– A ese cabrón le gustaban los juegos, Siobhan. Dijo que fuéramos a tomar una copa para enterrar el hacha de guerra.
– ¿El hacha de guerra?
– Eso exactamente.
– ¿Y lo hicisteis?
– Él tenía ganas de hablar… No de ti, empezó a hablar un poco de todo, de sus condenas, de historias de la cárcel, de su infancia… La clásica infancia triste de un niño con un padre que le pega y una madre indiferente…
– ¿Y le escuchaste?
– Pensaba en cómo me gustaría darle un puñetazo.
– Pero no lo hiciste.
Rebus negó con la cabeza.
– Ya estaba muy pasado cuando le dejé.
– ¿Le dejaste en la cocina?
– En el cuarto de estar.
– ¿Entraste en la cocina?
Rebus volvió a negar con la cabeza.
– ¿Se lo has contado todo a Templer?
Rebus alzó la mano para pasársela por la frente, pero recordó que el escozor sería insoportable.
– Márchate, Siobhan.
– Aquel día tuve que separaros. Ahora me cuentas que volviste a su casa para tomar una copa y charlar. ¿Piensas que voy a tragármelo?
– No te pido que creas nada. Márchate.
– Puedo… -dijo ella levantándose.
– Ya sé que puedes defenderte sola -espetó Rebus, sintiéndose de pronto harto.
– Iba a decirte que si quieres puedo fregar los platos.
– Déjalo. Los lavaré yo mañana. Vamos a descansar, ¿vale? -añadió acercándose a la ventana y mirando a la calle silenciosa.
– ¿A qué hora quieres que te recoja?
– A las ocho.
– Bien, a las ocho. -Siobhan hizo una pausa-. Alguien como Fairstone debería de tener enemigos.
– No te quepa la menor duda.
– A lo mejor alguien te vio con él y aguardó a que te marchases…
– Hasta mañana, Siobhan.
– Era un malnacido, John. Esperaba que tú lo dijeras. El mundo está mejor sin él -añadió con voz más grave.
– No recuerdo haber dicho eso.
– Lo habrás pensado, y no hace tanto -replicó ella camino del vestíbulo-. Hasta mañana.
Rebus aguardó a oír el clic de la puerta al cerrarse, pero lo que escuchó fue un tenue borboteo de agua. Dio un sorbo a la cerveza mirando por la ventana y no la vio salir a la calle. Al abrirse de nuevo la puerta del cuarto comprendió que era el ruido de la bañera llenándose.
– ¿También vas a restregarme la espalda?
– Eso supera mi sentido del deber -replicó ella mirándole-. Pero no te vendría mal mudarte; te ayudaré a preparar la ropa.
Él negó con la cabeza.
– Me las arreglaré.
– De todas maneras esperaré a que te hayas bañado… sólo para estar segura de que puedes salir de la bañera.
– No te preocupes.
– De todos modos, me quedaré.
Se acercó a él, le cogió la cerveza que él sostenía sin firmeza y se la llevó a la boca.
– Comprueba que el agua esté tibia -dijo él.
Siobhan asintió y dio un trago.
– Hay algo que me intriga -añadió.
– ¿Qué?
– ¿Cómo te las arreglas en el váter?
– Hago lo que un hombre tiene que hacer -contestó él entrecerrando los ojos.
– Creo que no necesito más detalles -replicó Siobhan devolviéndole la botella a Rebus-. Voy a asegurarme de que el agua no esté demasiado caliente.
* * *
Después del baño, envuelto en el albornoz, la vio salir del portal y mirar a izquierda y a derecha antes de subir al coche, comprobando que no la seguían, aunque el ogro había muerto. Pero Rebus sabía que había muchos tipos como Martin Fairstone. En el colegio se ríen de ellos, son los alfeñiques que van detrás de las pandillas en las que hacen chistes a su costa. Pero poco a poco se envalentonan y pasan a la violencia y al hurto, la única vida que conocerán. Fairstone le había contado su vida y él había escuchado.
