Rebus miró a su alrededor rápidamente; no podía saber el tiempo de que disponía. El gancho parecía muy sólido; de momento había aguantado su peso. Si pudiese subir a un cajón para ganar algo de altura quizá podría intentar desatarse. A menos de un metro había uno vacío. Estiró los brazos cuanto pudo con un dolor inaguantable y tentó con el pie; el zapato tocó el borde del cajón y comenzó a arrastrarlo. Fuller había subido la escalera que se cerraba con una trampilla, pero la había dejado abierta. Oía voces en el bar. Estaría tal vez llamando a un gorila o a alguien para que vieran cómo moría. El cajón se atascó en un relieve del suelo y no se movía. Trató de levantarlo con la punta del zapato, pero no podía. Chorreaba sudor, sangre y alcohol. El cajón cedió y pudo acercarlo, se subió encima y soltó la cuerda del gancho; bajó los brazos despacio, como si disfrutara del dolor, notando cómo su sangre corría. Tenía los dedos helados y entumecidos. Mordió los nudos de la cuerda; era imposible deshacerlos. Había muchos vidrios rotos, pero cortarla le llevaría demasiado tiempo. Se agachó a coger una botella rota cuando vio algo mejor.
Un mechero corriente de plástico rosa. Probablemente el que usó Fuller para encender el whisky que le había rociado en los brazos. Lo cogió y miró en derredor. El sótano estaba lleno de cajas de botellas. La única salida era la escalera. Vio un trapo, abrió una botella de whisky y lo introdujo por el cuello. No era un cóctel molotov, pero serviría como arma. Una opción era encenderlo y lanzarlo dentro del club para que se disparase la alarma de incendios, con la esperanza de que llegase la caballería. Suponiendo que llegase. Suponiendo que eso impidiera que Fuller…
La otra opción era pensar en otra cosa.
Miró de nuevo en derredor. Bombonas de gas carbónico, cajas de plástico, trozos de tubos de goma. Colgado en la pared, un pequeño extintor. Lo cogió, lo cebó y se lo puso bajo el brazo para poder subir la escalera con la botella de whisky en las manos.
El club estaba desierto y en penumbra. Una bola reflectante giraba arrojando destellos sobre las paredes y el techo. Estaba en el centro de la pista cuando se abrió la puerta, enmarcando a Fuller a contraluz. Llevaba entre los dientes unas llaves de coche que se le cayeron al abrir la boca por la sorpresa. Echó mano al bolsillo de la chaqueta al mismo tiempo que Rebus encendía el trapo y le lanzaba la botella que, describiendo un arco, fue a estrellarse a los pies de Fuller. Una llamarada azul se esparció por el piso. Rebus siguió avanzando con el extintor preparado. Fuller empuñaba la pistola cuando el chorro le alcanzó en pleno rostro para recibir acto seguido un cabezazo de Rebus en la nariz y un rodillazo en los huevos. No era una llave de manual, pero resultó muy eficaz. El norteamericano cayó de rodillas y Rebus le golpeó en la cara y echó a correr, abrió la puerta que daba al mundo y casi cayó en brazos de Jack Morton.
– Cristo bendito, tío, ¿qué te han hecho?
– Jack, tiene una pistola. Larguémonos de aquí.
Echaron a correr hacia el coche. Morton cogió las llaves que Rebus llevaba en el bolsillo, subieron y se alejaron a toda velocidad. Rebus sentía una mezcla desconcertante de emociones, pero sobre todo euforia.
– Hueles como una fábrica de cerveza -dijo Morton.
– Santo Dios, Jack, ¿cómo llegaste al club?
– En taxi.
– No, me refiero…
– Puedes dar gracias a Shetland -replicó Morton estornudando-. Con aquel viento que hacía pillé un resfriado. Cuando fui a sacar el pañuelo del bolsillo del pantalón vi que no estaban las llaves del coche… ni el coche en el aparcamiento. Y tampoco John Rebus en su camita.
– ¿Y?
– En recepción me repitieron el mensaje que te habían dado, y llamé a un taxi. ¿Qué diablos ha pasado?
– Que me han zurrado.
– Yo diría que te quedas corto. ¿Quién era el de la pistola?
– Judd Fuller, el norteamericano.
