Rebus asintió con la cabeza.
– ¿De qué los conoces?
Rebus se llevó las manos a la cara.
– Son familiares -dijo, y vio que ella no entendía-. De la familia, Siobhan. Mi familia.
Era un semiadosado al final de un callejón sin salida en una urbanización moderna. Desde aquel punto de South Queensferry no se veían los puentes ni se podía imaginar que hubiera calles antiguas a menos de medio kilómetro. Coches de ejecutivos medios, Rovers, BMW y Audis, ocupaban los caminos de entrada a las casas. No había vallas de separación, sólo un amplio césped que iba a dar a sendas que a su vez iban a dar a más césped. Siobhan había aparcado junto al bordillo. Aguardó unos pasos detrás de Rebus, que se las arregló para llamar al timbre. Les abrió una muchacha de aspecto aturdido, con el pelo sucio y despeinado y ojos enrojecidos.
– ¿Está tu padre o tu madre en casa?
– No quieren hacer declaraciones -respondió ella haciendo ademán de cerrar la puerta.
– No somos periodistas -replicó Rebus mostrándole la identificación-. Soy el inspector Rebus.
La joven leyó la credencial y después le miró.
– ¿Rebus? -dijo.
Él asintió.
– ¿Te suena el nombre?
– Creo que sí.
De pronto apareció un hombre detrás de ella que tendió la mano a Rebus.
– John, cuánto tiempo.
Rebus hizo una inclinación de cabeza a Allan Renshaw.
– Al menos treinta años, Allan -dijo.
Se miraron los dos un instante tratando de conciliar sus rostros con el recuerdo.
– Me llevaste al fútbol una vez -añadió Renshaw.
– A ver al Raith Rovers, ¿verdad? No recuerdo contra quién jugaba.
– En fin, será mejor que pases.
– Allan, entiende que vengo en calidad de inspector.
– Me dijeron que habías ingresado en la Policía. Tiene gracia las vueltas que da la vida.
Mientras Rebus seguía a su primo por el pasillo Siobhan se presentó a la joven, quien a su vez dijo que era Kate, la hermana de Derek.
Siobhan recordó el nombre por la documentación del caso.
– ¿Vas a la universidad, Kate?
– A St Andrews. Estudio filología inglesa.
Siobhan no sabía qué decir que no resultase trillado o forzado, de modo que la siguió por el pasillo, donde vio una mesa con cartas sin abrir, y pasaron al cuarto de estar. Había fotos por todas partes, no sólo enmarcadas y adornando las paredes o en estanterías, sino sobresaliendo de cajas de zapatos, esparcidas por el suelo y encima de la mesa de centro.
– A lo mejor tú puedes ayudarme -le decía Allan Renshaw a Rebus-. Hay caras a las que soy incapaz de poner nombre -añadió cogiendo unas fotos en blanco y negro.
En el sofá había también álbumes abiertos con fotos de dos niños en diversas edades: Kate y Derek. Empezaban desde el bautizo y llegaban hasta las de vacaciones, fiestas de Navidad, excursiones y celebraciones. Siobhan sabía que Kate tenía diecinueve años, dos más que su hermano, y que el padre trabajaba de vendedor de coches en Seafield Road, en Edimburgo. Rebus le había explicado dos veces -una en el pub y otra por el camino- su relación de parentesco: su madre tenía una hermana que se había casado con un tal Renshaw. Allan Renshaw era el hijo de aquel matrimonio.
– ¿No tienes contacto con ellos? -preguntó ella.
– Nuestra familia no era así -contestó Rebus.
– Siento lo de Derek -decía en este momento Rebus, que, al no encontrar sitio para sentarse, estaba junto a la chimenea.
Allan Renshaw, que había tomado asiento en el brazo del sofá, asintió con la cabeza y, al ver que su hija apartaba fotos para hacer sitio a las visitas, dijo bruscamente:
– ¡Ésas aún no las hemos revisado!
– Pensé que… -respondió la joven con los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Y si tomáramos un té en la cocina? -terció rápidamente Siobhan.
