– ¿Y con las otras?
– Escuche, ¿quiere que le llame? Tendré que mirar los archivos. En este momento no recuerdo bien.
– Es natural, señor. Tengo que salir a un servicio… ¿Le parece si le vuelvo a llamar dentro de una hora?
– O le llamo yo cuando lo tenga.
– Yo volveré a llamar, señor Westerman. Muchas gracias.
Colgó y se mordió una uña. ¿Llamaría Westerman al DIC de Queen Street preguntando por el sargento Collier?
Le daría cuarenta minutos.
Pero, al final, le dio treinta y cinco.
– ¿Señor Westerman? He terminado antes de lo que pensaba. No sé si habrá podido averiguar algo…
– Sí. Creo que tengo lo que quiere.
John Biblia se concentró en el tono de voz para captar cualquier inflexión de duda o recelo que pudiera alimentar Westerman sobre su identidad. Ni la más mínima.
– Como le dije -siguió Westerman-, intentamos firmar un contrato con Yetland pero no lo logramos. Fue en marzo. Y Lancer… Les hicimos un panel de exposición en febrero. Tenían un puesto en el congreso de seguridad marítima.
John Biblia consultó la lista.
– ¿Y sabe por casualidad quién fue el contacto?
– Lo siento. Vanessa trató con ellos. Sabía tratar muy bien con los clientes.
– ¿No le suena por casualidad el nombre de Martin Davidson?
– Me temo que no.
– No se preocupe. ¿Y las otras dos empresas?
– Sí, para Eskflo hemos trabajado hace tiempo, hará un par de años. Y Gribbin's…, con toda franqueza, no sé quiénes son.
John Biblia encerró en un círculo el nombre de Martin Davidson y trazó un interrogante junto al de James Mackinley: ¿un intervalo de dos años? Lo dudaba, pero podía ser. Decidió que Yetland era una tercera posibilidad remota, pero para estar seguro…
– ¿Y los de Yetland trataron con usted o con la señorita Holden?
– Vanessa estaba por entonces de vacaciones. Fue después del congreso y estaba agotada.
John Biblia tachó Yetland y Gribbin's de la lista.
– Señor Westerman, ha sido muy amable. Le estoy muy agradecido.
– No hay de qué. Una cosa, sargento.
– Diga usted.
– Si atrapan a ese cabrón que mató a Vanessa déle una de mi parte.
Dos Davidson en el listín telefónico, un James Mackinley y dos J. Mackinley. Apuntó las direcciones.
Y otra llamada; ésta a Lancer Technical Support.
– Hola, aquí la Cámara de Comercio. Una pregunta: estamos confeccionando una base de datos sobre las empresas de la localidad relacionadas con la industria del petróleo. LancerTech sería una de ellas, ¿no?
– Ah, sí -respondió la recepcionista-, desde luego.
Por la voz parecía algo cansada. Ruido de fondo: personal hablando, fotocopiadora y el timbre de un teléfono.
– ¿Podría darme más detalles?
– Pues… hacemos… diseñamos sistemas de seguridad de plataformas petrolíferas, barcos de apoyo… -Sonaba como si lo leyera en un folleto-. Ese tipo de cosas.
– Tomo nota -dijo John Biblia-. Si trabajan en temas de seguridad, ¿se supone que tienen relación con ITRG?
– Ah, sí, mucha relación. Colaboramos en media docena de proyectos y dos personas de la empresa trabajan allí a temporadas.
John Biblia subrayó el nombre de Martin Davidson. Dos rayas.
– Gracias. Adiós -dijo.
Dos M. Davidson en el listín. Uno quizá fuese mujer. Podía telefonear, pero con ello pondría en guardia al Advenedizo… ¿Qué haría con él? ¿Qué quería hacer con él? Había iniciado aquella faena enojado, pero ahora estaba tranquilo… y sentía más que curiosidad. Podía llamar a la policía; la llamada anónima que estaban esperando. Pero ahora ya sabía que no iba a hacerlo. En cierto momento había dado por supuesto que podía eliminar al miserable y reanudar su vida como antes, pero era imposible. El Advenedizo lo había cambiado todo. Comprobó el nudo de la corbata. Arrancó la hoja del bloc y la rompió en pedacitos que dejó caer en la papelera.
