Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– ¿Qué tal tus manos? -preguntó.

– Me preocupa no poder volver a tocar más el piano.

– Lamentable pérdida para la música popular.

– Siobhan, ¿tú no escuchas heavy metal?

– Si puedo evitarlo, no. -Hizo una pausa-. Quizás algo de Motor Head para animarme.

– Me refería a cosas actuales.

Ella negó con la cabeza.

– ¿Crees que éste es un buen sitio? -preguntó.

Rebus miró a su alrededor.

– La gente no nos mira y no vamos a repasar fotos repugnantes de autopsias ni nada por el estilo.

– Pero hay fotos del escenario del crimen.

– Déjalas de momento -dijo él dando otro sorbo de cerveza.

– ¿Seguro que puedes beber alcohol con esas pastillas que estás tomando?

Rebus no contestó. En su lugar señaló con la cabeza uno de los montones de papeles.

– Bien -dijo-, ¿qué es lo que tenemos y cuánto tiempo podemos alargar esta misión?

– ¿No tienes ganas de otra charla con la jefa? -preguntó ella sonriendo.

– No me digas que tú sí…

Siobhan pareció reflexionar sobre ello un momento y luego se encogió de hombros.

– ¿Te alegra que Fairstone haya muerto? -preguntó Rebus.

Ella le miró furiosa.

– Era simple curiosidad -añadió Rebus, pensando en la señorita Teri.

Intentó trabajosamente coger una de las hojas hasta que Siobhan se percató y se la dio. Se sentaron uno al lado del otro sin percatarse de que la tarde avanzaba implacable hacia el crepúsculo.

Siobhan fue a la barra a por otra ronda. El camarero intentó entablar conversación con el pretexto del montón de papeles, pero ella cambió de tema y acabaron hablando de escritores. Siobhan ignoraba la relación del Boatman's con Walter Scott y Robert Louis Stevenson.

– No crea que está tomando algo en cualquier pub -dijo el camarero-. El Boatman's está cargado de historia.

Era una frase que habría repetido hasta la saciedad, y Siobhan se sintió como una turista. Estaba a quince kilómetros del centro de la ciudad, y todo parecía distinto. No sólo por el crimen del colegio, del que, por cierto, se dio cuenta de repente de que el camarero no había dicho palabra. Los edimburgueses tendían a agruparse en las cercanías de la ciudad: Portobello, Musselburgh, Currie, South Queensferry, localidades consideradas «trozos» de la capital. Sin embargo, todas se resistían a perder su identidad, incluso Leith, tan directamente conectada al centro por el horrible cordón umbilical de Leith Walk. Siobhan se preguntó por qué fuera de Edimburgo todo era distinto.

Algo había atraído a Lee Herdman allí. Había nacido en Wishaw y se había incorporado al Ejército a los diecisiete años, había servido en Irlanda del Norte y en el extranjero; a continuación se había enrolado en las SAS. Ocho años en el regimiento antes de su regreso a lo que él seguramente habría llamado la «vida civil». Abandonó a su mujer y a sus dos hijos en Hereford, sede de las SAS, y se fue a vivir al norte. Los datos sobre su vida anterior eran deslavazados y no había información sobre qué había sido de la esposa y los hijos ni por qué los había dejado. Vivía en South Queensferry desde hacía seis años. Y allí había muerto a la edad de treinta y seis.

Siobhan miró a Rebus que estaba enfrascado leyendo otra hoja. Él también había estado en el Ejército y Siobhan había oído rumores de que había seguido el curso de entrenamiento de las SAS. ¿Qué sabía ella de las SAS? Exclusivamente lo que había leído en el informe: Fuerzas Aéreas Especiales, base en Hereford. Lema: «El audaz vence». Miembros seleccionados entre los mejores soldados del Ejército. El regimiento había sido creado durante la Segunda Guerra Mundial como unidad de reconocimiento de amplio radio de acción, pero debía su fama al secuestro de rehenes en la embajada de Irán en Londres en 1980 y a la campaña de las islas Malvinas. Una nota a lápiz al pie de una página informaba que había solicitado a los antiguos jefes de Herdman que aportaran cuanta información fuera posible. Siobhan se lo comentó a Rebus, quien se limitó a soltar un bufido, indicando que no creía que fueran a ser de mucha ayuda.

