– Es igual. Gracias.
– A usted, señor.
Sí, claro: el negocio es el negocio. Todo el mundo te hace la rosca si eres de una empresa. Pidió línea y llamó a casa de Siobhan, pero respondió el contestador. Probó en St. Leonard y le dijeron que no estaba. Volvió a llamar a su casa y esta vez decidió dejar en el contestador el número de teléfono. Antes de terminar ella descolgó.
– ¿Para qué pones el contestador si estás en casa?
– Digamos que es un filtro -respondió ella-. Así controlo si es un maniático.
– Yo no soy de ésos. Cuenta.
– Primera víctima. Hablé con alguien en la Robert Gordon. La difunta estudió geología, con prácticas en el mar. Los que estudian geología en ese centro consiguen casi siempre empleo en la industria del petróleo, todo el programa está orientado en ese sentido. Como realizó actividades en el mar, hizo un cursillo de supervivencia.
Rebus pensaba: simulador de helicóptero, zambullida en una piscina.
– Así que estuvo yendo al CSM -añadió Siobhan.
– El Centro de Supervivencia en el Mar.
– A donde sólo van los que trabajan en el petróleo. Les he pedido por fax la plantilla de profesores y de alumnos. Eso en cuanto a la primera víctima. -Hizo una pausa-. Lo de la segunda víctima cambia totalmente: era mayor, tenía otro tipo de amistades y vivía en otra ciudad. Pero era prostituta, y ya sabemos que muchos hombres de negocios utilizan sus servicios cuando están fuera de viaje.
– No lo sabía.
– La víctima número cuatro trabajaba en algo vinculado a la industria del petróleo, con lo que nos queda la víctima de Glasgow: Judith Cairns. Diversos empleos, incluida la limpieza a tiempo parcial en un hotel del centro de la ciudad.
– Otra vez hombres de negocios.
– Así que mañana empezarán a llegarme nombres por fax. Me costó un poco porque protegen a la clientela y todo eso.
– Pero tú sabes convencer.
– Sí.
– Entonces, ¿qué cabe esperar? ¿Un cliente del Fairmount que tenga relación con la Robert Gordon?
– Dios lo quiera.
– ¿A qué hora lo sabrás?
– Eso depende del hotel. Quizá tenga que ir allí a espabilarlos.
– Te llamaré.
– Si sale el contestador, deja un número donde pueda localizarte.
– De acuerdo. Hasta luego, Siobhan.
Colgó y se dirigió a la habitación de Morton. Jack se había puesto el albornoz.
– Igual salgo por ahí vestido así -dijo-. Los bocatas y el café están de camino. Voy a darme una ducha.
– Bien. Escucha, Siobhan anda detrás de algo.
– Aja. Parece prometedor…
– Caray, y yo me creía cínico.
Morton se encogió de hombros, le guiñó un ojo y entró en el cuarto de baño. Rebus aguardó hasta oír correr el agua y a Jack canturreando algo que sonaba a Puppy Love. Su ropa estaba en un sillón. Rebus hurgó en los bolsillos de la chaqueta, encontró las llaves del coche y se las guardó.
Se preguntó a qué hora cerraría Burke's los jueves y qué iba a decirle a Judd Fuller. Pensó que, dijera lo que dijera, Fuller se enfadaría.
Dejó de oírse la ducha y a Puppy Love le siguió What Made Milwaukee Famous. A Rebus le gustaban los tíos de gustos eclécticos. Morton salió del baño enfundado en el albornoz haciendo gestos de campeón.
– ¿Volvemos mañana a Edimburgo?
– A primera hora -contestó Rebus.
– A afrontar las consecuencias.
Rebus no añadió que a lo mejor él las afrontaba mucho antes, y cuando trajeron los bocadillos notó que había perdido el apetito. Tomó café; tenía que estar despierto. Tenía por delante una larga noche y ni siquiera había luna.
Un breve recorrido nocturno en coche. Rebus se sentía estimulado por el café; cables sueltos chispeando donde debían estar sus nervios. Pasaba un cuarto de hora de medianoche: había telefoneado a Burke's para preguntar a qué hora cerraban.