Se preguntaba si no hubiera debido quedarse en Estados Unidos. No, siempre había sentido nostalgia por su tierra natal. Recordaba una de las primeras teorías sobre su persona: que había sido miembro de la secta Exclusive Brethren. En cierto modo todavía lo era. Y pensaba seguir siéndolo.
El conocimiento es una gracia, pero el camino de trasgresión es duro.
Duro; era duro y siempre lo sería. Se preguntó si conocía bien al Advenedizo. Lo dudaba y no estaba muy seguro de que quisiera hacerlo.
La verdad era que ahora estaba allí y no sabía lo que quería.
Pero sabía lo que necesitaba.
Hicieron un aterrizaje de emergencia en Arden Street a la hora del desayuno, aunque ninguno de los dos tenía ganas de tomar nada. Rebus había cogido el volante en Dundee para que Jack echara una cabezada de una hora en el asiento trasero. Era como volver a casa después de una de aquellas noches dando vueltas en coche, con las calles tranquilas y los conejos y los faisanes en las granjas. El momento más limpio del día antes de que todos comenzasen a ensuciarlo otra vez.
Al abrir la puerta vio correo en el suelo, y en el contestador había tantos mensajes que la luz roja parecía fija.
– No se te ocurra largarte -dijo Morton antes de entrar en su habitación sin cerrar la puerta.
Rebus se preparó un café y se dejó caer en el sillón junto a la ventana. Las ampollas de las muñecas parecían urticaria y tenía la nariz taponada de sangre.
– Bueno -dijo mirando a los peatones-, salió mejor de lo que cabía esperar.
Cerró los ojos cinco minutos. El café estaba frío cuando volvió a abrirlos. Sonaba el teléfono y lo cogió antes de que saltara el contestador.
– Diga.
– El DIC se despierta. Es como una película de Ray Harryhausen. -Pete Hewitt de Howdenhall-. Escuche, no debería decírselo, pero oficiosamente…
– ¿Qué?
– Todos esos análisis forenses que le han hecho: nada. Supongo que se lo comunicarán oficialmente, pero pensé que le tranquilizaría.
– Ojalá pudieses, Pete.
– ¿Una mala noche?
– Otra más para la posteridad. Gracias, Pete.
– Adiós, inspector.
Rebus colgó y llamó a Siobhan. Salió el contestador. Dijo que estaba en casa y marcó otro número. En éste contestaron.
– Diga -contestó una voz somnolienta.
– Buenos días, Gill.
– ¿John?
– Vivito y coleando. ¿Qué tal ha ido?
– Interrogué a Malcolm Toal y creo que es un tesoro; bueno, cuando no se da cabezazos contra las paredes del calabozo, pero…
– ¿Pero?
– He pasado el caso a la brigada de allí. Al fin y al cabo, son los especialistas. -Tras un silencio-: ¿John? Escucha, lo siento si crees que me he rajado…
– No, si me estoy riendo, Gill. Has hecho bien. Tendrás tu parte de gloria y que ellos hagan el trabajo sucio. Vas aprendiendo.
– Será que tengo un buen maestro.
– No, qué va -replicó él riendo.
– John…, gracias… por todo.
– ¿Quieres que te diga un secreto?
– ¿Qué?
– Ya no bebo.
– Estupendo. Eso sí que es una sorpresa. ¿Cómo ha sido?
En ese momento entró Morton bostezando y rascándose la cabeza.
– He tenido un buen maestro -contestó colgando.
– He oído el teléfono -dijo Morton-. ¿Hay café?
– En la cafetera.
– ¿Quieres uno?
– Vale.
Rebus fue al vestíbulo y recogió el correo. Había un sobre más grueso que los demás con sello de Londres. Lo abrió mientras iba a la cocina. Dentro, otro sobre grueso con su nombre y dirección. Y, además, una hoja con una nota. Se sentó a la mesa y la leyó.
Era de la hija de Lawson Geddes.
Mi padre dejó ese sobre diciéndome que se lo enviara. Acabo de volver de Lanzarote a donde fui para arreglar el entierro, vender la casa de mis padres y ordenar y recoger sus cosas. Como recordará, mi padre era un poco urraca. Perdone que haya tardado más de lo debido en enviárselo, pero espero que comprenda. Espero que usted y su familia se encuentren bien.
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