Estaba firmada Aileen Jarrold (de soltera, Geddes).
– ¿Qué es? -preguntó Morton cuando Rebus abría ya el segundo sobre y leía las dos primeras líneas. Alzó la mirada hacia Morton.
– Una nota muy larga de un suicida -dijo-. De Lawson Geddes.
Jack Morton se sentó y la leyeron juntos.
John: Aquí me tienes escribiendo con plena conciencia de que voy a suicidarme. Siempre decíamos que era una solución de cobardes, ¿recuerdas? Ahora no estoy tan seguro, pero tengo la impresión de que más que cobarde soy egoísta, egoísta porque sé que los de la tele están revolviendo lo de Spaven, incluso han enviado un equipo a la isla. No lo hago por Spaven, sino por Etta. La echo de menos y quiero ir con ella, aunque la vida en el otro mundo no sea más que mis huesos junto a los de ella.
A medida que leía iba retrocediendo en el tiempo. Oía la voz de Lawson y le veía entrar fanfarrón en la comisaría o en un pub como si fuera el amo, saludando a todos aunque no los conociera… Morton se levantó un instante y volvió con dos tazas de café. Continuaron leyendo.
Muerto Spaven y yo fuera de juego, sólo quedas tú para que te acosen los de la tele. No me gusta pensarlo… Sé que tú no tienes nada que ver con el caso. Por eso te escribo esta carta después de tantos años para intentar aclarar las cosas. Enséñala a quien creas conveniente si es preciso. Dicen que los moribundos no mienten y quizás acepten que lo que sigue es la verdad tal como yo la viví.
Conocí a Lenny Spaven en la Guardia Escocesa. Siempre se metía en líos, y siempre acababa arrestado o en el calabozo. Además, era un gandul y de ahí que se relacionara con el cura. Spaven iba los domingos a la iglesia (digo «iglesia» cuando en Borneo era en realidad una caseta prefabricada). Supongo que hay muchos lugares que son iglesias a los ojos de Dios. A lo mejor se lo pregunto cuando lo vea. Afuera hace treinta y pico grados y estoy bebiendo whisky escocés, el ardiente usquebaugh. Sabe mejor que nunca.
Rebus sintió el sabor fuerte del agua de fuego en el paladar. Jugarretas de la memoria. A Lawson le gustaba el Cutty Sark.
Spaven ayudaba al cura; ponía los misales en las sillas y al final de la misa los contaba. Tú sabes que en el Ejército hay cabrones que roban misales y de todo. No había muchos feligreses y si la cosa se ponía fea venían algunos más a pedir a Dios que no acabasen tiesos dentro de un ataúd. Bien, como digo, Spaven tenía un chollo. Yo no tenía nada en común con él ni con los beatos.
Bien, hubo un asesinato; cerca del campamento apareció muerta una prostituta y los nativos dijeron que era del kampong y nos echaron la culpa. Hasta los gurkas pensaban que había sido un soldado inglés. Se hizo una investigación civil y militar. Fue muy curioso, figúrate, pasábamos las de Caín matando gente a mansalva -para eso nos pagaban- y de repente se investigaba un asesinato. En fin, no descubrieron al culpable, pero el caso es que a la puta la estrangularon y desapareció una de sus sandalias.
Rebus pasó la página.
Bueno, todo eso quedó atrás. Volví a Escocia, me hice policía y vivía feliz. Hasta que me vi arrastrado en el caso de John Biblia. Recordarás que no le llamamos John Biblia hasta mucho más tarde. Fue después de la tercera víctima cuando se supo el detalle de que citaba versículos de la Biblia. Y entonces la prensa le puso ese apodo. Bien, cuando se me ocurrió pensar en alguien que citaba la Biblia, estrangulador y violador, me acordé de Borneo. Fui a ver a mi jefe y se lo conté. Me dijo que era una coincidencia descabellada, pero que podía seguir la pista en mi tiempo libre si quería. Tú sabes, John, que me gustan los retos. Además, tenía pensado un atajo: Lenny Spaven. Sabía que había vuelto a Escocia y que tendría información sobre todos los que iban a la iglesia. Así que me puse en contacto con él, pero estaba peor que nunca y no quiso saber nada. Tú sabes que soy persistente y él se quejó de ello a mi jefe. Me advirtieron que me calmara, pero yo no estaba dispuesto. Sabía lo que quería y me constaba que Lenny tendría fotos de la época de Borneo, quizá con otros de los que iban a la iglesia, y quería enseñárselas a la mujer que había ido en el taxi con John Biblia. Quería comprobar si reconocía a alguno. Pero el maldito Spaven me ponía obstáculos para todo. Finalmente conseguí unas fotos. Me costó lo mío; tuve que hablar con el Ejército para localizar al cura de marras. Tardé semanas.
