Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Muy bien, veterano; a ver de lo que eres capaz -musitó.

Al cabo de unos minutos de frustración llamó a Pettifer y por fin lo localizó en el móvil, en el coche, camino de casa. Más instrucciones… Rebus no colgó hasta que consiguió lo que quería.

– Gracias, Mark -dijo antes de colgar.

Luego arrimó el sillón para poder estar más cómodo.

Estaba sentado con las piernas y los brazos cruzados y la cabeza levemente ladeada.

Veía a Teri Cotter durmiendo.

CUARTO DÍA . Viernes

Capítulo 12

– Has dormido vestido -dijo Siobhan cuando le recogió por la mañana.

Rebus no contestó. En el asiento del pasajero vio un ejemplar del periódico sensacionalista que Steve Holly había esgrimido la noche anterior.

EL MISTERIO DEL POLICÍA EN LA CASA INCENDIADA.

– Es un artículo sin sustancia -dijo Siobhan para tranquilizarle.

En efecto, había muchas conjeturas y muy pocos hechos. Rebus, de todos modos, no había contestado a las llamadas a las siete, siete y cuarto y siete y media, porque sabía que probablemente serían del Servicio de Expedientes Disciplinarios intentando concertar una entrevista para abrirle expediente. Hojeó el diario mojando la punta del dedo del guante.

– En St Leonard no cesan los rumores -añadió Siobhan-. Se dice que Fairstone estaba amordazado y atado a una silla y todos saben que tú estuviste allí.

– ¿He dicho yo que no? -Ella le miró-. Yo le dejé con vida, adormecido en el sofá.

Rebus pasó más páginas y se fijó en la noticia de un perro que se había tragado un anillo de bodas, único rayo de luz en un periódico lleno de titulares siniestros: puñaladas en pubs, famosos abandonados por su amante, mareas negras y tornados en Estados Unidos.

– Qué curioso que un presentador de televisión merezca más espacio que un desastre ecológico -comentó doblando el periódico y tirándolo en el asiento de atrás por encima del hombro-. Bueno, ¿adónde vamos?

– He pensado tener un cara a cara con James Bell.

– Estupendo -comentó Rebus.

En su bolsillo comenzó a sonar el móvil, pero no lo tocó.

– ¿Es tu club de admiradoras? -dijo Siobhan.

– No puedo evitar la popularidad. ¿Cómo sabes lo que se dice en St Leonard?

– Pasé por allí antes de venir a buscarte.

– Masoquista.

– Es que fui al gimnasio.

– ¿Gimnasio? ¿Eso qué es?

Ella sonrió. Su teléfono sonó y miró a Rebus. Él se encogió de hombros y Siobhan miró el número en la pantalla.

– Bobby Hogan -dijo al tiempo que respondía. Rebus oyó que decía-: Estamos en camino… ¿por qué, qué ha sucedido? Sí, está aquí -añadió mirando a Rebus-, pero creo que su teléfono se ha quedado sin batería… Bien, se lo diré.

– Ya es hora de que te compres un artilugio de manos libres -comentó Rebus en cuanto terminó de hablar.

– ¿Tan mal conduzco?

– No, lo digo para poder escuchar yo.

– Dice Bobby que los de Expedientes andan buscándote.

– No me digas.

– Y que le han dicho que haga circular el aviso porque tú no contestas al teléfono.

– Creo que no tengo batería. ¿Qué más te ha dicho?

– Que nos reunamos con él en el puerto deportivo.

– A lo mejor quiere invitarnos a un crucero.

– Será eso. Ah, y que gracias por nuestra diligencia y buen trabajo.

– No te sorprenda que el patrón del crucero sea uno de Expedientes.

* * *

– ¿Has visto el periódico? -preguntó Bobby Hogan mientras se encaminaban al embarcadero.

– Lo he visto -contestó Rebus-. Y Siobhan me ha transmitido tu aviso. Pero ninguna de las dos cosas explica por qué estamos aquí.

– Me ha llamado Jack Bell y dice que piensa presentar una queja oficial -dijo Hogan mirándole-. No sé qué es lo que le hiciste, pero sea lo que sea, sigue así.

