Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– A la mierda -musitó sentándose a la mesa, apartando los papeles y acercando el portátil de Derek Renshaw.

Lo enchufó a la línea telefónica y lo encendió. Tenía que repasar mensajes del correo electrónico y se quedaría levantada hasta tarde si era preciso para terminar el trabajo. Además, había muchos archivos que mirar. El trabajo la calmaría; la calmaría porque era trabajo.

Decidió tomar un descafeinado sin olvidarse de enchufar el hervidor y se llevó al cuarto de estar la taza caliente. Entró en el correo con la contraseña «Miles», pero los nuevos mensajes eran basura: anuncios de seguros o de Viagra dirigidos a una persona que ignoraban que había muerto. También había otros mensajes de gente que había notado la ausencia de Derek en los chats y foros. Siobhan tuvo una idea. Arrastró la flecha hasta la parte superior de la pantalla para seleccionar «Favoritos». Apareció una lista de sitios y códigos de direcciones que Derek utilizaba habitualmente. Allí estaban los sitios de charla y foros. Amazon, BBC… Había una dirección que a Siobhan no le sonaba y la seleccionó; la conexión fue rápida:

¡BIENVENIDO A MI OSCURIDAD!

Las letras eran de color rojo mortecino y cobraron intensidad. El fondo de la pantalla era negro. Movió el cursor hasta la primera letra e hizo doble clic. Esta vez la conexión fue algo más lenta, y en la pantalla apareció el interior bastante borroso de una habitación. Siobhan probó a manipular el contraste de pantalla, pero la deficiencia era de la imagen y no pudo mejorarla. Distinguía una cama y detrás una ventana con cortinas. Movió el cursor por la pantalla pero no encontró ninguna señal oculta para pulsar. No había nada más. Se reclinó en la silla con los brazos cruzados pensando en qué podría significar aquello, qué interés tendría aquella imagen para Derek Renshaw. Quizá fuera su cuarto. Tal vez la «oscuridad» era otra faceta de su carácter. En ese momento la pantalla cambió de repente y fue inundada por una extraña luz amarilla. ¿Sería una interferencia? Siobhan se inclinó y agarró el borde de la mesa. Ahora lo entendía: eran los faros de un coche que proyectaban su luz por detrás de las cortinas. Lo que veía no era una foto fija.

Una webcam, susurró. Lo que veía era la transmisión en tiempo real de un dormitorio. Lo que era más: sabía de quién era el dormitorio. El fulgor amarillo le había bastado para reconocerlo. Se levantó, encontró el móvil y llamó.

* * *

Siobhan enchufó el ordenador portátil y lo reinicializó. Lo habían colocado en una silla porque el cable no llegaba desde la mesa hasta la conexión del teléfono fijo de Rebus.

– Es todo muy misterioso -dijo ella cogiendo de una bandeja una de las tazas de café que habían preparado.

Olía a vinagre; probablemente él había cenado pescado. Pensó en el chow mien que había dejado en su casa y se dio cuenta de que no eran tan distintos: comida para llevar, nadie en casa esperándoles. Vio que Rebus había bebido cerveza porque en el suelo, junto a una silla, había una botella vacía de Deuchar. Había escuchado música: la antología de Hawkind que ella le había regalado para su cumpleaños. A lo mejor lo había puesto para que ella viera que no lo había olvidado.

– Ya falta poco -dijo Siobhan.

Rebus había apagado el tocadiscos y se restregaba los ojos con las manos enrojecidas, sin guantes. Eran casi las diez. Cuando ella le llamó estaba dormido en el sillón, decidido a pasar allí la noche. Era más sencillo que desvestirse, desatarse los cordones de los zapatos, desabrocharse… No se había molestado en arreglarse; ella le conocía de sobra. Sin embargo, sí había cerrado la puerta de la cocina para que no viera el fregadero lleno de platos. Si los veía, se ofrecería a limpiar y no iba a consentirlo.

– Ahora sólo hay que conectarse.