Había el sitio justo para los cuatro en la mesa; Siobhan llegó como pudo a la cocina para poner el hervidor al fuego y coger las tazas y, aunque Kate se ofreció a ayudarla, ella la convenció cariñosamente para que se sentara. La ventana de encima del fregadero daba a un jardín del tamaño de un pañuelo rodeado de una valla con estacas. Un paño de cocina colgaba en solitario de un tendedero giratorio y había dos franjas de césped segadas. La cortacésped reposaba en ese momento mientras la hierba crecía a su alrededor.
De repente se oyó un ruido en la trampilla de la gatera y entró un gatazo blanco y negro que saltó sobre el regazo de Kate y miró a los desconocidos.
– Éste es Boecio -dijo Kate.
– ¿Un antiguo rey de Escocia? -preguntó Rebus.
– Ésa era Boudicca -corrigió Siobhan.
– Boecio fue un filósofo medieval -dijo Kate acariciándole la cabeza al gato.
A Rebus el dibujo de la cara le recordaba la máscara de Batman.
– ¿Es uno de tus héroes? -añadió Siobhan.
– Fue torturado por sus creencias -dijo Kate- y después escribió un tratado en el que explica por qué sufren los hombres buenos… -espetó mirando a su padre, quien no parecía escuchar.
– ¿Y por qué los malos prosperan? -insistió Siobhan.
Kate asintió con la cabeza.
– Interesante -comentó Rebus.
Siobhan sirvió el té y se sentó. Rebus no tocó la taza, quizá por no mostrar sus manos vendadas; Allan Renshaw, por el contrario, la cogió enseguida, pero no hizo ademán de llevársela a los labios.
– Me ha llamado Alice -dijo Renshaw-. ¿Te acuerdas de Alice? -Rebus asintió con la cabeza-. Es prima nuestra por parte de… Dios, ahora no me acuerdo.
– No tiene importancia, papá -dijo Kate con suavidad.
– Sí que la tiene, Kate -replicó él-. En un momento así, lo único que cuenta es la familia.
– ¿No tenías una hermana, Allan? -preguntó Rebus.
– Tía Elspeth -contestó Kate-. Vive en Nueva Zelanda.
– ¿La habéis avisado?
Kate asintió con la cabeza.
– ¿Y tu madre?
– Antes vivía con nosotros -dijo Renshaw sin levantar la vista de la mesa.
– Se marchó hace un año -dijo Kate-. Vive con… Ahora vive en Fife.
Rebus asintió con la cabeza, consciente de que Kate había estado a punto de decir: «Vive con un hombre».
– John, ¿cómo se llamaba aquel parque al que me llevaste? -preguntó Renshaw-. Yo tendría siete u ocho años. Papá y mamá me habían llevado a Bowhill y tú dijiste que nosotros nos íbamos de paseo. ¿Te acuerdas?
Rebus lo recordaba. Le habían dado permiso en el Ejército y tenía ganas de divertirse. Entonces tenía veinte años y aún no había hecho el cursillo preparatorio para las SAS. La casa se le caía encima, su padre no salía de su rutina. Así que había salido con el pequeño Allan. Le compró un refresco y una pelota barata. Después fueron al parque a jugar a la pelota. Miró a Renshaw. Andaría por los cuarenta. El pelo se le estaba volviendo gris y en la coronilla se le marcaba una calva. Tenía la cara flácida y sin afeitar. Si de pequeño estaba en los huesos, había engordado, sobre todo en la cintura. Rebus se esforzó en evocar algún vestigio de aquel niño que había jugado con él a la pelota, el niño con quien fue a Kirkcaldy para ver jugar al Raith contra un equipo que no recordaba. El hombre que tenía ante él envejecía con rapidez: su mujer le había dejado y su hijo había muerto asesinado. Envejecía rápidamente y hacía esfuerzos para poder con todo.
– ¿Viene alguien a echaros una mano? -preguntó Rebus, pensando en amigos o vecinos.
Kate asintió con la cabeza y él se volvió hacia Renshaw.
– Allan, ya sé que ha sido un golpe duro, pero ¿podría hacerte unas preguntas?
– ¿Qué se siente siendo policía, John? ¿Tienes que bregar todos los días con cosas así?
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