Poco después de su llegada a South Queensferry, Herdman había abierto su negocio de alquiler de la lancha para esquiadores acuáticos y actividades similares. Siobhan ignoraba el precio de una lancha rápida y escribió una nota, una de las muchas que había tomado en el bloc que tenía a mano.

– Se lo toman sin prisas, ¿eh? -dijo el camarero.

Siobhan no se había dado cuenta de que había vuelto.

– ¿Cómo?

El joven bajó la vista hacia las bebidas que Siobhan tenía delante.

– Ah, pues sí -dijo ella intentando esbozar una sonrisa.

– No se preocupe. A veces es mejor estar en un sueño.

Siobhan asintió al reconocer el significado del término escocés que él había utilizado. Ella rara vez utilizaba palabras escocesas porque se le notaba el acento inglés, aunque el hecho de pronunciarlas mal en ocasiones resultaba útil en los interrogatorios porque la gente, al pensar que era forastera, solía cometer descuidos en las respuestas.

– He adivinado quiénes son -añadió el camarero.

Siobhan le observó: tendría veintitantos años, era alto y ancho de espaldas, tenía pelo negro corto y su rostro conservaría unos años aquellos pómulos marcados a pesar de la bebida, la comida y el tabaco.

– ¿Ah, sí? -dijo ella apoyándose en la barra.

– De entrada pensé que eran periodistas, pero veo que ustedes no preguntan nada.

– ¿Han venido periodistas por el bar? -preguntó Siobhan.

Él puso los ojos en blanco.

– Por eso, al verles trabajar con esos papeles -añadió él señalando con la cabeza hacia la mesa-, me imaginé que eran policías.

– Muy listo.

– ¿Sabe que venía por aquí? Lee, quiero decir.

– ¿Le conocía?

– Ah, sí, hablaba con él… lo de siempre, fútbol y todo eso.

– ¿Montó alguna vez en su lancha?

El camarero asintió con la cabeza.

– Fue fantástico. Deslizarse a toda velocidad por debajo de los dos puentes mirando hacia arriba -dijo ladeando la cabeza repitiendo el gesto para ella-. Lee era único para la velocidad.

– ¿Cómo se llama usted, señor Camarero?

– Rod McAllister -contestó él tendiéndole la mano.

Siobhan se la estrechó. Estaba húmeda de fregar vasos.

– Encantada de conocerle, Rod -dijo retirando la mano para meterla en el bolsillo y sacar una tarjeta de visita-. Si se entera de algo que pueda sernos útil…

– De acuerdo. Muy bien -dijo él cogiéndola-. Usted se llama Sio…

– Se pronuncia Shiben.

– Dios, ¿y se escribe así?

– Pero puede llamarme sargento detective Clarke.

El hombre asintió con la cabeza, se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa y la miró con renovado interés.

– ¿Van a estar mucho por aquí?

– Lo que haga falta. ¿Por qué?

– Porque hacemos unas buenas asaduras de cordero con nabos y patatas fritas para almorzar.

– Lo tendré en cuenta -dijo ella cogiendo los vasos-. Hasta luego, Rod.

– Hasta luego.

Al llegar a la mesa posó la cerveza de Rebus junto al bloc abierto.

– Aquí tienes. Perdona por la demora, pero resulta que el camarero conocía a Herdman. Y a lo mejor… -añadió cuando se sentaba.

Rebus no le prestaba atención, no la escuchaba, seguía con los ojos fijos en la hoja que tenía delante.

– ¿Qué sucede? -preguntó Siobhan. Al mirar el papel comprobó que ya lo había leído. Eran datos sobre la familia de una de las víctimas-. ¿John? -exclamó.

Él levantó la vista despacio.

– Creo que los conozco -dijo en voz baja.

– ¿A quién? -preguntó ella cogiendo la hoja-. ¿A los padres?

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