«¿No cree que debería ir al psiquiatra o algo así? ¿Sabe?, lo que a uno le ronda por la cabeza es lo que acaba siempre haciendo en la vida. ¿Le parece una chorrada? Será porque estoy borracho. Hay más whisky si quiere. No tiene más que pedirlo. Yo no tengo costumbre de hacer de anfitrión, ¿sabe? Me pongo a charlar y ya me da igual…»
Y más… mucho más, mientras él escuchaba dando sorbos de whisky, sintiéndose cargado, porque había pasado antes por cuatro pubs buscando a Fairstone. Una vez agotado el monólogo, Rebus se había inclinado en el sillón. Ocupaban sendos sillones desfondados. Entre ambos había una mesita apoyada en un cajón a falta de una pata, rota. Encima había dos vasos, una botella y un cenicero lleno de colillas, y era la primera vez en media hora que Rebus se inclinaba para hablar:
– Marty, deja de una puta vez de hacer tonterías con la sargento Clarke, ¿vale? La verdad es que me importa una mierda, pero sí quería preguntarte una cosa.
– ¿Qué? -dijo Fairstone, con los ojos medio cerrados y sosteniendo el cigarrillo entre el pulgar y el índice.
– Me han dicho que tú conoces a Johnson Pavo Real. ¿Qué puedes decirme de él?
Sin apartarse de la ventana, Rebus pensó en cuántas pastillas de analgésico quedarían en el frasco y en dar una vuelta para tomar algo. Dio la espalda a la ventana y fue al dormitorio, abrió el primer cajón de la cómoda, sacó corbatas y calcetines y finalmente encontró lo que buscaba: unos guantes de invierno de cuero negro forrados de nailon. Estaban por estrenar.
Había veces en que Rebus habría jurado que olía el perfume de su esposa en la fría almohada. Era imposible. Tras veinte años de separación, ni siquiera había dormido o había apoyado la cabeza en la almohada. Otros perfumes, otras mujeres. Sabía que era una fantasía, pura imaginación. Lo que olía era su ausencia.
– ¿En qué piensas? -dijo Siobhan cambiando de carril en un intento desesperado por adelantar lo que pudiese en medio del atasco de la hora punta matinal.
– Estaba pensando en almohadas -contestó Rebus que sostenía entre las manos un vaso de café.
Siobhan había traído para los dos.
– Qué bonitos guantes -comentó Siobhan, y desde luego no era la primera vez-. Perfectos para esta época del año.
– Te advierto que puedo cambiar de chófer.
– ¿Y quién te iba a traer el desayuno?
Siobhan pisó a fondo el acelerador en el momento en que el semáforo cambiaba de ámbar a rojo y Rebus sujetó el vaso a duras penas.
– ¿Qué es esa música? -preguntó mirando el reproductor de compactos del coche.
– Fatboy Slim. Pensé que serviría para despertarte.
– ¿Por qué le dice a Jimmy Boyle que no se vaya de Estados Unidos?
Siobhan sonrió.
– Debes de haberlo entendido mal. Si quieres pongo algo más suave. ¿Qué te parece Tempus?
– Adelante, ¿por qué no? -replicó Rebus.
La vivienda de Lee Herdman era un apartamento de un solo dormitorio encima de un bar en la calle principal de South Queensferry. El portal estaba al final de un sombrío pasadizo con un techo abovedado de piedra. Un agente de policía custodiaba la puerta principal y comprobaba el nombre de los vecinos en una lista que sujetaba en la carpeta portapapeles. Era Brendan Innes.
– ¿Cuántos turnos le hacen trabajar? -preguntó Rebus.
– Quedo libre dentro de una hora -contestó Innes mirando el reloj.
– ¿Alguna novedad?
– Sólo gente que iba a su trabajo.
– ¿Cuántas viviendas hay aparte de la de Herdman?
– Dos más. En una vive un profesor con su novia y un mecánico de coches en la otra.
– ¿Un profesor? -inquirió Siobhan.
Innes negó con la cabeza.
– No tiene nada que ver con Port Edgar. Da clases en una escuela de primaria y la novia es dependienta.
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