John, espero que todo este asunto se calme. Spaven no merece la pena. Nadie piensa en Elsie Rhind, ¿a que no? La víctima siempre pierde. Que Elsie Rhind se apunte este tanto. Por mucho que un malhechor sepa escribir no deja de ser lo que es.
Los jefes de los campos de concentración leían por la noche a los clásicos y escuchaban música de Beethoven. Los monstruos pueden hacerlo.
Ahora lo sé. Lo sé a costa de Lenny Spaven.
Tu amigo Lawson.
Morton dio unas palmaditas a Rebus en la espalda.
– Con esto te deja libre de toda sospecha, John. Se la pasas a Ancram por las narices y se acabó.
Rebus asintió con la cabeza, deseando poder sentir alivio u otra emoción sensible.
– ¿Qué sucede? -preguntó Morton.
– Esto -respondió Rebus golpeando las hojas-. Vamos, que casi todo es verdad, probablemente, pero no deja de ser una mentira.
– ¿Cómo?
Rebus se lo quedó mirando.
– Lo que encontramos en el garaje… lo vi en casa de Elsie Rhind la primera vez que fuimos allí. Lawson debió de cogerlo después.
– ¿Estás seguro? -dijo Morton sin entender nada.
– No -replicó Rebus levantándose-. ¡No estoy seguro, y eso es lo jodido del caso! ¡Que jamás estaré seguro!
– Ten en cuenta que hace veinte años y la memoria falla.
– Lo sé. Tampoco entonces estaba seguro de haberlo visto antes… Quizás era otro bolso y otro sombrero. Volví a la casa a echar otro vistazo, cuando Spaven ya estaba preso, y busqué el bolso y el sombrero que había visto… pero no los encontré. Ah, mierda, a lo mejor no los vi en realidad y pensé que sí. El hecho es que creo que los había visto. Siempre he pensado que a Lenny Spaven le tendieron una trampa… y me he callado. -Volvió a sentarse-. No se lo había dicho a nadie hasta ahora. -Fue a coger la taza, pero le temblaba la mano-. Delírium trémens -añadió forzando una sonrisa.
Jack Morton estaba pensativo.
– ¿Y qué puede importar? -dijo por fin.
– ¿Quieres decir si estoy en lo cierto o no? Por Dios, Jack, no lo sé. -Rebus se restregó los ojos-. Hace tanto tiempo… ¿Importa que el asesino haya quedado impune? Aunque en su momento lo hubiese denunciado, habría valido para librar a Spaven pero no habríamos capturado al verdadero culpable, ¿no? -Suspiró-. Le he estado dando vueltas todos estos años y ya no puedo más.
– Ha llegado el momento de dejarlo.
Rebus sonrió sincero.
– Tal vez tengas razón.
– Lo que no entiendo… es por qué el propio Spaven no explicó nada. Me refiero a que no toca el tema en su libro. Podría haber explicado por qué Geddes la tenía tomada con él.
Rebus se encogió de hombros.
– Mira a Weir y su hija -dijo.
– ¿Quieres decir que era algo personal?
– No lo sé, Jack.
Morton cogió la carta y pasó las páginas.
– Es interesante lo de las fotos de Borneo. Ancram creía que eran relevantes porque se veía en ellas a Spaven. Y ahora resulta que es por ese tal Sloane al que Geddes seguía la pista. -Morton miró su reloj-. Tenemos que pasar por Fettes a enseñarle esto a Ancram.
Rebus asintió con la cabeza.
– Sí, vamos; pero primero voy a fotocopiarlo. Como tú dices, Jack, quizá no acabe de creérmelo, pero está todo ahí en negro sobre blanco. -Levantó la mirada hacia su amigo-. Suficiente para Justicia en directo.
Ancram estaba a punto de estallar. Su irritación era tal que había estado paseando de arriba abajo por el despacho. Su voz fue como la primera fumarola de un volcán.
– ¿Esto qué es?
Rebus le presentaba una hoja doblada. En el despacho estaban los tres: Ancram sentado y Rebus y Morton de pie.
– Léalo -dijo Rebus.
Ancram se le quedó mirando y desdobló la nota.
– Es la baja -añadió Rebus-. Dos días de dolor de estómago. El doctor Curt fue taxativo y me ordenó estar aislado. Dijo que podía ser contagioso.
Ancram replicó casi en un susurro:
– ¿Desde cuándo los médicos privados dan notas por escrito?
