John Biblia… buscando a su retoño.
– ¿Qué tal va la investigación? -preguntó Siobhan.
– ¿Cuál?
– La de Spaven.
– Pan comido. -Se detuvo y se volvió hacia ella-. Por cierto, si estás aburrida…
– ¿Qué?
– En la de Johnny Biblia podría darse cierta relación con la industria del petróleo. La última víctima trabajaba en una empresa de servicio para las petroleras y alternaba con gente con actividad en ese campo. La primera víctima estudió en la TIRG, geología, creo. Averigua si existe relación con el petróleo y si hay algo que nos permita establecer un vínculo entre la segunda y tercera víctimas.
– ¿Crees que vive en Aberdeen?
– Ahora me apostaría algo.
Y se marchó. Otra escala que hacer antes del salto al norte.
John Biblia circulaba en coche por las calles de Aberdeen.
La ciudad estaba tranquila y a él le gustaba. El viaje a Glasgow había sido provechoso, pero la cuarta víctima había resultado más útil aún.
Del ordenador del hotel había sacado una lista de veinte empresas. Veinte clientes del hotel Fairmount que habían pagado con tarjeta de crédito empresarial en las semanas anteriores a la muerte de Judith Cairns. Veinte empresas radicadas en el noreste. Veinte individuos para comprobar: cualquiera de ellos podía ser el Advenedizo.
Había estado dándole vueltas a la cabeza sobre la relación entre las víctimas, y la primera y la cuarta le habían dado la clave: petróleo. En el petróleo estaba la clave. La primera víctima había estudiado geología en la Universidad Robert Gordon, y en el noreste estudiar geología estaba estrechamente relacionado con la prospección petrolífera. La empresa en que trabajaba la cuarta víctima contaba entre su clientela con empresas petrolíferas y auxiliares. Tenía que buscar a alguien relacionado con la industria del petróleo, alguien muy parecido a él. El descubrimiento le había conmocionado. Si por una parte resultaba aún más imperativo dar con el Advenedizo, por otra era mucho más arriesgado. No por el peligro físico; hacía tiempo que eso no le importaba. Era por el peligro de perder la identidad de Ryan Slocum que tanto le había costado. Casi se sentía como Ryan Slocum. Pero Ryan Slocum era un muerto, el nombre que había visto en una esquela de periódico. Él sólo había sacado un duplicado del certificado de nacimiento alegando que había perdido el original en el incendio de su vivienda. En tiempos anteriores a la era de la informática no le fue difícil.
Así su pasado dejaba de existir… al menos por un tiempo. Pero el baúl de la buhardilla desmentía lo del cambio de identidad: no se puede cambiar el modo de ser. Aquel baúl lleno de recuerdos, norteamericanos en su mayoría… Ya había hecho gestiones para trasladarlo en breve cuando su esposa estuviese fuera. Una empresa de mudanzas lo llevaría a un almacén. Era una precaución lógica pero no dejaba de pesarle. Era como admitir que el Advenedizo había ganado.
Independientemente del resultado final.
Veinte empresas que comprobar. Ya había descartado cuatro posibles sospechosos por su avanzada edad. Otras siete empresas no guardaban relación alguna con la industria del petróleo; las dejaría al final de la lista. Quedaban nueve nombres. Iba a llevarle tiempo. Cuando llamaba a las oficinas de las empresas se hacía pasar por otra persona, pero esa treta no podía durar mucho. También había recurrido al listín telefónico para localizar la dirección correspondiente a los nombres, ir a sus casas y ver qué aspecto tenían. ¿Conocería al Advenedizo nada más verle? Sí, creía que sí; al menos, reconocería el tipo de individuo. Pero también Joe Beattie había dicho lo mismo de John Biblia… que le reconocería en una sala llena de gente. Como si el corazón de un hombre se reflejase en las arrugas o rasgos del rostro como una especie de frenología del pecado.