Rebus miró a Morton.
– Las fotos que nos enseñó Ancram -dijo.
Enseñamos las fotos a testigos oculares. Ten en cuenta que eran instantáneas de hacía ocho o nueve años y, además, no muy buenas, y algunas estaban estropeadas. La mujer dijo que no estaba segura y añadió que uno «se parecía a él», según sus propias palabras. Pero como dijo mi jefe, había centenares de hombres en todo el mundo que tenían cierto parecido físico con el asesino, y ya habíamos interrogado a muchos de ellos. Pero yo no acababa de quedarme contento. Conseguí averiguar el nombre del sospechoso; se llamaba Ray Sloane -un nombre muy poco frecuente- y no fue difícil localizarlo. Pero había desaparecido. Después de vivir en una habitación amueblada de Ayr y de trabajar fabricando herramientas, se había despedido hacía poco y nadie sabía adónde había ido. Yo estaba plenamente convencido de que podía ser el hombre que buscábamos, pero no logré convencer a mi jefe para hacer lo que fuese para dar con él.
John, de todo el retraso en la investigación iniciada con el Ejército tuvo la culpa Spaven. Si él hubiese colaborado, habría dado con Sloane antes de que hubiera tenido tiempo de largarse. Estoy seguro; lo sé. Habría podido cazarle. Pero, por el contrario, me quedé con las ganas, frustrado, y lo dije claramente. El jefe me apartó de la investigación y se acabó.
– Se te enfría el café -dijo Morton.
Rebus dio un trago y pasó la página.
O al menos hasta que Spaven volvió a aparecer en mi vida al trasladarse a Edimburgo casi al mismo tiempo que yo. Era como si me persiguiera y yo no le podía perdonar lo que me había hecho. Es más, a medida que pasaba el tiempo mayor era mi despecho. Por eso quise imputarle lo de Elsie Rhind. Lo confieso, a ti y a quien lea esta carta, que le tenía tantas ganas que era como una bola en el estómago, algo que sólo podía eliminar la cirugía. Cuando me dijeron que le dejara tranquilo, no hice caso. Cuando me aconsejaron que le eludiese, le busqué las vueltas. Le seguí, en mi tiempo libre, yendo tras sus pasos un día y otro. Estuve casi tres días sin dormir, pero valió la pena cuando un día le vi dirigirse a aquel garaje, un sitio que no conocíamos. Estaba eufórico, en la gloria. Por eso fui a toda prisa a tu casa y te arrastré al lugar. Tú me mencionaste lo de la orden de registro y te dije que no fueras idiota. Te presioné mucho, chantajeándote con la amistad; estaba enfebrecido y habría hecho cualquier cosa, y una de ellas fue transgredir el reglamento que ahora veo que entorpece a la policía y protege a los delincuentes. Así que entramos y vimos aquellos montones de cajas robadas en la fábrica de Queensferry. Y el bolso, que resultó ser de Elsie Rhind. Estuve a punto de caer de rodillas dando gracias a Dios.
Sé lo que pensaron muchos, tú incluido. Pensaron que lo había puesto yo. Bien, te juro en mi lecho de muerte (bueno, estoy escribiendo en una mesa) que no. Lo encontramos por las buenas, a pesar de que vulnerásemos el reglamento. Pero date cuenta de que esa prueba fundamental no habría sido admitida por haberla encontrado del modo que lo hicimos, que es por lo que te convencí -aunque tú te resistías- para que declarases la historia que inventé. ¿Si lo siento? Sí y no. Para ti ahora será muy molesto, John, y debe de haberte costado mucho haberlo tenido que asumir durante todos estos años. Pero capturamos al asesino y para mí -he pasado Dios sabe cuánto tiempo pensando en ello, reviviéndolo, rememorando mi forma de actuar- es lo que realmente importa.
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