Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Entró por una puerta lateral -dijo Hogan-. Era la hora de recreo y no estaba cerrada. Vino por el pasillo hasta aquí. Como hacía buen día, la mayoría de los chicos estaban afuera y sólo encontró a tres -añadió Hogan señalando con la cabeza hacia el lugar que habían ocupado las víctimas- que estaban escuchando música y leyendo revistas.

Parecía hablar consigo mismo, como si esperara que repitiendo la historia ellos empezaran a contestar a sus interrogantes.

– ¿Por qué aquí? -preguntó Siobhan.

Hogan alzó la vista como si reparara en ella por primera vez.

– Hola, Siob -dijo-. ¿Has venido a curiosear?

– Ha venido a ayudarme -terció Rebus alzando las manos.

– Dios, John, ¿qué te ha sucedido?

– Es una larga historia, Bobby. Lo que pregunta Siobhan es muy pertinente.

– ¿Te refieres al colegio en concreto?

– No sólo eso -respondió Siobhan-. Ha dicho que la mayoría de los chicos estaban afuera. ¿Por qué no empezó a disparar sobre ellos?

– Espero averiguarlo -dijo Hogan encogiéndose de hombros.

– Bien, ¿en qué podemos ayudarte, Bobby? -preguntó Rebus.

Él se había quedado en el umbral, mientras Siobhan miraba los carteles de las paredes. En uno de ellos, Eminem hacía un corte de mangas al público y a su lado se veía un grupo de gente vestida con monos y máscaras de goma que parecían comparsas de una película de terror de bajo presupuesto.

– Había sido militar, John -dijo Hogan-. De las SAS más concretamente, y recordé que tú una vez me dijiste que habías aspirado a ingresar en ese servicio de las Fuerzas Aéreas.

– De eso hace más de treinta años, Bobby.

– Y por lo visto era un tipo solitario -prosiguió Hogan sin escucharle.

– ¿Un solitario que alimentaba un rencor? -preguntó Siobhan.

– Quién sabe.

– ¿Es lo que quieres que yo indague? -dijo Rebus.

Hogan le miró.

– Todos los amigos que tuviera serían como él: desechos de las Fuerzas Armadas. Es posible que se sinceren con alguien que estuvo en su mismo bando.

– De eso hace más de treinta años -repitió Rebus-. Y gracias por asociarme con los desechos.

– Bah, ya sabes a qué me refiero… Será sólo un par de días, John. Es todo lo que te pido.

Rebus salió al pasillo y miró a su alrededor. Era un lugar tranquilo y apacible. Y unos escasos instantes lo habían confirmado todo. Tanto el colegio como la ciudad no volverían a ser los mismos. Todo aquel al que le hubiera afectado, quedaría marcado. La pobre secretaria que habían visto en la entrada quizá nunca fuera capaz de prescindir de aquel pañuelo prestado; los familiares enterrarían a los muertos sin poder borrar de sus mentes el terror que habían sentido los suyos en el último instante.

– ¿Qué me dices, John? -añadió Hogan-. ¿Me ayudarás?

Algodón suave y calentito… te protege, amortigua… «Ningún misterio… perdió la chaveta», en palabras de Siobhan.

– Una pregunta, Bobby.

Bobby Hogan tenía aspecto de cansado y perdido. Las investigaciones en Leith solían ser asuntos de droga, navajazos, prostitución, casos que él sabía resolver, y Rebus tenía la impresión de que le había llamado porque necesitaba un amigo a su lado.

– Tú dirás -dijo Hogan.

– ¿Tienes un cigarrillo?

Había tanta gente en la caseta prefabricada que casi no podían moverse. Hogan cargó en brazos de Siobhan el papeleo acumulado sobre el caso, fotocopias aún calientes recién salidas de la oficina del colegio. Afuera, en el césped, había unas gaviotas argénteas curioseando. Rebus les lanzó la colilla y las aves corrieron hacia ella.

– Podría denunciarte por crueldad -dijo Siobhan.

– Lo mismo digo -replicó Rebus mirando el montón de papeles. Vio que Grant Hood ponía fin a una conversación telefónica y guardaba el teléfono en el bolsillo-. ¿Dónde ha ido nuestro amigo? -le preguntó Rebus.

– ¿Te refieres a el Sucio Jack?

Rebus sonrió por el epíteto con que un periódico sensacionalista había obsequiado en primera página a Jack Bell tras su detención.