Rebus acercó una silla para sentarse. Siobhan estaba arrodillada en el suelo delante del portátil, que desplazó ligeramente para que él viese la pantalla. Rebus asintió con la cabeza para darle a entender que lo veía bien.

¡BIENVENIDO A MI OSCURIDAD!

– ¿Es el club de fans de Alice Cooper?

– Ahora verás.

– ¿O es la Organización Nacional de Ciegos?

– Si percibes una leve sonrisa por mi parte, tienes permiso para sacudirme con la bandeja en la cabeza -dijo ella inclinándose levemente hacia atrás-. Ahí está… mira.

La habitación ya no estaba a oscuras. Había velas encendidas: velas negras.

– El cuarto de Teri Cotter -dijo Rebus.

Siobhan asintió con la cabeza y él miró fijamente el parpadeo de las llamas.

– ¿Es una película?

– Es en directo, que yo sepa.

– ¿Y cómo es posible?

– En el ordenador de ella había una cámara. De ahí llega la imagen. La primera vez que entré en la página, el cuarto estaba a oscuras. Ahora debe de estar en casa.

– ¿Y qué interés tiene esto? -preguntó Rebus.

– Hay gente a quien le gusta. Algunos hasta pagan por ver cosas así.

– ¿Y nosotros vamos a verlo gratis?

– Eso parece.

– ¿Crees que lo desenchufa cuando vuelve a casa?

– ¿Qué gracia tendría, entonces?

– ¿Lo tiene enchufado constantemente?

– Tal vez lo descubramos ahora mismo -contestó Siobhan encogiéndose de hombros.

Teri Cotter acababa de entrar en el encuadre; sus movimientos eran nerviosos y la cámara transmitía una serie de imágenes fijas con pausas intermedias.

– ¿No hay sonido? -preguntó Rebus.

Siobhan no lo creía, pero probó subiendo el volumen.

– No hay sonido -dijo.

Teri se sentó en la cama con las piernas cruzadas. Vestía igual que cuando había estado con ellos. Parecía mirar hacia la cámara. Se tumbó boca abajo y se estiró en la cama apoyando la barbilla en las manos, y colocándose directamente delante del objetivo.

– Es como una película muda antigua -comentó Rebus, sin que Siobhan comprendiera si lo decía por la calidad de la película o por la falta de sonido-. ¿Y nosotros qué pintamos en esto?

– Somos su público.

– ¿Sabe ella que la ven?

Siobhan negó con la cabeza.

– Lo más probable es que no se pueda saber si hay alguien mirando, suponiendo que mire alguien.

– ¿Derek Renshaw solía mirarla?

– Sí.

– ¿Crees que ella lo sabe?

Siobhan se encogió de hombros y dio un sorbo al café amargo. No era descafeinado e iba a quitarle el sueño, pero no le importaba.

– Bien, ¿tú qué crees? -preguntó Rebus.

– No es tan raro que las jovencitas sean exhibicionistas. -Hizo una pausa-. Aunque desde luego, es la primera vez que veo una cosa parecida.

– Me pregunto quién más lo sabrá.

– Sus padres, no creo. ¿Crees que debemos preguntarle a ella?

Rebus reflexionó un instante.

– ¿Cómo se entra ahí? -preguntó señalando la pantalla.

– En la Red hay una lista de páginas. Basta con que ella cuelgue un enlace o alguna descripción.

– Echemos un vistazo.

Siobhan salió de la página de Teri y comenzó a probar en los buscadores, tecleando «Señorita» y «Teri». Aparecieron páginas y más páginas de enlaces, la mayoría de sitios porno con los nombres de Terry, Terri y Teri.

– Podemos tardar un poco -comentó ella.

– ¿Y esto es lo que yo me he perdido por no tener módem? -dijo Rebus.

– Aquí encuentras la vida en todas sus facetas, sólo que algunas son algo deprimentes.

– Lo ideal después de una jornada en el tajo.

Siobhan sonrió de modo imperceptible y él estiró aparatosamente el brazo hasta la bandeja de las tazas.

– Creo que ya está -dijo Siobhan dos minutos después.

Rebus miró unas palabras que ella señalaba con el dedo.

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