– Bobby, si es una orden la cumpliré complacido.

Rebus vio que habían acordonado la entrada a una rampa de madera que conducía a los amarres de yates y lanchas neumáticas. Junto al cartel de «Sólo amarres» había tres policías de uniforme. Hogan levantó la cinta para pasar y descendieron por la rampa.

– Ha aparecido algo que debíamos haber encontrado nosotros -dijo frunciendo el ceño-. Asumo la responsabilidad, naturalmente.

– Naturalmente.

– Por lo visto, Herdman tenía otra embarcación más grande para navegación de altura.

– ¿Un yate? -aventuró Siobhan.

Hogan asintió con la cabeza. Caminaban por delante de una serie de embarcaciones ancladas que se balanceaban y hacían con el aparejo aquel ruido peculiar. Las gaviotas planeaban por encima de sus cabezas, el viento soplaba con fuerza y una ola salpicaba de vez en cuando.

– Era demasiado grande para guardarlo en el cobertizo, y, desde luego, lo utilizaba, si no lo habría tenido en tierra -dijo Hogan señalando el muelle, donde había una hilera de barcos sobre soportes, protegidos de las salpicaduras de salitre.

– ¿Y…? -preguntó Rebus.

– Ahí tienes.

Rebus vio un grupo de gente y dos agentes que él conocía del Departamento de Aduanas y comprendió. Examinaban algo que había encima un trozo de plástico doblado que sujetaban con el zapato por los extremos para que no volara.

– Cuanto antes nos lo llevemos, mejor -dijo un agente, ante la protesta de otro que dijo que la Científica debería echar antes un vistazo.

Rebus se situó detrás de uno de los que estaban en cuclillas y vio de qué se trataba.

– Éxtasis -dijo Hogan metiendo las manos en los bolsillos-. Habrá unas mil pastillas, las suficientes para animar unas cuantas fiestas nocturnas multitudinarias. -Estaban empaquetas en una docena de bolsas de plástico azul transparente como las que se utilizan para los productos congelados. Hogan se echó unas cuantas en la palma de la mano-. Entre ocho y diez mil libras al precio de venta en la calle. -Las pastillas desprendían un polvillo verdoso y tenían la mitad de tamaño que los analgésicos que tomaba Rebus-. Hay también algo de cocaína -prosiguió Hogan-, sólo unas mil libras; quizá para consumo personal.

– En el piso encontraron restos, ¿verdad? -terció Siobhan.

– Sí.

– ¿Y esto dónde lo han descubierto? -preguntó Rebus.

– En un armario debajo de la cubierta -contestó Hogan-. No estaba muy disimulado.

– ¿Quién lo ha descubierto?

– Nosotros.

Rebus se volvió al oír aquella voz. Era Whiteread, que bajaba por la pasarela seguida de un ufano Simms. Ella hizo como si se sacudiera polvo de las manos.

– En el resto del yate no parece haber nada, pero quizá deseen ustedes echar un vistazo.

– No se preocupe; lo haremos -dijo Hogan asintiendo con la cabeza.

Rebus estaba frente a los dos investigadores militares, y Whiteread cruzó con él una mirada.

– La veo muy contenta -dijo él-. ¿Es porque han encontrado las drogas o porque se han marcado un tanto con nosotros?

– Inspector Rebus, de haber hecho ustedes bien su trabajo… -replicó ella.

– No acabo de entender cómo lo han descubierto.

Whiteread torció el gesto.

– Herdman tenía en la oficina cierta documentación que nos sirvió para orientarnos hacia el director del puerto.

– ¿Han registrado el barco -preguntó Rebus mirando el yate que parecía bastante usado- a su manera o según el procedimiento oficial? -La sonrisa estuvo a punto de borrarse del rostro de Whiteread, pero Rebus se volvió hacia Hogan-. Es cuestión de jurisdicción, Bobby. ¿No crees que habrían debido consultarte antes del registro? No me fío nada de ellos -añadió señalando con la cabeza a los investigadores militares.

– ¿Con qué derecho dice eso? -dijo Simms con sonrisa fingida mirando a Rebus de arriba abajo-. No está usted para hablar. No es a nosotros a quien están investigando…

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