– Inspector, somos T-Bird Oil; no la CÍA.
– Perdone usted. Continúe.
– Willie Ford dice que Mitch había estado saliendo con una chica en Aberdeen, pero se pelearon. Mitch era…, le cito sus propias palabras, «un enigma en cuanto a vida amorosa», fin de la cita.
Otro punto muerto.
– ¿Eso es todo?
– Ajá.
– Bien, muchas gracias. Se lo agradezco de verdad.
– Ha sido un placer, inspector. Pero la próxima vez que quiera un favor procure que sea un día en que no tenga que despedir a una docena de trabajadores.
– ¿Tiempos difíciles, señor Minchell?
– Autor: Charles Dickens, inspector Rebus. Adiós.
– Buena salida -comentó Morton riendo.
– Ni que lo digas -dijo Rebus-. Perdona, pero estaba muy lejos de aquí.
Rebus se acercó a la ventana y vio que otro avión despegaba cerca de ella, hasta que el ruido de los motores a reacción se fue apagando a medida que se alejaba hacia el norte.
– ¿Vale por esta mañana? -preguntó Morton.
Rebus no contestó. Esperaba que Eve llamase. ¿Le haría ese favor? Se lo debía, pero molestar a Judd Fuller no parecía el paso más acertado en aquel baile, y ella llevaba años bailando a pasitos cortos. ¿Por qué dar uno en falso?
Morton repitió la pregunta.
– Nos queda una cosa -respondió Rebus volviéndose hacia él.
– ¿Qué?
– Volar.
En el aeropuerto de Dyce, Rebus mostró su carnet y preguntó si había vuelos a Sullom Voe.
– De momento no. Tal vez dentro de cuatro o cinco horas.
– No nos importa volar con quien sea.
La mujer se encogió de hombros y negó con la cabeza.
– Es un asunto importante.
– Podrían probar Sumburgh y hacer autostop.
– Está a muchos kilómetros de Sullom Voe.
– Lo digo por ayudarles. Pueden alquilar un coche.
Rebus lo consideró, pero se le ocurrió algo mejor.
– ¿Cuándo podríamos salir?
– ¿Para Sumburgh? En media hora o cuarenta minutos; un helicóptero que va a Ninian hace escala allí.
– Estupendo.
– Voy a hablar con ellos -dijo la mujer cogiendo el teléfono.
– Volvemos dentro de cinco minutos.
Morton siguió a Rebus hasta los teléfonos públicos desde donde llamó a St. Leonard y le pasaron a Gill Templer.
– He escuchado media cinta -le dijo ella.
– Mejor que el Saturday Night Theatre, ¿a que sí?
– Después me marcho a Glasgow. Quiero hablar con él personalmente.
– Buena idea. He dejado una copia en el DIC de Partick. ¿Has visto a Siobhan esta mañana?
– Pues no. ¿En qué turno está? Si quieres puedo intentar localizarla.
– Déjalo, Gill. Las conferencias salen caras.
– Vaya, ¿dónde demonios estás ahora?
– Enfermo en cama, si pregunta Ancram.
– ¿Y qué favor quieres ahora?
– Sólo un número de teléfono. De la comisaría de Lerwick. Supongo que existe.
– Sí. Bajo los auspicios de la División Norte. El año pasado hubo una conferencia y se quejaron de tener que hacer servicio de vigilancia en Orkney y Shetland.
– Gill…
– Lo estaba mirando mientras hablaba.
Le dio el número y él lo anotó en el bloc.
– Gracias, Gill. Adiós.
– ¿John!
Pero él colgó.
– ¿Cómo andas de calderilla, Jack?
Morton sacó unas monedas y Rebus las cogió casi todas y llamó a Lerwick para preguntar si podían dejarles un coche durante medio día. Explicó que era un asunto de asesinato de Lothian y Borders, pero nada del otro mundo: se trataba de interrogar a un amigo de la víctima.
– Es que un coche… ahora… -respondieron como si Rebus hubiese pedido una nave espacial-. ¿Cuándo piensan llegar?
– Vamos en un helicóptero que sale de aquí dentro de una media hora.
– ¿Son dos?
