Rebus sabía que habrían interrogado a los vecinos. Las notas estarían en alguna parte.
– ¿Ha hablado con todos los vecinos? -preguntó.
– A medida que entraban y salían.
– ¿Qué han dicho?
Innes se encogió de hombros.
– Lo de siempre: que era un hombre bastante tranquilo y que parecía una buena persona.
– ¿«Bastante» tranquilo, no tranquilo sin más?
Innes asintió con la cabeza.
– Por lo visto algunas noches el señor Herdman recibía a amigos hasta altas horas.
– ¿Tantas como para irritar a los vecinos?
Innes volvió a encogerse de hombros y Rebus se volvió hacia Siobhan.
– ¿Tenemos una lista de sus amistades? -preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
– Aunque seguramente incompleta -dijo.
– Querrán esto -dijo Innes tendiéndoles una llave que Siobhan cogió.
– ¿Está muy revuelto el piso? -preguntó Rebus.
– Los que hicieron el registro sabían que él no iba a volver -contestó Innes con una sonrisa, bajando la vista para apuntar sus nombres en la lista.
El portal era estrecho y en el buzón no había cartas. Subieron dos tramos de escalones de piedra hasta el primer descansillo, en el que había dos puertas; en el segundo vieron sólo una sin letrero con el nombre del inquilino. Siobhan abrió y entraron.
– Cuántas cerraduras -comentó Rebus observando los dos cerrojos interiores-. A Herdman le preocupaba la seguridad.
No era posible saber el desorden existente antes del registro de los hombres de Hogan. Rebus se abrió paso entre la ropa, los periódicos, los libros y los diversos objetos que llenaban el suelo. La vivienda era la antigua buhardilla de la casa y las habitaciones resultaban claustrofóbicas. Rebus tenía el techo a menos de medio metro de la cabeza. Las ventanas eran pequeñas y estaban sucias. Sólo había un dormitorio: cama de matrimonio, armario y cómoda. En el suelo un televisor portátil en blanco y negro y a su lado una botella de Bell’s vacía. La cocina tenía suelo de linóleo grasiento y la mesa plegable dejaba espacio justo para entrar. El cuartito de baño olía a humedad y los dos armarios del pasillo habían sido vaciados y reordenados a toda prisa por los hombres de Hogan. Sólo quedaba el cuarto de estar, donde volvió Rebus.
– Acogedor, ¿no crees? -comentó Siobhan.
– En jerga de agencias de alquiler, sí -dijo Rebus cogiendo un par de compactos de Linkin Park y Sepultura-. Le gustaba el heavy metal -comentó volviéndolos a dejar.
– Y también las SAS -añadió Siobhan tendiendo unos libros a Rebus.
Eran historias del regimiento, libros sobre las guerras en las que había intervenido y relatos de supervivencia de sus comandos. Siobhan señaló con la cabeza un escritorio y Rebus vio lo que le señalaba: un álbum con más recortes. También eran de asuntos militares. Artículos enteros en los que se analizaba una aparente pauta: soldados americanos de comportamiento heroico que asesinaban a sus esposas. También había recortes sobre suicidios y desapariciones y una titulada «Falta de espacio en el cementerio de las SAS», que llamó particularmente la atención de Rebus. Conocía a hombres que habían sido enterrados en una sección aparte del camposanto de la iglesia de St Martin, cerca del antiguo cuartel general del regimiento. Actualmente, se había trasladado el cementerio a Credenhill, cerca del nuevo cuartel. El artículo hablaba de la muerte de dos miembros de las SAS que habían perecido en «una operación de entrenamiento en Omán», lo que podía significar tanto un desastre como que hubieran sido asesinados durante una misión secreta.
Siobhan inspeccionó una bolsa de supermercado y Rebus oyó tintineo de botellas.
– Era un buen anfitrión -comentó ella.
– ¿Vino o licores?
– Tequila y vino tinto.
– A juzgar por la botella vacía del dormitorio, a Herdman le iba el whisky.
