Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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La Jefatura de la División D era un venerable edificio en el centro de Leith. No tardaron mucho en llegar desde South Queensferry, pues había más tráfico de salida que de entrada. Las oficinas del DIC estaban vacías y Rebus supuso que habrían desplazado a todos los efectivos al colegio. Encontró a una funcionaría y le preguntó dónde estaba el archivo. Siobhan ya estaba tecleando en un ordenador para ver si encontraba algo. Finalmente dieron con el archivador que les interesaba, pudriéndose entre otros muchos en un armario de almacenaje. Rebus dio las gracias a la empleada.

– Ha sido un placer ayudarles -dijo ella-. Esto ha estado todo el día como una tumba.

– Menos mal que los delincuentes no lo sabían -comentó Rebus con un guiño.

– Ya estamos bastante mal en nuestros mejores momentos -replicó ella con un resoplido aludiendo a la escasez de plantilla.

– Le debo una copa -añadió Rebus cuando ya se marchaba.

Siobhan vio que la mujer declinaba la invitación con un gesto de la mano sin volverse.

– Pero si no sabes ni cómo se llama… -comentó Siobhan.

– Ni pienso invitarla a una copa -dijo Rebus mientras ponía el archivador en una mesa, se sentaba y hacía sitio para que ella pudiera arrimar una silla.

– ¿Sigues viendo a Jean? -preguntó Siobhan en el momento en que él abría el archivador, frunciendo el ceño al ver encima de la primera página una foto en color del accidente.

El fuerte impacto había expulsado al joven del asiento y la parte superior del cuerpo estaba tendida sobre el capó. Las demás fotos eran de la autopsia. Rebus las puso debajo del archivador y comenzó a leer.

En el vehículo viajaban dos amigos: Derek Renshaw, de dieciséis años y Stuart Cotter, de diecisiete. Decidieron coger prestado un veloz Audi TT, propiedad del padre de Stuart que estaba en viaje de negocios y que aquella noche regresaba en avión y volvería a casa en taxi. Decidieron ir a Edimburgo, tomaron una copa en un bar del paseo marítimo de Leith y se dirigieron a Salamander Street. Su plan era entrar en la AI para poner el coche a prueba, pero Salamander Street les pareció una estupenda pista de competición. Según los cálculos, el coche debió alcanzar más de doscientos kilómetros por hora cuando Stuart Cotter perdió el control. Al intentar frenar en un semáforo, el Audi hizo un trompo y fue a estrellarse de frente contra un muro. Derek llevaba puesto el cinturón de seguridad y salvó la vida, pero Stuart, a pesar del airbag, murió en el acto.

– ¿Tú recuerdas este accidente? -preguntó Rebus.

Siobhan negó con la cabeza. Él tampoco lo recordaba. Quizás estuviera fuera de la ciudad u ocupado con algún caso, porque de haber visto el informe… En realidad, para él no eran novedad los casos de jóvenes que confunden la emoción con la idiotez y la adultez con el riesgo. El apellido de Renshaw le habría llamado la atención, pero también había muchos Renshaw. Buscó el nombre del policía que se había encargado del caso: sargento detective Calum McLeod. Rebus le conocía vagamente. Un buen policía. Eso significaba que el informe sería minucioso.

– Quiero que me digas una cosa -dijo Siobhan.

– ¿Qué?

– ¿Vamos a considerar en serio la tesis de que fue un asesinato por venganza?

– No.

– Quiero decir, ¿por qué esperar un año? Ni siquiera un año… trece meses. ¿Por qué tanto tiempo?

– Sí, es absurdo.

– Entonces no…

– Siobhan, es un móvil. Creo que ahora mismo es lo que Bobby Hogan espera de nosotros. Le gustaría poder decir que Lee Herdman perdió de pronto la chaveta y decidió matar a dos alumnos de ese colegio. Lo que no quiere es que la prensa oriente el asunto hacia la teoría de una conspiración u otra cualquiera que hiciera pensar que no hemos llevado a cabo una buena investigación. -Rebus suspiró-. La venganza es el móvil más viejo que hay. Si descartamos a la familia de Stuart Cotter, será un problema menos en que pensar.

Siobhan asintió con la cabeza.