– Sí, a ése.

Hood señaló con la cabeza hacia la entrada del recinto.

– Uno de la televisión le ha sugerido hacer una toma ante la verja y ha salido disparado.

– Y eso que me dijo que no se movería de aquí. ¿Se comportan los de la prensa?

– ¿Tú qué crees?

Rebus respondió con una mueca. El teléfono de Hood sonó de nuevo. Se volvió de lado para responder a la llamada. Rebus vio que Siobhan se agachaba a recoger unas hojas que se le habían caído al abrir el maletero.

– ¿Está todo? -preguntó Rebus.

– De momento sí -contestó ella cerrando el maletero de golpe-. ¿Adónde nos lo llevamos?

Rebus miró el cielo lleno de nubes densas, que se movía rápido. Probablemente el viento era demasiado fuerte para que lloviera. Le pareció oír en la lejanía un golpeteo de aparejos contra los mástiles.

– Podríamos ir a un pub y sentarnos a una mesa. Junto al puente del ferrocarril hay uno que se llama Boatman's… -Ella le miró fijamente-. En Edimburgo es tradición -añadió él encogiéndose de hombros-. Antiguamente los profesionales despachaban sus negocios en la taberna.

– Y hay que respetar las tradiciones.

– Yo siempre he sido partidario de los viejos métodos.

Siobhan, sin replicar, abrió la portezuela del conductor, se sentó al volante e instintivamente cerró y giró la llave de contacto pero de pronto, al recordar, se inclinó y estiró el brazo para abrirle a Rebus.

– Muy amable -dijo él sentándose sonriente.

No conocía South Queensferry muy bien, pero sí los pubs. Él se había criado al otro lado del estuario y recordaba la vista desde North Queensferry y cómo los dos puentes daban la impresión de separarse vistos desde el norte. El mismo policía uniformado les franqueó el paso de la verja y vieron que Jack Bell estaba fuera, delante de la puerta, hablando para la cámara.

– Obsequíales con un buen bocinazo -dijo Rebus, y Siobhan así lo hizo.

El periodista bajó el micrófono y se dio la vuelta enfurecido, el cámara se puso los auriculares al cuello y Rebus saludó con la mano al diputado con una especie de sonrisa de disculpa, mientras los curiosos invadían la mitad de la calzada para mirar dentro del coche.

– Me siento como una repugnante pieza de exposición -musitó Siobhan.

Una caravana de coches circulaba despacio a su lado. Eran los curiosos que acudían a ver el colegio, gente anodina con sus hijos y la cámara de vídeo. Cuando Siobhan iba a dejar atrás la modesta comisaría local, Rebus dijo que bajaría para desentumecer las piernas.

– Nos vemos en el pub.

– ¿Adónde vas?

– Quiero captar la atmósfera del sitio. -Hizo una pausa-. Una pinta para mí si llegas tú primero.

Miró cómo ella se alejaba incorporada a la caravana de coches, y se detuvo a contemplar el puente viario del Forth con su zumbido de tráfico de coches y camiones, un ruido parecido al oleaje, y vio en lo alto figuras diminutas acodadas a la barandilla mirando hacia abajo. Sabía que en el lado opuesto, desde donde se veía mejor el colegio, habría más. Meneó la cabeza y siguió caminando.

Los comercios en South Queensferry se concentraban en una sola calle entre High Street y Hawes Inn, pero comenzaba a notarse el cambio. No hacía mucho, al cruzar la localidad en coche para tomar el puente de la carretera, Rebus había visto un supermercado y un parque empresarial nuevos donde un gran anuncio llamaba la atención de la caravana de coches de vuelta del trabajo de Edimburgo: ¿HARTO DE DESPLAZARSE A DIARIO AL TRABAJO? TRABAJE AQUÍ. La sugerencia era que la ciudad estaba llena a rebosar, el tráfico empeoraba cada vez más, y South Queensferry pretendía incorporarse al movimiento antiurbanita. Pero, en la calle mayor con sus tiendecitas, aceras estrechas y quioscos de información turística, no había indicio de ello. Rebus sabía algunas anécdotas locales: un incendio en la destilería de VAT 69 que inundó las calles de whisky caliente y hubo gente que al beberlo acabó en el hospital; un mono que harto de las bromas pesadas de una ayudante de cocina le cortó el cuello; apariciones como la del legendario perro de Mowbray, y el Burry Man.

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