– Dos. No nos mande un motorista -dijo Rebus.
Se oyeron risas al otro extremo de la línea.
– ¡No, hombre, no!
– ¿Puede ser?
– Bueno, puedo hacer algo. El único problema es que los coches estén de servicio. A veces nos llaman del fin del mundo.
– Si no hay nadie esperándonos cuando lleguemos, vuelvo a llamar.
– Eso. Hasta luego.
Cuando volvieron al mostrador les dijeron que les habían acomodado en un vuelo que salía al cabo de treinta y cinco minutos.
– Nunca he subido en un helicóptero -dijo Morton.
– Una experiencia que nunca olvidarás.
Morton frunció el ceño.
– ¿No puedes decirlo con menos énfasis? -se quejó.
Había media docena de aviones en el aeropuerto de Sumburgh y el mismo número de helicópteros, la mayor parte conectados como por un cordón umbilical a su correspondiente cisterna de carburante. Rebus entró en la terminal de Wilsness abriéndose la cremallera del traje salvavidas y observó que Morton seguía en la pista contemplando el paisaje costero de la isla plana y desolada. Se había levantado un fuerte viento y Morton se encogía para resguardarse. Estaba pálido y tenía el estómago algo revuelto. Esta vez Rebus había procurado durante todo el vuelo no pensar en el copioso desayuno. Morton vio al fin las señas que le hacía y fue hasta él.
– Qué azul está el mar.
– Del mismo color que se pone uno si se queda afuera dos minutos.
– Y el cielo… es increíble.
– No te pongas en plan new age, Jack. Vamos a quitarnos estos trajes. Creo que ha llegado nuestro acompañante con el Escort.
Pero era un Astra, cómodo para los tres, sobre todo teniendo en cuenta que el agente uniformado que conducía era un gigante. Su cabeza sin gorra rozaba el techo. Era la misma voz del teléfono. Estrechó la mano de Rebus como si se tratara de algún emisario extranjero.
– ¿Ha estado antes en Shetland?
Morton negó con la cabeza y Rebus confesó que había estado sólo una vez.
– ¿Y dónde desean que les lleve?
– A la comisaría -dijo Rebus desde el asiento trasero-. Le dejaremos allí y ya devolveremos el coche cuando acabemos.
El agente, llamado Alexander Forres, expresó su decepción.
– Llevo veinte años en la policía.
– ¿Ah, sí?
– Y ésta iba a ser mi primera investigación en un homicidio.
– Mire, sargento Forres, sólo hemos venido a hablar con un amigo de la víctima. Datos sobre la misma e información rutinaria de lo más aburrido.
– Ya, es igual; me hacía ilusión acompañarles.
Iban por la A970 en dirección a Lerwick a treinta kilómetros de Sumburgh. El viento azotaba y Forres mantenía sus manazas firmes sobre el volante como un ogro que ahoga a un niño. Rebus optó por cambiar de tema.
– Bonita carretera.
– Hecha con el dinero del petróleo -puntualizó el sargento.
– ¿Y qué tal se les da estar a las órdenes de Inverness?
– ¿Quién dice eso? ¿Cree que vienen a controlarnos todas las semanas?
– Supongo que no.
– Supone bien, inspector. Es como Lothian y Borders… ¿Cuántas veces va alguien de Fettes a echar un vistazo a Hawick? -Forres miró a Rebus por el retrovisor-. No crea usted que aquí somos unos idiotas que sólo sabemos quemar una barca cuando llega el Up-Helly-Aa.
– Up-Helly ¿qué?
– Esa fiesta en la que queman una barca, John -le susurró Morton.
– El último martes de enero -matizó Forres.
– Curiosa forma de calefacción -comentó Rebus.
– Es cínico de nacimiento -comentó Morton al sargento.
– Pues lástima si muere siéndolo -dijo el hombre sin quitar la vista del retrovisor.
En las afueras de Lerwick pasaron ante feos edificios prefabricados que Rebus imaginó relacionados con la industria del petróleo. La comisaría estaba allí, en la Ciudad Nueva. Dejaron a Forres y el sargento fue a buscar un mapa de la isla.
Читать дальше