– El padre de Stuart es un hombre de negocios. Tiene un Audi TT. Seguramente no tendría problemas para pagar a alguien como Herdman.

– Muy bien, pero ¿por qué mató al hijo del juez? ¿Y el otro muchacho herido? Y además, ¿por qué se suicidó? Eso no es lo que hace un asesino a sueldo.

Siobhan se encogió de hombros.

– Tienes más experiencia en eso -dijo pasando hojas-. Aquí no dice a qué clase de negocios se dedica el señor Cotter… Ah, sí: empresario. Eso dicen todos.

– ¿Cuál es su nombre de pila?

Rebus tenía el bloc a mano pero era incapaz de sujetar el bolígrafo. Siobhan lo cogió.

– William Cotter -dijo ella anotándolo junto con la dirección-. Viven en Dalmeny. ¿Dónde está eso?

– Al lado de South Queensferry.

– Long Rib House, Dalmeny. Sin nombre de calle; debe de ser una zona de lujo.

– A los empresarios no deben de irles mal las cosas. -Rebus analizó la palabra-. No sé si sabría deletrearla. -Siguió leyendo-. Su pareja se llama Charlotte. Dirige dos salones de bronceado artificial en Edimburgo.

– Yo estaba pensando en ir a uno -dijo Siobhan.

– Ésta es tu oportunidad -añadió Rebus, que había llegado casi al final de la página-. Tienen una hija llamada Teri, que en la época del accidente tenía catorce años. Es decir, que ahora tiene quince -añadió frunciendo el ceño pensativo y haciendo esfuerzos por pasar páginas.

– ¿Qué buscas?

– Una foto de la familia.

Tuvo suerte. El minucioso sargento McLeod había incluido con el informe recortes de prensa y un periódico sensacionalista había publicado una foto de la familia: papá y mamá en el sofá y detrás los dos vástagos a quienes sólo se veía la cara. Rebus estaba seguro de que era la misma chica. Teri: la señorita Teri. ¿Qué le había dicho?

«Puede verme siempre que le apetezca.»

¿Qué demonios habría querido decir?

– No me vengas ahora con que es alguien que también conoces -dijo Siobhan al advertir su expresión.

– Me tropecé con ella cuando iba al Boatman's. Aunque ha cambiado algo. -Miró detenidamente aquel rostro resplandeciente sin maquillaje. Tenía el pelo de color castaño desvaído en vez de negro azabache-. Ahora lleva el pelo teñido, la cara empolvada y se pinta de negro los ojos y los labios y va toda vestida de negro.

– O sea ¿que es una gótica? ¿Por eso me preguntaste si yo escuchaba heavy metal?

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Crees que tendrá algo que ver con la muerte de su hermano?

– Podría ser. Aún hay otra cosa.

– ¿Qué?

– Un comentario que hizo a propósito de que no lamentaba que hubieran muerto.

Compraron comida para llevar en el Curry favorito de Rebus. Mientras se la envolvían añadieron seis botellas de cerveza fría de una tienda de licores en la misma calle.

– Caramba con el abstemio -comentó Siobhan levantando la bolsa del mostrador.

– No pienses que voy a compartirlas -dijo Rebus.

– Podría romperte el brazo.

Después fueron al piso de Rebus en Marchmont y tuvieron la suerte de encontrar sitio para aparcar. Subieron hasta el segundo piso. A duras penas Rebus lograba introducir la llave en el ojo de la cerradura.

– Déjame a mí -dijo Siobhan.

Dentro olía a cerrado; había un aire viciado que se podía embotellar con la etiqueta «perfume de soltero». Una mezcla de comida rancia, alcohol y sudor. En la alfombra del cuarto de estar, los discos compactos desparramados por el suelo formaban un reguero que iba desde el equipo de música hasta el sillón predilecto de Rebus. Siobhan dejó la comida en la mesa y fue a la cocina a por platos y cubiertos. No parecía haber sido utilizada desde hacía días: había dos tazas en el fregadero, un paquete abierto de margarina mohosa en el escurreplatos. En la nevera había un post-it con una lista de la compra: pan/ leche/ margarina/ tocino/ entr./ salsa/ deterg./ bombillas, que empezaba a enroscarse. Siobhan se preguntó cuánto tiempo llevaba allí.

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