– Pero ponía a T-Bird en el candelero. En este momento hacen cuanto pueden para convencer al Gobierno de que les deje hundir las plataformas en el mar. Hablan de ecologismo y de sus logros en ese campo. Somos Mister Limpio, así que déjennos hacer lo que queramos. -Harley hablaba casi con desdén descubriendo sus blancos dientes-. Inspector, en serio. ¿Estoy paranoico? Que Mitch cayera por una ventana no significa que le asesinaran, ¿verdad?
– Ah, claro que le asesinaron. Pero de lo que no estoy seguro es de que el Negrita tuviese mucho que ver. -Harley se detuvo y se le quedó mirando-. Yo creo que no correrá peligro volviendo a casa, Jake -dijo Rebus-. Estoy seguro. Pero antes necesito una cosa.
– ¿Qué?
– La dirección de Joanna Bruce.
El viaje de vuelta fue realmente una operación complicada, más espantoso que el de ida. Después de llevar a Jake y Briony a Brae dejaron el coche en Lerwick y pidieron que les llevaran a Sumburgh. Forres seguía enfurruñado pero finalmente se le pasó, comprobó los vuelos y ellos pudieron reservar uno que les permitía tomarse una sopa instantánea en la comisaría.
En Dyce volvieron a subir al coche de Morton y permanecieron quietos un par de minutos adaptándose a hallarse de nuevo en tierra. A continuación tomaron la A92 siguiendo las indicaciones de Harley. Era la misma carretera que Rebus había seguido la noche del asesinato de Tony El. Al menos ya tenían al responsable: Stanley. Rebus se preguntaba qué más podría cantar aquel subnormal, y más ahora que se había quedado sin Eve. Se habría percatado de que había alzado el vuelo llevándose el botín. Quién sabe si Gill no le había hecho confesar algo más.
De ella dependía.
Vieron los indicadores de Cove Bay, hicieron lo que Harley les había dicho y llegaron a una explanada donde había aparcadas docenas de furgonetas, remolques, autobuses y caravanas. Dando tumbos por caminos abandonados llegaron a un claro en el bosque. Los perros ladraban y unos niños jugaban al fútbol con una pelota pinchada. Entre las ramas había cuerdas con ropa tendida. Reunidos en torno a una hoguera un grupo fumaba canutos y una mujer rasgueaba una guitarra. No era la primera vez que Rebus iba a un campamento de vagabundos. Los había de dos tipos: el clásico estilo gitano con caravanas bonitas y camionetas, rumanos de tez aceitunada que hablaban una lengua que él no entendía. Y los de «viajeros new age», generalmente con autobuses que habían pasado la última ITV con Dios y ayuda. Eran jóvenes e inteligentes, cortaban madera para calentarse, cobraban el subsidio de desempleo a pesar de todos los esfuerzos del Gobierno por impedírselo y ponían un nombre a sus hijos por el que éstos de mayores serían capaces de matarlos.
Nadie hizo el menor caso a Rebus y a Morton mientras se acercaban a la fogata. Rebus iba con las manos en los bolsillos procurando no cerrar los puños.
– Buscamos a Jo -dijo. Reconoció la melodía que tocaba la de la guitarra: Time of the Preacher. Insistió-: Joanna Bruce.
– Mal rollo -dijo uno.
– Se puede arreglar -replicó Rebus.
El porro pasaba de mano en mano.
– Dentro de diez años esto será legal. Incluso lo recetarán -dijo otro.
Sus bocas risueñas expulsaban el humo en espirales.
– Joanna -volvió a repetir Rebus.
– ¿Orden judicial? -preguntó la de la guitarra.
– Sabe perfectamente -respondió Rebus- que sólo necesito una orden judicial si quiero desalojar el campamento. ¿Quiere que consiga una?
– Macho, macho, man - comenzó a tararear uno.
– ¿Qué quiere?
Una mujer se asomaba desde la parte superior de la puerta de un remolque blanco enganchado a un viejo Land Rover.
– ¿Hueles el tocino, Joanna? -dijo la guitarrista.
– Tengo que hablar con usted, Joanna -dijo Rebus dirigiéndose hacia el remolque-. Sobre Mitch.