– No ha visto las colas en mi ambulatorio.
Ancram hizo una bola con la nota.
– Tiene fecha y todo -dijo Rebus, que había pasado por la clínica del doctor Curt antes de dirigirse al norte con Eve.
– Cállese, siéntese y escuche mientras le explico que esto es una reprimenda oficial. Y no crea que la cosa va a quedar así.
– Señor, tal vez debiera leer esto primero -dijo Morton entregándole la carta de Geddes.
– ¿De qué se trata?
– Para que la cosa no quede así, señor -añadió Rebus-. Creo que es la madre del cordero. Mientras usted lo asimila quizá yo podría echar un vistazo a los archivos.
– ¿Por qué?
– Por esas fotos de Borneo. Me gustaría darles una ojeada.
Al leer las primeras líneas de la confesión de Geddes, Ancram se quedó de piedra. Rebus habría podido salir del despacho sin que lo advirtiese llevándose los archivadores. Pero no, sacó las fotos del sobre y se puso a examinarlas, leyendo los nombres en el reverso.
En una de ellas, el tercero por la izquierda estaba marcado: recluta Sloane, R. Rebus miró su cara borrosa. Además de haberse mojado, estaba desenfocada. Un joven barbilampiño, con menos de veinte años y sonrisa un poco torcida, quizá por algún defecto en los dientes.
John Biblia tenía un diente torcido, según los testigos.
Rebus asintió con la cabeza. Aquello era forzar al máximo las pruebas, algo que Lawson Geddes había hecho muchas veces cuando trabajaba con él. Sin saber exactamente por qué, y comprobando antes que Ancram siguiera enfrascado en la lectura de la carta, se guardó la foto en el bolsillo.
– Bien -dijo por fin Ancram-, es evidente que tendremos que hablarlo.
– Evidentemente, señor. Entonces, ¿no hay interrogatorio hoy?
– Sólo un par de preguntas. Primera: ¿qué demonios ha pasado con su nariz y sus dientes?
– Tropecé con un puño. ¿Algo más, señor?
– Sí. ¿Qué demonios ha estado haciendo con Jack?
Rebus se volvió y comprendió por qué Ancram se lo preguntaba: Jack Morton se había quedado dormido en la silla.
– Entonces, es la gran oportunidad -dijo Morton.
Habían ido al bar Oxford por ir a algún sitio. Rebus pidió dos zumos de naranja y se volvió hacia Morton.
– ¿Quieres algo de desayuno? -Morton asintió-. Y cuatro bolsas de patatas del sabor que sea -cantó Rebus a la camarera.
Levantaron los vasos, brindaron y bebieron.
– ¿Te apetece un cigarrillo? -dijo Morton.
– Sería capaz de matar por uno -contestó Rebus riendo.
– Bien -dijo Morton-, ¿qué se ha conseguido?
– Depende -respondió Rebus.
Se había estado preguntando lo mismo. Quizá la brigada de Aberdeen había detenido a los narcotraficantes: Tío Joe, Fuller, Stemmons. O tal vez antes de eso Fuller se había ocupado de Ludovic Lumsden y Hayden Fletcher. Quizás Hayden Fletcher era cliente de Burke's. Allí se había reunido con Tony El, y a lo mejor éste le pasaba talco nasal. Tal vez Fletcher era la clase de tipo que alternaba con gángsteres… Había gente así. Sabiendo que el mayor estaba preocupado y que el problema era Alian Mitchison… no habría sido nada difícil hablar con Tony El, y éste sin duda habría aprovechado la ocasión de ganarse un dinero… A saber si no era el mayor Weir en persona quien había ordenado la muerte de Mitch. En cualquier caso, impune no quedaría; la hija se encargaría de ello. Quizás él, en el último momento, habría quitado la bolsa de la cabeza a la víctima, aconsejándole que se olvidase de T-Bird Oil.
Todo parecía formar parte de un esquema más amplio, en el que los accidentes se sucedían, concatenados. Padres e hijas, padres e hijos, infidelidades, ilusiones que a veces llamamos recuerdos. Antiguos errores enconados o inventados a partir de falsas confesiones. Cadáveres arrumbados hace años y olvidados por todos menos por los asesinos. La historia que se estropea o pierde nitidez como una fotografía antigua. Finales… disparatados. Se muere, se desaparece o se cae en el olvido. Y no queda más que un nombre en el reverso de una foto. A veces ni eso.
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