Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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Cuando regresó al cuarto de estar, Rebus había conseguido poner un cede que ella le había regalado: Violet Indiana.

– ¿Te gusta? -preguntó Siobhan.

Él se encogió de hombros.

– Pensé que te gustaría a ti -contestó, dándole a entender que no lo había escuchado.

– Es mejor que esa música de dinosaurios que pones en el coche.

– No olvides que tratas con un dinosaurio.

Ella sonrió y comenzó a sacar los recipientes de la bolsa. Miró el aparato de música y vio que Rebus se mordía las vendas.

– ¿Tanta hambre tienes?

– Comeré mejor sin ellas -dijo él desenrollando la venda de gasa de una mano y después de la otra.

Siobhan advirtió que lo hacía más despacio en los dedos y cuando dejó las manos al descubierto vio que las tenía rojas y llenas de ampollas. Rebus probó a flexionar los dedos.

– ¿Quieres unas pastillas? -sugirió Siobhan.

Rebus asintió con la cabeza, se acercó a la mesa y se sentó. Ella abrió dos botellas de cerveza y se pusieron a comer. Rebus no conseguía sujetar bien el tenedor pero a base de constancia lo logró, no sin derramar salsa en la mesa, aunque sin mancharse la camisa. Comieron en silencio, salvo por algún comentario sobre la comida. Cuando terminaron, Siobhan quitó los platos y limpió la mesa.

– Más vale que añadas bayetas a tu lista de la compra -dijo.

– ¿Qué lista de la compra? -replicó él sentándose en el sillón con una segunda botella de cerveza apoyada en el muslo-. ¿Miras a ver si hay crema?

– ¿Vamos a tomar postre?

– Quiero decir crema antiséptica; en el cuarto de baño.

Siobhan, sin rechistar, fue a mirar en el armarito y vio que la bañera estaba llena hasta el borde. El agua estaba fría. Volvió al cuarto de estar con un tubo azul.

– «Para picaduras e infecciones» -leyó en la etiqueta.

– Servirá -dijo él cogiendo el tubo y aplicándose en las manos una gruesa capa de crema blanca.

Siobhan abrió una segunda botella de cerveza y se sentó en el brazo del sofá.

– ¿Quieres que vacíe el agua? -preguntó.

– ¿Qué agua?

– El agua de la bañera. Se te olvidó quitar el tapón. Supongo que es donde dices que caíste.

Rebus la miró.

– ¿Con quién has estado?

– Con un médico del hospital, aunque parecía escéptico.

– Vaya manera de preservar la confidencialidad del paciente -musitó Rebus-. ¿Te dijo de paso que eran escaldaduras y no quemaduras? -Ella arrugó la nariz-. Gracias por comprobar mi versión.

– Simplemente pensé que no era muy verosímil que te ocurriera fregando los platos. Y el agua de la bañera…

– Ya la vaciaré yo luego -dijo él reclinándose y dando un sorbo de cerveza-. Entretanto, ¿qué vamos a hacer respecto a Martin Fairstone?

Siobhan se encogió de hombros y se sentó en el sofá.

– ¿Qué se supone que tenemos que hacer? Parece ser que ni tú ni yo lo matamos.

– Si hablas con un bombero lo primero que te dirá es que si quieres librarte impunemente de alguien, basta con emborracharlo como una cuba y poner después una freidora al fuego.

– ¿Y qué?

– Que es algo que cualquier policía sabe también.

– Eso no significa que no fuera un accidente.

– Somos policías, Siobhan: culpables hasta que se demuestre nuestra inocencia. ¿Cuándo te puso Fairstone el ojo a la funerala?

– ¿Cómo sabes que fue él? -Por el gesto que hizo Rebus, ella comprendió que le había ofendido la pregunta. Suspiró-. El jueves, antes de morir.

– ¿Qué pasó?

– Debió de seguirme. Yo estaba descargando bolsas de compra del coche y acercándolas al portal. Al darme la vuelta, me lo encontré allí mismo, mordisqueando una manzana que había cogido de una de las bolsas de la acera. Sonreía desafiante. Me fui derecha a él… Estaba furiosa. Había averiguado dónde vivía y le di una bofetada… -Sonrió al recordarlo-. La manzana salió disparada hasta la mitad de la calle.