– Vamos a pedir refuerzos en el primer teléfono que encontremos.
– No.
Morton se volvió hacia él.
– ¿No? -Rebus meneaba la cabeza de un lado a otro-. ¿Por qué?
– Era un riesgo calculado, Jack.
– Pues ya es hora de que te compres otra calculadora.
– Creo que dio resultado. Ahora sólo falta dar tiempo al tiempo.
Morton se quedó pensativo.
– ¿Qué intentas, ponerlos a unos en contra de los otros? -Una inclinación de cabeza-. Tú nunca sigues las reglas, ¿verdad? ¿El recado era de Eve? -Otra inclinación de cabeza-. ¿Y decidiste dejarme al margen? ¿Sabes una cosa? Cuando vi que no tenía las llaves me cabreé tanto que estuve a punto de decir: «A tomar por culo, que haga lo que quiera; que se juegue el pellejo».
– A punto he estado.
– Eres un gilipollas de órdago.
– Años de intensa práctica, Jack. Anda, para y desátame.
– Te prefiero atado. ¿Vamos a urgencias o llamamos a un médico?
– No hace falta.
La nariz había dejado de sangrarle y el diente roto no le dolía.
– Bueno, ¿y qué has hecho allí?
– Le di cuerda a Fuller y averigüé que Hayden Fletcher pagó al asesino de Alian Mitchison.
– ¿Y no había un modo mejor de hacerlo? -Morton movió la cabeza lentamente-. Aunque llegase a los cien años seguiría sin entenderte.
– Me lo tomo como un cumplido -dijo Rebus descansando en el reposacabezas.
En el hotel decidieron que debían marcharse de Aberdeen. Rebus se dio un baño y Morton le examinó las heridas.
– Ese Fuller es todo un sádico.
– Pidió disculpas al empezar -dijo Rebus mirando en el espejo su sonrisa mellada.
Le dolía todo el cuerpo, pero estaba vivo, y para eso no necesitaba un médico. Metieron sus cosas en el coche, firmaron la cuenta y se marcharon.
– Vaya colofón a las vacaciones -comentó Morton.
Pero su interlocutor ya se había dormido.
Cuando tuvo reducida la lista a cuatro individuos y cuatro empresas llegó el momento de utilizar la «clave»: Vanessa Holden.
Los otros sospechosos resultaron demasiado viejos, y el apellidado Alex era una mujer.
John Biblia llamó desde su despacho con la puerta cerrada. Tenía ante sí el bloc de notas. Cuatro empresas, cuatro individuos.
Eskflo James Mackinley
LancerTech Martin Davidson
Gribbin's Steven Jackobs
Yetland Oliver Howison
Llamó a la empresa de Vanessa Holden. Contestó una recepcionista.
– Buenas -dijo-. Aquí el DIC de Queen Street, sargento Collier. Una pregunta: ¿ustedes han hecho algún trabajo para Eskflo Fabrication?
– ¿Eskflo? Le paso al señor Westerman.
John Biblia anotó el nombre y cuando Westerman se puso al aparato le repitió la pregunta.
– ¿Tiene algo que ver con Vanessa? -inquirió el hombre.
– No, señor. Ya me enteré de lo de la señorita Holden, y es muy lamentable. Mi más sentido pésame y el de todos mis compañeros -añadió mirando las paredes del despacho-. Perdone que tenga que llamar en estas circunstancias.
– Gracias, sargento. Ha sido un duro golpe.
– Claro. Tenga la seguridad de que seguimos varias líneas de investigación sobre el caso de la señorita Holden. Pero mi pregunta tiene relación con una estafa.
– ¿Una estafa?
– No es nada relacionado con ustedes, señor Westerman, pero es que estamos investigando en diversas empresas.
– ¿Y Eskflo es una de ellas?
– Efectivamente. -John Biblia hizo una pausa-. Entiéndame, se lo digo de manera estrictamente confidencial.
– Sí, sí, por supuesto.
– Bien, las empresas que me interesan son… -Fingió remover papeles, sin apartar la vista del bloc de notas-. Aquí está: Eskflo, LancerTech, Gribbin's y Yetland.
– Para Yetland hicimos hace poco un trabajo -dijo Westerman-. No, un momento… Aspirábamos a un contrato pero no lo conseguimos.
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