Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Soy la sargento Clarke y éste es el inspector Rebus -dijo-. ¿Podemos hacerle unas preguntas?

La joven miró primero a uno y luego a otro.

– Ye hemos explicado a los otros policías lo que sabemos.

– Lo cual le agradecemos, señorita -terció Rebus, advirtiendo que ella clavaba la mirada en los guantes-. Usted vive aquí, ¿verdad?

– Sí.

– Tenemos entendido que se llevaba bien con el señor Herdman, a pesar de que a veces era ruidoso.

– Sólo cuando recibía amigos. Pero no tenía importancia; nosotros a veces también hacemos ruido.

– ¿También le gusta el heavy metal?

Ella arrugó la nariz.

– Robbie es más de mi gusto -contestó.

– Se refiere a Robbie Williams -dijo Siobhan.

– Lo he escuchado alguna vez -replicó Rebus con desdén.

– Menos mal que sólo ponía ese tipo de música en las fiestas.

– ¿La invitó a usted alguna vez?

La joven negó con la cabeza.

– Enseña a la señorita… -dijo Rebus a Siobhan, pero se interrumpió, sonrió y preguntó-: Perdone, ¿cómo se llama?

– Hazel Sinclair.

Rebus asintió con la cabeza.

– Sargento Clarke, ¿quiere enseñar a la señorita Sinclair…?

Pero Siobhan ya había sacado la foto, que mostró a la joven.

– Es la señorita Teri -dijo ella.

– Ah, ¿la conoce?

– Naturalmente. Parece recién salida de La familia Adams. La veo muchas veces por la calle principal.

– ¿Y por aquí la ha visto?

– ¿Por aquí? -La joven reflexionó y negó con la cabeza-. Yo siempre he pensado que él era gay.

– Herdman tenía hijos -dijo Siobhan recogiendo la foto.

– Eso no quiere decir nada, ¿no cree? Hay muchos casados. Y él estuvo en el Ejército; allí seguro que hay muchos gays.

Siobhan apenas contuvo una sonrisa y Rebus cambió el peso de un pie a otro.

– Además -añadió Hazel Sinclair-, por la escalera sólo subían y bajaban gays. Jovencitos -añadió tras una pausa efectista.

– ¿Había alguno parecido a Robbie?

La joven negó teatralmente con la cabeza.

– Comería en su culo como si fuera en mi mesa todos los días.

– Bueno, trataremos de no incluir eso en el informe -comentó Rebus sin perder la compostura mientras ellas dos soltaban una carcajada.

* * *

En el coche, de camino al puerto deportivo Port Edgar, Rebus examinó unas fotos de Lee Herdman, en su mayor parte fotocopias de periódicos. Era un tipo alto y nervudo con pelo rizado gris y arrugas en la cara y en torno a los ojos. Un tipo bronceado, o más bien curtido por la intemperie. Miró afuera y vio que las nubes cubrían el cielo como una sábana sucia. Eran fotos tomadas al aire libre: Herdman trabajando en la lancha o zarpando rumbo al estuario. En una de ellas saludaba con la mano y con una gran sonrisa a alguien en tierra, como si fuese el hombre más feliz del mundo. Rebus no encontraba la gracia a navegar; a él le parecía que tenía bastante encanto contemplar barcos en la lejanía desde algún pub del paseo marítimo.

– ¿Has ido en barco alguna vez? -preguntó a Siobhan.

– En transbordador, varias veces.

– Me refería a ir en yate, a cazar la botavara y todo eso.

– ¿Eso es lo que se hace con la botavara? -replicó ella mirándole.

– Y yo qué diablos sé -contestó Rebus alzando la vista.

Pasaban por debajo del puente y se atisbaba ya el pequeño puerto deportivo al final de una carretera estrecha, más allá de los enormes puntales de hormigón que elevaban el puente hacia el cielo. Aquello sí que era objeto de admiración para Rebus; el ingenio, no la naturaleza. Se decía a menudo que los mayores logros del hombre eran producto de su lucha contra la naturaleza: la naturaleza plantea los problemas y los seres humanos los resuelven.

– Ya estamos -dijo Siobhan cruzando una verja abierta.