– Podría haberte denunciado por agresión.

– No me denunció. Me lanzó un derechazo que me alcanzó debajo del ojo. Me caí hacia atrás y tropecé con el escalón. Caí de culo y él recogió la manzana, cruzó la calle y se fue.

– ¿No diste parte?

– No.

– ¿Se lo contaste a alguien?

Ella negó con la cabeza y recordó que cuando Rebus le preguntó también había negado con la cabeza para no dar explicaciones, aun sabiendo que era inútil disimular con él.

– Sólo cuando supe que había muerto fui a decírselo a la jefa -dijo.

Se hizo un silencio y se llevaron las cervezas a los labios mirándose. Siobhan dio un trago y se relamió.

– Yo no le maté -dijo pausadamente Rebus.

– Pero en tu caso sí presentó denuncia.

– Y la retiró enseguida.

– Bien, entonces ha sido un accidente.

Él guardó silencio un momento. Luego dijo:

– Somos culpables hasta que no se demuestre lo contrario.

– Por los culpables -añadió Siobhan alzando la botella.

Rebus se esforzó por sonreír.

– ¿Fue ésa la última vez que le viste? -preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Y tú? -preguntó a su vez.

– ¿No tenías miedo de que volviera? -insistió él, y al ver su expresión, añadió-: De acuerdo, «miedo» no, pero pensarías…

– Tomé mis precauciones.

– ¿Qué clase de precauciones?

– Las de costumbre: vigilar que nadie me siguiera y procurar no entrar ni salir de casa después del anochecer si no había gente en la calle.

Rebus apoyó la cabeza en el respaldo del sillón. Se había acabado el disco.

– ¿Quieres oír algo más? -preguntó.

– Lo que quiero oír es que la última vez que viste a Fairstone fue aquel día del forcejeo.

– Te diría una mentira.

– Entonces ¿cuándo le viste por última vez?

Rebus ladeó la cabeza y la miró.

– La noche en que murió. -Hizo una pausa-. Pero tú ya lo sabías, ¿no?

– Me lo dijo Templer -contestó ella asintiendo con la cabeza.

– Salí a tomar una copa. Me lo encontré en un pub y estuvimos hablando.

– ¿De mí?

– Del ojo a la funerala. El alegó que había sido en defensa propia. -Rebus hizo una pausa-. Y por lo que me has contado, a lo mejor era verdad.

– ¿En qué pub te lo encontraste?

– En uno de Gracemount -contestó Rebus encogiéndose de hombros.

– ¿Desde cuándo vas a beber tan lejos del Oxford?

– Quizá quería hablar con él -respondió Rebus mirándola.

– ¿Saliste a buscarle?

– ¡Vaya con la señorita fiscal! -exclamó Rebus con la cara encendida.

– Seguro que en el pub todos se dieron cuenta de que eras policía -dijo ella-. Por eso se ha enterado Templer.

– ¿No se llama a eso «coaccionar al testigo»?

– ¡John, puedo defenderme sola!

– Y te habría dejado KO todas las veces que hubiera querido. Ese cabrón tenía antecedentes por agresiones brutales. Tú has visto la ficha.

– Pero eso a ti no te daba derecho a…

– Ahora no estamos hablando de derechos -replicó Rebus al tiempo que se levantaba y se acercaba a la mesa a coger otra cerveza-. ¿Quieres una?

– No, tengo que conducir.

– Como quieras.

– Exacto, John; como quiera yo, no lo que tú quieras.

– No le maté, Siobhan. Lo único que hice fue… -Se arrepintió en cuanto inició la frase.

– ¿Qué? -preguntó ella volviéndose hacia él en el sofá-. ¿Qué? -insistió.

– Ir otra vez a su casa. -Siobhan le miró casi boquiabierta-. Él me invitó.

– ¿Te «invitó»?

Rebus asintió con la cabeza. El abridor le temblaba en la mano. Dejó que Siobhan hiciera el trabajo y ella le devolvió la botella abierta.

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