

Rebus tendió la mano a la mujer.

– Usted debe de ser la madre de Teri. Soy el inspector Rebus.

– Charlotte Cotter -dijo la mujer estrechándole la mano.

Tendría cerca de treinta y tantos años, una espesa melena ondulada de color rubio ceniza y un rostro ligeramente bronceado, casi brillante. Rebus no acababa de encontrar parecido físico entre ambas y, de no haber sabido el parentesco, casi habría pensado que eran más o menos de la misma edad, no hermanas sino primas quizás. La madre era unos tres centímetros más baja que la hija, más delgada y de aspecto distinguido. Rebus supo en ese momento quién de los Cotter hacía más uso de la piscina cubierta.

– ¿Qué ha sido ese jaleo? -preguntó Rebus a Teri.

– Nada -contestó la jovencita encogiéndose de hombros.

– ¿Os molesta mucho esa gente?

– No dejan de molestarles -terció la madre para indignación de su hija-. Les insultan y a veces suceden cosas peores.

– Tú qué sabes -protestó Teri.

– Lo veo.

– ¿Es que has abierto este negocio para vigilarme? -añadió la joven jugueteando con la cadena de oro que llevaba al cuello.

Rebus advirtió que la adornaba un diamante.

– Teri -replicó la madre con un suspiro-, lo que quiero decir…

– Me voy -musitó la hija.

– Un momento -dijo Rebus-. ¿Podemos hablar antes?

– ¡No voy a presentar denuncia!

– ¿No ve usted qué tozuda es? -dijo Charlotte Cotter exasperada-. Inspector, oí que llamaba a voces por su nombre a uno de esos gamberros. ¿Los conoce usted? ¿No podría detenerlos?

– No creo que sirviera de nada, señora Cotter.

– Pero ¿no ha visto lo que han hecho?

Rebus asintió con la cabeza.

– Y les he dado un aviso. Creo que con eso bastará. Bien, el caso es que no pasaba por aquí por casualidad; quería hablar con Teri.

– ¿Ah, sí?

– Pues venga conmigo -dijo Teri agarrando a Rebus del brazo-. Perdona, mamá, voy a colaborar con la policía en la investigación.

– Teri, espera…

Pero fue inútil; Charlotte Cotter vio cómo su hija arrastraba al inspector a la calle hacia el grupo en el que ya se iban calmando los ánimos. Se enseñaban unos a otros las contusiones. Un muchacho olía las solapas de su gabardina negra y arrugaba la nariz pensando que iba a tener que darle un buen lavado. Habían recogido la basura esparcida de la bolsa, y Rebus pensó que sería principalmente obra de Siobhan que en aquel momento miraba buscando alguien que la ayudara a meterla en otra nueva que había traído un tendero.

– ¿Estáis todos bien? -preguntó Teri.

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