El pequeño puerto constaba de una serie de instalaciones, unas más desvencijadas que otras, y tenía dos embarcaderos que se adentraban en el estuario del Forth. En uno de ellos vieron amarrados varias decenas de barcos. Cruzaron por delante de la oficina y de un edificio con el letrero de «Consigna del contramaestre» y aparcaron junto a la cafetería.

– Según el informe, hay un club náutico, un taller de velas y otro para arreglar aparatos de radar -dijo Siobhan mientras bajaba del coche y se dirigía hacia la otra portezuela, pero Rebus se le anticipó y logró abrirla.

– ¿Has visto? -dijo-. Todavía no estoy para el desguace.

Pero bajo los guantes sintió punzadas en los dedos. Se estiró y miró a su alrededor. Tenían el puente sobre sus cabezas y sin embargo el zumbido de los coches no se oía tan fuerte como él esperaba, llegaba casi amortiguado por aquel otro ruido metálico procedente de los barcos. Tal vez de las botavaras…

– ¿Quién es el propietario del puerto? -preguntó.

– En el letrero de la entrada me ha parecido leer Servicio de Deportes, Edimburgo.

– O sea, que es del ayuntamiento. Lo que significa que técnicamente es tuyo y mío.

– Técnicamente -asintió Siobhan. Examinaba con atención un plano dibujado a mano-. El cobertizo de Herdman queda a la derecha, después de los servicios -dijo señalando hacia un punto-. Allí, creo.

– Muy bien, allá voy -dijo Rebus señalando con la cabeza la cafetería-. Pide café para llevar, que no esté muy caliente, y te reúnes conmigo.

– ¿Que no escalde, quieres decir? -añadió ella dirigiéndose a la escalinata-. ¿Seguro que te las arreglas solo?

Rebus se quedó junto al coche mientras ella entraba. Se oyó un chirrido cuando cerró la puerta. Él sacó tranquilamente del bolsillo cigarrillos y encendedor, abrió la cajetilla y cogió un pitillo con los dientes. Era mucho más fácil utilizar el encendedor que las cerillas, a resguardo del viento. Recostado en el coche, saboreó el humo hasta que Siobhan volvió.

– Ten -dijo tendiéndole el vaso de plástico lleno a medias-. Con mucha leche.

– Gracias -dijo él mirando el líquido gris claro.

Echaron a andar y doblaron un par de esquinas sin ver un alma, a pesar de la media docena de coches aparcados donde habían dejado el suyo.

– Es allí -dijo ella señalando un lugar más cercano al puente.

Rebus advirtió que uno de los embarcaderos era un pantalán de madera con amarres.

– Debe de ser éste -añadió Siobhan tirando el vaso medio vacío en una papelera.

Rebus hizo lo mismo a pesar de que apenas había dado dos sorbos al tibio brebaje lechoso. Si aquello tenía cafeína él no lo había notado. Gracias a Dios que tenía la nicotina.

El cobertizo hacía honor a su nombre, aunque era amplio. Tendría unos siete metros de ancho y estaba construido con una mezcla de planchas de madera y metal ondulado. Vieron dos cadenas en el suelo, prueba de que la Policía había entrado cortándolas con alicates. Las habían remplazado con cinta adhesiva azul y blanca, y habían colocado un anuncio oficial en la puerta prohibiendo la entrada. Un letrero escrito a mano rezaba: ESQUÍ Y LANCHA, PROP. L. HERDMAN.

– Un cartel con garra -comentó Rebus mientras Siobhan quitaba la cinta y abría la puerta.

– Dice justamente lo que es -añadió Siobhan.

Allí era donde Herdman tenía su negocio, enseñaba a navegantes novatos y daba sustos de muerte a los clientes de esquí acuático. Rebus vio una lancha neumática de unos siete metros enganchada a un remolque que tenía las ruedas algo desinfladas. Había un par de fuera bordas también enganchados a remolques con motores relucientes, y una moto acuática no menos nueva. Estaba todo excesivamente ordenado, como cuidado por alguien obsesionado por la limpieza, y no faltaba un banco de trabajo con sus herramientas perfectamente colocadas encima, colgadas en la pared. De no ser por un trapo manchado de aceite, prueba de que allí se efectuaban trabajos de mecánica, el visitante desprevenido habría pensado que aquel cobertizo era una dependencia museística del puerto deportivo.

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