– ¿De qué?
– ¿Por qué murió?
Joanna Bruce dirigió la vista hacia sus compañeros, vio que éstos miraban ahora a Rebus y abrió la parte inferior de la puerta.
– Será mejor que entren -dijo.
El remolque estaba abarrotado y no había calefacción. Tampoco televisor, sólo montones desordenados de revistas y periódicos, con artículos recortados, y en una mesa plegable, con asientos a ambos lados que se transformaban en cama, un ordenador portátil. De pie, la cabeza de Rebus tocaba el techo. Joanna apagó el ordenador y les señaló los asientos al tiempo que ella se sentaba sobre un montón de revistas.
– Bien -dijo cruzando los brazos-, ¿qué pasa?
– Ésa es exactamente mi pregunta -respondió Rebus. Señaló con la cabeza a espaldas de ella la pared donde había pinchadas fotos a guisa de decoración-. Fotos. -Ella volvió la cabeza para mirarlas-. Yo también he revelado unas cuantas.
Rebus explicó que si se trataba de las copias no estaban en el sobre de Mitch y ella le escuchó imperturbable sin manifestar ninguna emoción. Tenía los ojos pintados con kohl y, a la luz del farolillo, su pelo era rojo intenso. Durante medio minuto sólo se oyó el rumor de la llama de gas. Rebus le daba tiempo para que cambiase de idea, pero ella lo empleaba para oponer más obstáculos, entrecerrando los ojos con los labios apretados.
– Joanna Bruce -musitó Rebus-. Ha elegido un nombre interesante.
Ella abrió un poco la boca y volvió a cerrarla.
– ¿Joanna es su verdadero nombre de pila o también se lo cambió?
– ¿Qué quiere decir?
Rebus miró a Morton que estaba recostado, tratando de hacer el papel de visitante relajado para demostrarle a ella que no eran dos contra uno, y espetó:
– Su verdadero apellido es Weir.
– ¿Cómo… quién le ha dicho eso? -replicó ella en tono sarcástico.
– No hace falta que me lo dijese nadie. El mayor Weir tenía una hija, se pelearon y él la desheredó.
Y dijo que había sido un hijo; quizá por echar tierra al asunto. Según la fuente de información de Mairie.
«¡No la desheredó! ¡Ella se autodesheredó!»
Rebus se volvió hacia ella. Ahora estaba alterada y se aferraba tensa las rodillas.
– Dos detalles me dieron la pista -siguió Rebus con voz tranquila-. Uno, ese apellido: Bruce, que es como decir Robert… para que adivine el sobrenombre cualquier estudiante de historia de Escocia. Al mayor Weir le apasiona la historia de Escocia; a su concesión petrolífera le puso nombre inspirándose en el de Bannockburn, que como sabemos ganó Robert Bruce. Bruce y Bannock. ¿No será que eligió ese apellido porque pensó que a él le irritaría?
– Ya lo creo que le irrita.
Sonrió un poco.
– Lo segundo fue el propio Mitch, una vez que supe que habían sido amigos. Jake Harley me ha dicho que Mitch sabía algo del Negrita; un secreto. Bien, Mitch sería ingenioso en muchos aspectos, pero no me lo imagino siguiendo la pista de un papeleo complicado. Él viajaba ligero de equipaje y no dejó rastro de notas ni nada parecido ni en su piso ni en su cuarto de la plataforma. Debió de enterarse por usted, ¿no? -Ella asintió con la cabeza-. Es usted quien tiene la suficiente rabia a T-Bird Oil para preocuparse por desentrañar ese laberinto. Y como eso nos consta… por la manifestación en su sede y el encadenamiento en Bannock ante las cámaras de televisión, yo pensé que era algo personal.
– Lo es.
– ¿El mayor Weir es su padre?
Su rostro se contrajo en una mueca de disgusto infantil.
– Sólo en el aspecto biológico. Pero aun así, si me consigue usted un trasplante genético seré la primera de la cola. ¿Mató él a Mitch? -concluyó con marcado acento norteamericano.
– ¿Usted lo cree?
– Me gustaría creerlo. -Miró a Rebus a los ojos-. Es decir, me gustaría creer que ha caído tan bajo.
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