– Por eso digo que era un buen anfitrión -replicó Siobhan sacando del bolsillo un papel que desdobló-. Aquí dice que los de la Científica recogieron restos de porros y de algo que parecía cocaína. Se incautaron también del ordenador y cogieron unas fotos del armario ropero.
– ¿Qué clase de fotos?
– Armas. Un poco fetichista, parece, ¿no? Tener esa clase de fotos en la puerta del armario…
– ¿Qué clase de armas?
– No lo dice.
– ¿Cuál era la que él utilizó?
Siobhan consultó el informe.
– Una Brocock de aire comprimido. Para ser exactos, una Magnum ME38.
– O sea, como un revólver.
Siobhan asintió con la cabeza.
– Se puede comprar en el comercio por algo más de cien libras. Accionada por cilindro de gas.
– ¿La de Herdman estaba manipulada, verdad?
– Tenía la cámara revestida de acero para poder utilizar munición real del veintidós. Otra opción es brocar el cañón para adaptarlo al calibre treinta y ocho.
– ¿Utilizó munición del veintidós? -Siobhan asintió de nuevo-. Alguien tuvo que hacer el trabajo.
– O él mismo. No me extrañaría que supiera.
– En primer lugar, ¿sabemos de dónde sacó el arma?
– Supongo que, como ex soldado, tendría sus contactos.
– Podría ser -dijo Rebus pensando en la década de 1960 y 1970, cuando armas y explosivos procedentes de las bases del Ejército circulaban por todas partes, sobre todo en manos de las dos facciones de Irlanda del Norte. Recordó los disturbios y que muchos soldados conservaban un «recuerdo» en alguna parte, algunos sabían dónde se podían comprar y vender armas sin que nadie hiciera preguntas.
– Por cierto -dijo Siobhan-. Tenía «armas», en plural.
– ¿Llevaba más de una?
Ella negó con la cabeza.
– Se encontró en un registro en el cobertizo de la lancha -añadió consultando el informe-. Un Mac 10.
– Ésa es una señora arma.
– ¿La conoces?
– Un subfusil Ingram Mac 10… americano. Mil disparos por minuto. No se compra en una tienda.
– Los del laboratorio creen que en su día lo habían desactivado, lo que quiere decir exactamente que es posible hacerlo.
– ¿También lo había manipulado?
– O lo compró ya manipulado.
– Gracias a Dios que no fue con ésa al colegio. Habría habido una matanza.
Guardaron silencio pensativos y siguieron registrando.
– Mira qué interesante -dijo Siobhan enseñándole un libro-. Es la historia de un soldado que se volvió loco e intentó matar a su novia. -Siobhan leyó la solapa-. Y después se mató arrojándose desde un avión… Por lo visto es una historia real.
De entre las páginas cayó una foto. Siobhan la recogió y le dio la vuelta para que la viera Rebus.
– No me digas que es ella otra vez.
Lo era: Teri Cotter, en una instantánea reciente. Estaba en la calle con otros amigos en los márgenes del encuadre, tal vez en Edimburgo. Parecía estar sentada en la acera y llevaba casi el mismo atuendo que cuando fumó con él el cigarrillo a medias. En la imagen sacaba la lengua al fotógrafo.
– Estaba contenta -comentó Siobhan.
Rebus examinó la foto antes de darle la vuelta, pero el reverso estaba en blanco.
– Me dijo que conocía a los chicos asesinados, pero no pensé que conociera al asesino.
– ¿Y la teoría de Kate Renshaw de que Herdman podría estar relacionado con los Cotter?
Rebus se encogió de hombros.
– Valdría la pena mirar la cuenta bancaria de Herdman a ver si aparecen ingresos sospechosos. -Oyó cerrarse una puerta en el piso de abajo-. Ha vuelto uno de los vecinos. ¿Vamos a ver?
Siobhan asintió y salieron del piso asegurándose de que quedaba bien cerrado. En el rellano inferior, Rebus arrimó primero el oído a una puerta y luego a la otra. Siobhan llamó a la segunda con los nudillos y cuando abrieron ya tenía preparada la credencial.
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