– ¡No falta mucho, dése prisa!
Y colgaron. La música de fondo: Albatross; una tontería de última hora. Dos o tres números de espectáculo y la última oportunidad de ligar con alguien para compartir el desayuno. Momentos desesperados en la pista; tan desesperados a los cuarenta años como a los quince.
Albatross.
Puso la radio: pop insípido, música máquina y llamadas de oyentes. Y jazz. El jazz estaba bien, muy bien. Incluso en Radio Two. Aparcó cerca de Burke's y vio un conato de pelea entre dos gorilas que querían zurrar a tres palurdos a quienes sus novias trataban de alejar de allí.
– Haced caso a las chicas -musitó Rebus-, que ya habéis demostrado lo que valéis.
El altercado desembocó en amenazas e insultos, y los gorilas con los brazos separados del cuerpo volvieron a entrar en el club. Una patada en la puerta y un escupitajo en las ventanas y después salieron corriendo. Se alza el telón y otro fin de semana en la costa nordeste. Rebus cerró el coche y respiró el aire de la noche. Cruzó la calle y se dirigió a Burke's.
La puerta estaba cerrada. Llamó con los nudillos pero no abrían: pensarían que eran los palurdos. Insistió. Alguien asomó la cabeza por la puerta interior; no parecía un cliente, y desapareció gritando algo. Salió un gorila con un manojo de llaves y con cara de desear irse a dormir tras la jornada de trabajo. La puerta chirrió y se abrió dos centímetros.
– ¿Qué quiere? -gruñó.
– Tengo una cita con el señor Fuller.
El gorila le miró y abrió del todo. La barra estaba iluminada y los empleados vaciaban ceniceros, limpiaban las mesas y recogían montones de vasos. Con luz, aquello parecía un páramo desolado. Dos que parecían pinchadiscos -coleta y camiseta negra sin mangas- estaban sentados a la barra, fumando y bebiendo cerveza. Rebus se volvió hacia el gorila.
– ¿Está el señor Stemmons?
– ¿No ha dicho que la cita era con el señor Fuller?
Asintió con la cabeza.
– Era por saber si podía ver al señor Stemmons.
Así hablaría primero con él; el socio, hombre de negocios y más conservador.
– A lo mejor está arriba.
Volvieron hacia la entrada y subieron la escalera que conducía a los despachos de Stemmons y Fuller. El gorila abrió una puerta.
– Pase.
Pasó y se agachó demasiado tarde. Sintió el manotazo en el cuello como una coz y cayó al suelo. Unos dedos le aprisionaban la garganta buscando la carótida. «Contusión cerebral, no -pensó Rebus mientras se le nublaba la vista-. Dios mío, que no haya lesión…»
Capítulo 31
Se despertó medio ahogado.
Tragaba espuma y agua por la boca y la nariz. Efervescente, así que no era agua. Cerveza. Movió enloquecido la cabeza y abrió los ojos. Sentía la cerveza en el esófago y trató de vomitarla. Había alguien de pie a su espalda, con la botella vacía en la mano. Una risita. Rebus intentó volverse y notó que le ardían los brazos. Fuego de verdad. Olía a whisky y vio en el suelo una botella rota. Le habían bañado los brazos con whisky y habían prendido fuego. Gritó y se retorció. Un toallazo y las llamas se apagaron. La toalla humeante fue a parar al suelo. Se oyó una carcajada estentórea.
Aquello apestaba a alcohol. Era una bodega. Bombillas desnudas y barriles de aluminio, cajas de botellas y vasos. Media docena de pilastras de ladrillo hasta el techo. No estaba atado a una de ellas, sino colgado de un gancho; la cuerda le mordía las muñecas y los brazos iban a descoyuntársele. Apoyó mejor un pie y el que estaba detrás de él tiró la botella de cerveza a un cajón y dio la vuelta para situarse delante. Pelo negro liso con un rizo en la frente y una gran nariz aguileña en un rostro venal. Un diamante brillaba en un diente. Traje oscuro y camiseta. A Rebus no le cupo duda: Judd Fuller. Pero ya era tarde para presentaciones.
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