Aparcó el coche cerca de una casa y llamó a su oficina para ver si había mensajes. Por el trabajo que hacía se suponía que pasaba fuera de la oficina bastante tiempo durante la jornada. Eso cuando no estaba ausente días o semanas. Realmente, era el trabajo ideal. No, no había mensajes ni nada en que pensar: sólo en el Advenedizo… y en sí mismo.
Al principio le reconcomía la impaciencia. Pero ahora ya no. Su paciente cerco al Advenedizo le haría disfrutar más al final. Pero ensombrecía tal consideración el hecho de que también la policía podía estar estrechando el círculo. Al fin y al cabo ellos tenían toda la información a su alcance; les bastaría con establecer las relaciones debidas. Hasta entonces sólo la prostituta de Edimburgo rompía la pauta, pero si podía relacionar tres o cuatro estaría más que satisfecho. Seguro que una vez que descubriese la identidad del Advenedizo encajaría su estancia en Edimburgo en el momento del asesinato. Quizá por los registros de los hoteles o por un recibo de gasolina de una estación de servicio de la ciudad… Cuatro víctimas. Una más que el John Biblia de los sesenta. Era mortificante; lo reconocía. Le dolía.
Y eso iba a pagarlo muy pronto.
Escocia renacerá el día en que estrangulen al último ministro con el último ejemplar del Sunday Post.
Tom Nairn
Pasada la medianoche llegaron al hotel. Estaba cerca del aeropuerto y era uno de los edificios de cristal que Rebus había visto en su visita a la T-Bird Oil. En el vestíbulo había demasiada luz, los múltiples espejos reflejaban a los tres cansados viajeros sin equipaje. Habrían despertado sospechas de no haber sido porque Eve era cliente habitual. No hubo problema.
– Cárguenlo a la empresa de taxis, en mi cuenta -dijo ella-. Firmen la factura para que la envíen a Taxis Joe.
– Sus habitaciones, señorita Cudden -dijo el empleado entregándole las llaves-, y otra más en el mismo piso.
Morton miraba los servicios del hotel.
– Sauna, gimnasios. Nos viene al pelo, John.
– Aquí todos son ejecutivos del petróleo -comentó Eve camino de los ascensores- y les encantan ese tipo de cosas. Así se mantienen en forma para colocarse. Ya saben.
– ¿Vende todo directamente a Fuller y Stemmons? -preguntó Rebus.
– ¿Quiere decir si hago yo misma el trato? -dijo ella sofocando un bostezo.
– Sí.
– No soy tan idiota.
– Y los intermediarios… ¿Algún nombre?
Ella negó con la cabeza sonriendo cansada.
– No para usted.
– Así no pienso en otras cosas.
Concretamente en John Biblia, Johnny Biblia… que andaban por ahí y quizá no muy lejos…
– Que duerman bien, muchachos -dijo ella entregándoles las llaves de sus habitaciones-. Seguramente habré salido ya cuando se levanten… y no volveré.
– ¿Cuánto se va a llevar? -inquirió Rebus.
– Unas treinta y ocho mil libras.
– Buen botín.
– Todo beneficios.
– ¿Cuánto tardará Tío Joe en enterarse de lo de Stanley?
– Bueno, Malcolm no arderá en deseos de decírselo, y Joe está acostumbrado a que desaparezca un día o dos por ahí de juerga… Con un poco de suerte no estaré en el país cuando estalle la bomba.
– Me parece que usted es el tipo de mujer con suerte.
La antigua habitación de Stanley era amplia y contaba con lo que Rebus suponía era la habitual parafernalia de los ejecutivos: minibar, planchaprensa para pantalones, un platillo con chocolatinas sobre la almohada y un flamante albornoz encima de la cama abierta. Con una nota que rogaba no llevárselo y añadía que si se deseaba uno se podía adquirir en el gimnasio. «Gracias por ser un cliente considerado.»
El cliente considerado se hizo una taza de café Hag. Había una lista de precios sobre el minibar detallando las delicias que encerraba. La guardó en un cajón. Dentro del armario había una caja fuerte; cogió la llave del minibar y la metió allí. Otro obstáculo que vencer y al mismo tiempo la posibilidad de cambiar de idea si se le ocurría beber.
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